El cazador de moscas (iii).




—Mary, ¿de quién es ese niño que tienes ahí? —le preguntó Anna Rose asombrada.


—Es mío —respondió Mary inmediatamente, aunque su tono revelaba cierta inseguridad—. Estaba en la puerta de casa esta mañana —prosiguió. 


Anna Rose la miró incrédula, pero no suprimió la sonrisa de su rostro. Estaba acostumbrada a sonreír. Era lo que querían ver en ella los clientes. Era una mujer, cualquier otra cosa habría sido una temeridad por su parte y habría comprometido la pervivencia del bar. 


—Pero… —Mary la interrumpió.


—No —la interrumpió con una seguridad que asombró a Anna Rose—, ya lo he decidido. Será mío.


—Mary, ¿has tenido algún hijo antes? —Anna Rose intentó razonar con ella antes siquiera de saber nada más del niño.


—No —la miró sorprendida—. ¿Por qué? 


—¿Sabes cuidar a un hijo…? En cualquier caso, de dónde ha salido ese niño.


—Ya te lo he dicho. Lo dejaron en la puerta de mi casa.


Anna Rose se iba acercando poco a poco a Mary. Salió de detrás de la barra. Su rostro blanquecino casi deslumbraba a pesar de que la luz que penetraba impasible por la puerta del bar, todavía entreabierta, resultaba pusilánime. Mary reaccionó instintivamente sintiéndose intimidada, protegiendo con su cuerpo al niño y girándose levemente como si Anna Rose pudiera suponer una amenaza para el niño. Anna Rose siguió acercándose.


—Es precioso, qué moreno. Tiene mucho pelo.


—Es mío —dijo Mary.


—Claro, claro. Solo quiero verlo. 


Mary se giró para mostrarlo, pero manteniendo la misma tensión. Lo tenía envuelto y recogido en la manta con la que había aparecido en la puerta del porche de su casa esa misma mañana. Arrullado como estaba, apenas se le veía la cara. Mary retiró parte de la manta y Anna Rose acarició su rostro. Sonrió. El niño estaba despierto. Los ojos sumamente abiertos parecían observar todo lo que le rodeaba. Anna Rose le besó suavemente la cabeza. El niño no reaccionó. 


—Es precioso —repitió Anna Rose.


—Lo sé. Anna Rose lo voy a cuidar con todo mi corazón. ¿Puedes decirme qué pone aquí? —le enseñó levantando ligeramente las muñecas sin soltar al bebé el papel que tenía entre las manos con las que sujetaba al niño y que había sacada de la improvisada cuna—. Estaba en la cuna, entre las mantas.


Anna Rose lo cogió con sumo cuidado para no molestar a Mary mientras sostenía al niño. Lo desdobló y leyó en voz alta: «Jeremy Rodrigues». 


—Debe ser su nombre.  


—Sí, es su nombre —dijo Mary más tranquila—. Pero el apellido está mal. Será Parson, mi apellido. Iré a la iglesia a bautizarlo en cuanto pueda. Jeremy Parson, hijo de Mary Parson, mi hijo.


No se le pasó ni por un instante que pudiese llevar el apellido de su marido. No era algo concebible para ella. Era su hijo. Su propio hijo, Jeremy. Anna Rose hizo una mueca. Sabía quién era Mary y quién era su marido. Podía reconocer cada una de las cicatrices que Mary escondía como podía, las visibles y las que habían hecho encallecer su corazón. El corazón de Anna Rose se encogió. Intuía lo que podría pasarle a Mary, a Mary y al niño si Robert, al verlos, reaccionaba tal y como ella intuía o, mejor dicho, sabía que haría. Mary aguantaría otra paliza más, fuese como fuese. Era un mujer dura por más que su aspecto pareciese delicado, pero el niño, el niño no sobreviviría ante un animal como Robert. 


—Mary, ¿quieres mudarte conmigo? —se lo dijo sin pensarlo dos veces, fue un impulso piadoso, casi un acto de caridad que le salió del alma a Anna Rose. 


Mary se quedó sorprendida, aturdida porque no sabía en realidad si lo que había escuchado era lo que había escuchado. No entendía, pero en lo más profundo de su ser quería entender. Estaba deseando decir que sí. Por un instante vio una luz en su vida cuyo significado desconocía, pero que le llenaba de esperanza, una esperanza que había enterrado hacía ya demasiado tiempo, hacía ya demasiadas palizas que su fe en la vida había desaparecido. Mary se emocionó, pero no dejó que las lágrimas surgieran de sus ojos. Había aprendido a controlar el llanto que le producía el dolor que le infringía su marido, pero no estaba preparada para soportar la emoción proveniente de la compasión. 


—¿Por qué iba a querer mudarme a vivir contigo? Tengo casa. Tengo marido. Tengo todo lo que necesito —lo dijo casi indignada, sorprendida por la propuesta. 


Seguramente si Anna Rose hubiera insistido, Mary se habría desmoronado y accedido, y seguramente habría sobrevivido más a su infame vida, pero Anna Rose entendió y Mary resistió. Arropó de nuevo al niño y le preguntó a Anna Rose si tenía algo que pudiera utilizar para cuidar al niño. 


—Cualquier cosa me vendrá bien —le dijo—. Cualquier cosa. 


Anna Rose negó con la cabeza. 


—Pero si quieres puedo ofrecerte leche o comida. Puedo conseguirla a buen precio. Seguro que encuentro algo para bebés. Seguro que…


—Nada, no te preocupes —le interrumpió Mary—. Si encuentras algo y te acuerdas, bien. Si no, pues nada…


Mary se dio la vuelta y se dirigió a la puerta que no acababa de cerrarse. Un aire gélido, como un maldito presagio, golpeó su cara. Arropó al niño y salió. Anna Rose se asomó tras ella. Ambas estuvieron a punto de llorar. Era la misma pena, pero ambas se contuvieron, ya tendrían motivos para sollozar. Debían ahorrar sufrimiento.


La mujer y el recién nacido regresaron a casa. El camino era corto. El pueblo era pequeño. Mary pasó por delante de la iglesia, pero no la miró. No quería siquiera imaginar que el padre John pudiera estar por allí, la viese y se interesase por el bultito que llevaba entre sus brazos. Ya no ansiaba su ayuda. Ahora el hijo era suyo y nada podría detenerla, «Ni tan siquiera Robert», pensó con una determinación inusitada en ella. Su paso era firme, más seguro de lo que nunca antes había sido. 





Imagen creada por el autor con IA.

En Trujillo a 11 de noviembre de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/

 

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