Diario de un viaje no emprendido (ii).




Había una casa en aquel barrio lejano que me llamaba poderosamente la atención, apenas alcanzaba a vislumbrarla cuando se abría la puerta y entraba o salía algún flamante coche. No siempre era el mismo. Eso me maravillaba. El caso es que la casa se veía a lo lejos, distante, inalcanzable, casi como un sueño en duermevela que parece real, pero que se diluye en la imaginación cuando te esfuerzas por tocarlo. No recuerdo bien cómo era, solo soy capaz de evocar las sensaciones que me producía. Eran fabulosas: imaginaba que estaba dentro, en mi dormitorio, inmenso, lleno de juguetes, de ropa, con gente a mi alrededor que me traía la comida, que me lavaba, que me concedía cualquier capricho que quisiese. La realidad es que esto ya lo tenía en mi casa, solo era una cuestión de escala, pero tampoco fui consciente de esa realidad hasta que ya fue demasiado tarde. 

Un día, paseando por ese barrio rico, dirigiéndome hacia aquella casa, me paró un señor. Llevaba un sombrero que me pareció el más elegante del mundo. Recuerdo que tenía un bigote fino, extremadamente fino, casi una línea de color negro, y que sus zapatos brillaban a pesar de que era un día lluvioso. Llevaba una gabardina de color gris cenizo. «¿Te has perdido?», me preguntó. La interpelación me fascinó, no me dijo que qué hacía allí, no me dijo que cómo me había colado en aquel barrio, no me dio un pescozón que era a lo que estaba acostumbrado. Quise entender que me había confundido con un niño del barrio. Es verdad que yo, gracias a mi madre, siempre vestía con el mayor de los decoros e iba impoluto, cosa que en un niño de suburbio pobre ya era toda una hazaña. Así que le dije, llenando mis palabras con toda la dignidad y seguridad de que era capaz, que estaba paseando, que me dirigía a mi casa. Entonces me preguntó que cuál era mi casa. «Aquella», le señalé dirigiendo mi dedo hacia la casa, de cuya imaginaria felicidad, me había enamorado. El señor torció el rostro, quise pensar que de envidia, pero ahora, transcurridos los años, supongo que tal vez fue de compasión. El caso es que me pasó la mano por la cabeza. Se despidió con un gesto y prosiguió su camino sin decir nada. Yo me quedé quieto, pensativo y al cabo de unos instantes me giré para observar como se alejaba aquel señor tan elegante de exquisito acento. Cuando dobló la esquina y desapareció de mi vista proseguí mi paseo. 


Al cabo de unos meses me sentía parte de aquel maravilloso barrio. Incluso me saludaban las gentes con las que me cruzaba. Bien cierto es que eran carteros, repartidores o lecheros, pero a mí eso no me importaba porque me hacía sentir parte de algo que no era mío y que deseaba con toda mi alma. Seguí dando esos paseos durante mucho tiempo hasta poco antes de tener edad para ir a la universidad, donde conocí al hijo de los dueños de la casa. Dejé de pasear por esas calles que me maravillaban porque me dieron una paliza, aunque nunca la olvidé. Recuerdo que era un día nublado, caía algo de lluvia de vez en cuando. Las hojas de los árboles del acerado estaban caídas en el suelo. La imagen era bucólica, yo ese día estaba especialmente emocionado, me encantaba el otoño de mi barrio, digo «mi barrio» como si realmente fuera mío, aunque nada más lejos de la realidad. Lo que creí que era un coche de policía se acercó. No era habitual ver patrullas por esta zona, aunque es cierto que en alguna ocasión me crucé alguna. Se paró a mi lado y la ventana del copiloto se bajó. Me preguntaron amablemente que dónde vivía. «Aquí cerca», le dije. Él insistió: «¿Dónde?». Señalé tímidamente la casa de la que estaba enamorado. Mi amor era platónico, amaba lo que representaba para mí. Uno de ellos se bajó, el rostro amable se había transformado en una cara descompuesta. «¡Vamos, te acompaño!», me gritó. No fui capaz de dar ni un paso. Comencé a lloriquear. Me agarró del brazo, con fuerza, con mucha fuerza. Me dolía. Grité, no sé si de miedo o de dolor. Entonces me arreó un bofetón. Recuerdo perfectamente el movimiento de la mano abriéndose cruzada por delante de su cuerpo y abalanzando sobre mi rostro el revés. El golpe fue atroz, caí al suelo. Noté un sabor extraño en la comisura del labio. Era sangre. No era la primera vez que me pegaban, ni que sangraba con un golpe, esa era una costumbre de mi padre con la que había aprendido a vivir. Tampoco habían faltado las peleas en las que los chavales de mi barrio, mi verdadero barrio, me golpeaban por el mero hecho de ser distinto. Sin embargo, ese golpe fue diferente. Me sentí avergonzado, impotente, vejado en lo más profundo de mi corazón. Me sentí indefenso. Sentí miedo, mucho miedo. El conductor se bajó. Le susurró algo al oído al que acababa de tirarme al suelo. Comenzó a llover. Eso no pareció importarles. El copiloto se puso los guantes. Me sujetó por la solapa de mi abrigo y me levantó como si fuese un pelele. Me zarandeó y me advirtió que, si me volvía a ver por allí, el recuerdo no sería tan agradable como el que me iba a llevar ese día. Entonces arrojó su puño contra mi cara. El impacto fue terrible. Me golpeó entre el ojo y la nariz. La sangre comenzó a manar como si de un arroyuelo se tratase. Me estaba manchando la única ropa presentable que tenía. No caí al suelo porque me tenía sujeto. Intenté zafarme no porque quisiera huir de él, sino porque quería evitar seguir manchándome para eludir la reprimenda de mi madre. Recibí otro golpe, prácticamente en el mismo sitio. No me dolió nada, pero entonces empecé a llorar.


Imagen creada por el autor con IA. 

En Mérida a 5 de noviembre de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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