Otra vez el final. De nuevo el principio.


Ningún ruido le despertó. Ya no había más que dormir. Entreabrió los ojos, pero una luz muy potente le obligó a cerrarlos de nuevo. Consiguió acostumbrarse al blanco reflejo de la pared frente a la que se encontraba acostado protegiéndose con la palma de la mano y comprobó que entre el suelo y él no había nada, ni una maldita manta que le protegiese del frío que le helaba. Tal vez eso fue lo que le despertó, el frío. Estaba temblando y tiritaba. Desnudo. A duras penas consiguió levantarse, se sentía cansado pese a tener la sensación de llevar mucho tiempo tumbado. Se hallaba en una habitación blanca, de paredes blancas, de suelo blanco, sin techo. Podía ver el cielo azul despejado allá arriba, pero no le llegaban los rayos del sol. Las paredes eran muy altas, extremadamente altas. Desproporcionadamente altas. La estancia, sin embargo era pequeña, cuadrada de no más de dos por dos.

No recordaba nada de ayer, o de antes de ayer, vagos recuerdos de hacía una semana y su memoria parecía encontrar algún reflejo de meses antes. En su casa de alquiler, sin trabajo, desesperado, imposible para él pagar las facturas, a punto del desahucio, con numerosos requerimientos judiciales sobre la mesa de tablas de madera que él mismo se había fabricado con retales que expolió de la carpintería de donde le habían despedido no hacía mucho. Un último trabajo de apenas dos meses. Su mujer y su hija se habían marchado tiempo antes. No sabía nada de ellas. “Normal, qué podrían esperar de mí, de un fracasado”. Se había esforzado, había luchado todo lo que podía, tal vez era mala suerte, tal vez no recibió la educación que necesitaba o no tuvo una familia que le sustentase y confiase en él, el caso es que no pudo hacer lo que más deseaba, pintar. Sin embargo, al principio buscaba trabajo en algo relacionado con su pasión. Imposible, nadie quería pintores, nadie quería artistas, no servían para nada, “no servís para nada”, era la frase que repetidamente escuchaba cuando presentaba su currículo para algún trabajo, hasta que decidió eliminarlo de las escasas dos hojas que presentaba con su experiencia. También decidió quitar de las paredes de su casa todas las obras que había pintado y las dejó en un trastero compartido en el bloque donde residía. Finalmente las quemó, eran años de trabajo incesante, incansable, nocturno o diurno según le permitían las horas de vigilante, barrendero, portero o celador gracias a las que malvivía con su familia. Hizo una gran fogata en medio del campo adonde llevó todos sus cuadros en la furgoneta de un amigo –su coche había sido embargado hacía un par de semanas- y allí se quedó hasta que no quedaron más que cenizas. Desde entonces continuamente había sentido la tentación de coger los pinceles de nuevo, para él se trataba más de una necesidad, pero no podía permitirse el lujo de comprarlos, ni siquiera prescindiendo de lo más básico. Su dolor era indescriptible.

Y ahora se encontraba allí, dentro de una habitación sin techo, sentado con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la pared, sin oír nada más que el leve murmullo de aire soplando a gran altura. Comenzó a palparlo todo, quería saber de qué estaba hecho, pero no podía distinguir el material. No le parecía que estuviese frío, pero tampoco le resultaba especialmente cálido. Se levantó y comenzó  a golpear las paredes y el suelo de esa suerte de jaula en que se encontraba, no oída nada, ni siquiera sabía si había algo fuera que oír. Volvió a sentarse. Miró hacia arriba, parecía que se nublaba. “Lloverá”, se rió.  Las primeras gotas comenzaron a caer, las sintió en su piel y el frío volvió a aterirle. Se encajó en un rincón como pudo para protegerse del agua que parecía se encharcaba en el suelo, pero que sin embargo filtraba bastante bien “al menos ahora que son cuatro gotas”. Recordó que tenía sed y acuencó las manos para recoger algo de agua y beberla, le sabía raro, pero qué podía hacer. El estómago rugió cuando recibió el primer buche de agua, no solo tenía sed, estaba hambriento, pero no había nada que comer. La lluvia paró. El suelo se secó. Volvió a sentarse. No había segundos, ni minutos, ni horas que pasar, tan solo el cambio de claridad del cielo le servía de referencia y transcurrido algún tiempo comenzó a percibir en la parte más alta de la habitación algunos rayos de sol. Se alegró. Le sirvió para comprender que llegaba el mediodía, el sol se colocó sobre él calentándole, permitiéndole recuperar su temperatura corporal y se sintió feliz. Se tumbó en el centro extendiéndose todo lo que la pequeña habitación le permitía abriendo las piernas y los brazos hasta tocar las paredes. Se quedó dormido.

El calor abrasador le despertó, sentía los brazos y las piernas ardiendo, su pecho estaba al rojo vivo y la cara le quemaba. Se levantó y se refugió en un rincón donde comenzaba a aparecer algo de sombra. Unos temblores le sobrecogieron, “debo tener fiebre”. La noche cayó sobre él a plomo, no podía dormir, no sabía dormir. A pesar de su mala situación conservaba en su piso una colchoneta sobre la que se tumbaba para descansar y ahogar sus pensamientos con el sueño. Aquí, al tumbarse el rígido suelo le molía los huesos y no encontraba posición en que descansar. No entendía cómo había amanecido tumbado por la mañana. Finalmente se sentó en otro rincón donde apoyando la cabeza contra la pared consiguió conciliar algo de sueño.

A medianoche, al menos eso creía, despertó. Necesitaba orinar. Solo le quedaba un rincón “libre” y allí decidió aliviar su vejiga. El estómago volvió a rugir. El hambre no le dejó descansar hasta que nuevamente comenzó a amanecer. Intentó escalar como pudo, pero resultaba imposible, se resbalaba constantemente. Las uñas se le quebraron. Hasta donde sabía y recordaba solo había transcurrido un día allí. Necesitaba saber cómo había llegado o quién le había dejado en esa habitación. Pidió auxilio, gritó cuanto pudo, pero nada. No se trataba de una pesadilla, era una realidad, una realidad que no comprendía. Pasó otro día igual que el anterior, pero no llovió y la sed se sumó al hambre. Y el rincón que le sirvió de urinario se llenó de excrementos.  Otro día más transcurrió y algo de agua obtuvo de unas gotas que cayeron y que apenas le aliviaron. Intentó pensar, pero el hambre no se lo permitía. Trató de escribir con en las paredes, marcar siquiera los días transcurridos, pero sus dedos no dejaban señal alguna. Un día más y otro, y otro, y otro, solo el agua de lluvia le mantenía vivo, era perfectamente consciente de ello. Las costillas estaban marcadas, la cadera sobresalía sobre la inexistente cintura, las piernas y los brazos flácidos, solo con pellejo, le habían convertido en un esqueleto apenas vivo. Ya no se levantaba. Se mantenía acurrucado en un rincón del que casi no se movía, hasta que ya no se movió.

Pero los días siguieron transcurriendo y el agua caía unas veces más, otras menos y el sol brillaba con fuerza, unas veces más, otras menos. Incluso cuando ya no era más que un amasijo de huesos, algún pájaro comenzó a sobrevolar la extraña habitación y el aire depositó hojas que comenzaron a acumularse en el suelo y taparon el cadáver. El agua arrastró polvo y el cuerpo se cubrió de tierra. Comenzaron a brotar hierbas, flores, donde antes solo había un suelo blanco de un material desconocido. La vida había vuelto.


Mérida a 21 de diciembre de 2012.
Rubén Cabecera Soriano.

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