Ceguera.




- Acérquense, tenemos otro caso; hacía mucho tiempo que no se nos presentaba –indicó uno de los político-científicos del comité-; ahora deberemos iniciar el procedimiento de seguridad. – Todos los miembros del grupo de investigación de guardia se acercaron a contemplar el hecho inaudito que tanto tiempo hacía que no se veía. Algunos, los más jóvenes, no había visto un caso de esas características anteriormente, aunque sí que habían tenido la oportunidad de tratar a los afectados en las cabinas de reclusión mental que se habilitaron, hacía ya mucho tiempo, en alguna de las prisiones de máxima seguridad del estado.

Los años de universidad habían formado a un nutrido grupo de especialistas que idearon un procedimiento prácticamente infalible que permitía “convertir” la mente de cualquier persona y transformarla en una totalmente dócil. Este grupo creado por uno de los últimos gobiernos mal denominados democráticos, que decretaba más que gobernaba, gracias a su mayoría absoluta, consiguió unos ratios de conversión muy elevados y los años siguientes de control y seguimiento de los individuos convertidos resultaron tremendamente satisfactorios para la cúpula de poder, que consintió seguir financiando con excelsas partidas estos trabajos con el ánimo de perfeccionar el procedimiento de conversión. Dicho procedimiento se basaba en la repetición y el cansancio. El individuo, controlado mediante indicadores vitales que medían pulsaciones, actividad cerebral y analizado mediante complejos sistemas químicos monitorizados, era sometido a una serie de ejercicios que se repetían continuamente, sufriendo el paciente un estricto régimen alimenticio y de descanso que impedía que tomase agua o alimento o que durmiese mientras no superase cada fase de la instrucción. Por supuesto el paciente podía intentar engañar en el proceso, pero su actividad cerebral le delataba requiriéndosele nuevamente en el procedimiento de conversión para aquel estadio en que se había producido la “supuesta” conversión.

Uno de los ejercicios más simples, pero no por ello menos difícil de superar (de hecho correspondía al estadio de conversión número cinco y cinco eran precisamente las fases del proceso) requería posicionar al individuo frente a una pared blanca, sentado en una silla con las manos y los pies inmovilizados, mientras un altavoz ubicado tras él repetía sistemáticamente la pregunta “¿de qué color es la pared?”. Unos sensores colocados en la garganta del paciente interpretaban inmediatamente la respuesta. Si esta era “blanco”, la pregunta se repetía automáticamente. Si el paciente no contestaba, la pregunta se repetía automáticamente. Si el paciente respondía alguna frase incoherente con respecto a la cuestión planteada, la pregunta se repetía automáticamente. En realidad el paciente no sabía cuál era la respuesta válida, aunque intuía, por el proceso sufrido previamente, que debía ser la contraria al color que su retina percibía, pero si la decía sin convicción real, es decir si respondía “negro” sin creer con absoluta certeza que era negro, la pregunta se repetía automáticamente. Normalmente el punto de inflexión lo determinaba el cansancio antes que el hambre o la sed. El paciente llegaba a un estado en que su cerebro literalmente cedía a los estímulos y realmente creía estar viendo una pared negra cuando objetivamente estaba pintada de blanco. Esta fase se denominaba “de entrega” y el paciente pasaba a una última etapa donde se le presentaban imágenes, textos o cualquier información que el procedimiento computarizado considerase apropiado para el individuo sometiéndole a una serie de estímulos adicionales para que dicha información fuese interpretada en el sentido que el sistema, administrado por los intereses de los gobernantes, requiriese.

No todos los ciudadanos debían someterse al procedimiento de “conversión” o, como los grupos subversivos denominaban, de “ceguera”. Algunos realmente creían ciegamente aquello que el gobierno les presentaba coadyuvados por los medios de comunicación o de “manipulación” como dichos grupos sediciosos designaban. Otros ciudadanos, “no creyentes” o supuestamente no creyentes, que eran detectados y no superaban los numerosos controles mentales que el gobierno, a modo de fronteras de pensamiento, establecía por todo el territorio (además de los controles móviles y sorpresivos que, desde una sistema judicial laxo y al servicio de los poderosos, permitía a la policía del pensamiento parar a cualquier ciudadano y someterle, sin ningún tipo de autorización previa, a un “test mental de filiación”) eran llevados a los “centros de conversión” donde se les sometía al procedimiento normalizado para obtener los resultado deseados y devolver al ciudadano a la sociedad “convertido” o… ciego.

Existían algunos individuos inconvertibles. Estos eran pocos, muy pocos, la verdad, puesto que el sistema que, inicialmente tenía una carga productiva muy elevada, fue consiguiendo, mediante procesos educativos llevados a cabo desde edades tempranas, que los individuos “no creyentes” fuesen cada vez menos. Estos inconvertibles requerían un tratamiento especial, pues su poder de convicción era tal que, incluso llevados a situaciones de hambre, sed y extremo cansancio, resultaban imposibles de convertir hasta el punto que el comité científico encargado de su proceso debían pararlo para evitar su muerte. En este caso el individuo era sometido a un juicio sumarísimo en el que se le condenaba a sufrir el mayor castigo que el código penal establecía para los inconvertibles que, evidentemente, eran considerados delincuentes peligrosos. Este castigo era la ceguera, una ceguera auténtica, física, real, que impedía que el inconvertible pudiese ver. Inicialmente, tras someter al individuo a la operación que le dejaba ciego, era puesto en libertad, devuelto a la sociedad como ejemplo de condena pública (de ahí el sobrenombre de “ciegos” que se les daba a los convertidos), pero finalmente se convencieron de que la condición de inconvertible no podía ser suprimida mediante ejemplarizantes condenas y resultaba inherente en el individuo que la “sufría”, así que debían sacarlos de la sociedad y eran encerrados en centros especiales de reclusión mental, donde, ciegos, seguían un lento proceso de “apagado mental” hasta alcanzar a su muerte.

Ciertamente hacía ya muchos años que no aparecía un “inconvertible” y el científico que estaba protocolizando el proceso de conversión del “no creyente”, detenido en un control mental rutinario, dio la alarma cuando en la fase de “la pared blanca” sus parámetros vitales estaban a punto de colapsar y provocar la muerte del individuo. El comité se reunió en la sala de control y decidieron que repetirían la prueba tras permitirle al paciente un breve proceso de recuperación para recobrar algunas fuerzas. La repetición del ejercicio produjo el mismo resultado con lo que, ineludiblemente, se encontraban frente a un “inconvertible”. Debía iniciarse con urgencia el proceso preparatorio para el juicio.

- Avisad al presidente –indicó el jefe del comité político-científico-, es un hecho reseñable que no puede pasar desadvertido para él; todavía existen inconvertibles.


Foto: leyendas-de-oriente.blogspot.com.es

Mérida a 29 de diciembre de 2012.
Rubén Cabecera Soriano.

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