Proyecto ganador del concurso para los Quioscos de la Plaza España de Mérida
Proyecto ganador del concurso para los Quioscos de la Plaza España de Mérida
Proyecto ganador del concurso para los Quioscos de la Plaza España de Mérida
Propuesta presentada por aiuEstudio al concurso para los Quioscos de la Plaza España de Mérida
Propuesta presentada por aiuEstudio al concurso para los Quioscos de la Plaza España de Mérida
Propuesta presentada por aiuEstudio al concurso para los Quioscos de la Plaza España de Mérida
Propuesta presentada por aiuEstudio al concurso para los Quioscos de la Plaza España de Mérida
Debo comenzar esta
entrada pidiendo disculpas. Habitualmente trato temas de carácter social,
político o cuento relatos con mayor o menor destreza, pero procurando, eso sí,
encantar a los lectores intentando proporcionarles, aunque solo sea por un
instante algo de placer —entiéndase en el plano espiritual, pudiendo tener, por
qué no, alguna connotación física—. Sin embargo, en esta ocasión el tema que he
elegido tiene que ver con lo social y lo político, sí, pero también con la
profesión a la que me dedico y que, por ahora, me da honrosamente de comer,
esto es, la arquitectura. Reconozco que ocasionalmente recurro a este tema que
me apasiona para contar algún relato en el que el protagonista sea la
Arquitectura Natural, asunto este en el que creo que la sociedad debería poner
más interés y que debería conformar nuestro espacio habitable futuro, pero hoy
no es el caso. Hoy hablaré de los concursos de arquitectura. De los que
organiza la Administración. Hablaré de lo absurdo del concepto en sí y de lo
injusto que puede llegar a ser. Intentaré convencer a los pocos que me lean,
entre los que sé que hay gente vinculada a distintas administraciones —tengo la
sensación de que muchos de estos no necesitan ser convencidos de lo que voy a
contar— para que, si tienen oportunidad, utilicen sus influencias, mayores o
menores, para convencer a los políticos —que de estos creo que me leen menos— e
intentar cambiar el sistema de contratación mediante concurso público. Todo esto
lo hago porque me siento indignado y sé que mis protestas no verán otra luz que
la del reconocimiento de algunos, los más cercanos, y el alivio personal que
sentiré en mi desahogo.
Los hecho en
general discurren así:
La Administración
necesita resolver un problema para el que requiere de los servicios de un
equipo técnico con cierta cualificación por una cuantía económica concreta que
supera unos mínimos establecidos por ley y que le obliga a promover un
procedimiento de contratación mediante un concurso público. En primer lugar, la
Administración sabe que la cuantía de esa prestación de servicios será alta
porque tiene unos técnicos especializados dentro de la propia administración
que, cuando se detecta una necesidad, llámese en el ámbito de la arquitectura,
una biblioteca, un hospital o un colegio, que le dicen, vía informe, la cuantía
de los honorarios a contratar para esa prestación de servicios que debe
resolverse antes de ejecutar la obra para redactar el proyecto que servirá de
base para la misma. Es decir, que hay un técnico especialista, funcionario para
más datos, que le dice a la Administración, entiéndase aquí el político de
turno que ha detectado la necesidad de ejecutar cierta obra, cuánto dinero
cuesta contratar los servicios técnicos de, en este caso un arquitecto, para
redactar el preceptivo proyecto que servirá, posteriormente, para ejecutar la
obra. No toca en este texto analizar qué hace que sea necesario ejecutar qué
obra en qué lugar, esto daría para muchas, muchas páginas. Por tanto ya se sabe
cuánto cuesta ese proyecto, puesto que ese análisis se realiza en función del
programa de necesidades que recogerá el futuro edificio, su superficie, su uso,
etc., y eso, claro está, lo debe tener claro la Administración porque debe
surgir de la demanda del administrado. Perfecto: sabemos el precio del proyecto
porque lo ha estimado un funcionario de la Administración y resulta que esta
cuantía es lo suficientemente importante como para que, acorde a la ley, se
resuelva mediante un procedimiento de concurso público. Lógico y coherente, el Gobierno,
ya sea local, regional o nacional, en manos de los políticos, debe velar por la
buena administración de los fondos públicos —entiéndase esta frase con cierta
sorna a la vista de las noticias que, a diario, invaden nuestra vida—. Además,
la ley, con el ánimo de evitar la discrecionalidad, mejor dicho, la
arbitrariedad, a la hora de seleccionar al equipo técnico elegido, establece que
su elección debe ir fundamentada en una valoración objetiva. Fantástico. Ahora
bien, ¿qué es una valoración objetiva? Comienzan los problemas. ¿Cómo valorar
objetivamente un proyecto que responde a un programa funcional concreto con
unos requerimientos mínimos, al margen, claro está, de la obligada solvencia
técnica? Pues está claro, con la oferta económica. El más barato es el que mayor
puntuación obtiene. Hombre, que magnífica idea. Desearía conocer al lumbreras
que ideó semejante patraña, para ayudarle a simplificar los procedimientos
denominando a este SUBASTA, y no concurso puesto que es en lo que termina
convirtiéndose ya que es prácticamente imposible remontar unas bajas del orden
del cuarenta por ciento, porque veamos, ¿no habíamos dicho que era la propia
administración la que fijaba la cuantía de licitación mediante sus funcionarios
para determinar que el procedimiento de adjudicación debía ser el de concurso?
Sí, eso es, pues entonces, debo ser idiota porque no entiendo a cuento de qué
se pide que se oferte una baja sobre ese importe. Ah, bien, perdón, es porque
necesitamos criterios objetivos para valorar las ofertas técnicas, al margen
del anteproyecto —o proyecto básico en algunas ocasiones se pide, siendo esto
una auténtica barbaridad por la carga de trabajo que supone— que se presente.
En este punto, si yo fuera técnico funcionario me sentiría humillado. No sirve
de nada tu trabajo, ya te anticipo, porque luego será la baja del licitador la
que termine por establecer el precio final. Pero además, yo haría una llamada
al prurito de todos esos funcionarios para hacerles ver que si ellos han
establecido un precio y en las mesas de contratación ellos mismos o compañeros
suyos aceptan proyectos con bajas de hasta ese cuarenta por ciento indicado,
solo encuentro dos explicaciones, a saber: el funcionario que fijó el precio no
tiene ni pajolera idea de qué va el asunto —me consta que no es así en la
mayoría de las ocasiones—, o el funcionario que propuso dicho importe tenía la
esperanza de sacar tajada y en esto no tengo ninguna duda, al menos entre los
funcionarios que yo conozco no se da, aunque ya tenemos a los corruptos que
idean mecanismos más o menos sofisticados para sacar jugosas cuantías de otro
tipo de contratos. En cualquier caso, la absurda objetividad económica de estos
procedimientos, al igual que ocurre con los sacramentos, imprime carácter, de
tal forma que prácticamente no es posible levantar con una buena propuesta
técnica una oferta económica imprudente —fíjense que no utilizo el término
temeraria, porque tiene implicaciones legales que podrían invalidar el
procedimiento, aunque este hecho sea prácticamente imposible a tenor de la
facilidad que da la Administración a la hora de justificar cualquier oferta
económica—. De otra parte, verán ustedes que no entro siquiera a analizar el
hecho de que el resto de cuestiones de carácter técnico que son susceptibles de
ser valoradas en un procedimiento de adjudicación vía concurso público y que complementan —por no
utilizar un término más vehemente— a la oferta económica se realizan con el
nombre del equipo técnico a la vista, lo cual podría dar pie a malas
interpretaciones o, al menos, ya que dichas cuestiones son valoradas desde un
punto de vista subjetivo, sorprendente para mí, a cierta discrecionalidad
—permítanme que conserve el matiz prudencial del término— a la hora de realizar
dicha evaluación. Es más, a día de hoy sería absurdo pensar en una transparente
licitación bajo lema como la que se convoca en los concursos con intervención
de jurado, sin que este hecho implique directamente alguna irregularidad en el
procedimiento, ya les digo que confío plenamente en la honradez de los
trabajadores públicos. Verán por qué.
En ocasiones se
considera necesario recurrir a la intervención de un jurado —benditos sean los
arquitectos de reconocido prestigio, profesores de escuelas de arquitectura con
exalumnos predilectos que serán de reconocido prestigio en breve ya que en
esto, como en todo, existe un elevado grado de corporativismo— que asegure un mínimo
de calidad arquitectónica en las propuestas. Son, en cierto modo, un valioso
contrapunto a la barbarie que el criterio objetivo económico puede provocar. Porque,
no nos engañemos, yo, que considero —e incluso apelo— a la inteligencia de los
técnicos de la Administración, si han valorado un proyecto en mil y se contrata
por seiscientos, deben ser conscientes de que, o no es viable su ejecución, o
la calidad de dicho proyecto debe ser, cuando menos, cuestionable. Y esto
redunda en el precio final de la obra que posiblemente se terminará disparando.
Considero que un ejercicio muy interesante, objeto de una sesuda y presumiblemente
irreverente investigación, sería elaborar un informe en el que se reflejase
para las obras que requieren proyectos contratados bajo concurso: a. Importe de
licitación de la prestación de servicio de arquitectura; b. Importe de
contratación final de dicho concurso; c. Importe de licitación de la obra que
se va a construir con el proyecto contratado en b.; d. Importe de adjudicación
de dicha obra; e. Importe final de la obra, incluyendo sobrecostes, tanto de la
obra en concepto de liquidación, reformados y modificados varios, como incluso las
posibles ampliaciones de contrato al técnico. En este sentido, con los
resultados, podríamos contrastar las bondades o veleidades de este tipo de
contratos, pero permítaseme anticiparme diciendo que a la Administración le
sale caro contratar así. Ojalá me equivocase. El caso es que en este tipo de
concursos los licitadores suelen presentarse bajo lema. Es una forma de,
digamos, preservar la integridad del procedimiento y eso está muy bien, aunque
hoy en día resulta difícil preservarla a tenor de la gran cantidad de
información que existe sobre los distintos equipos que permite con relativa
facilidad reconocer el trabajo de algunos porque los criterios de
representación y las ideas desarrolladas son, en gran medida, conocidas. A
pesar de ello, me parece que la utilización del lema es un bonito ejercicio de
transparencia cara a la galería y que, llevado a rajatabla, preserva la
integridad del procedimiento.
Pues bien,
introducido el tema en cuestión, y hablo desde la experiencia pues ya son más
de treinta —pueden descargarse nuestro dossier con una selección más abajo—, leen
bien, 30, en casi quince años de profesión, paso exponer mi ferviente credulidad,
rayana en lo fanático y seguramente en lo absurdo, de este tipo de
procedimientos de contratación, puesto que, como podrán observar venimos
presentándonos con cierta asiduidad a los mismos. Digo que soy ferviente
creyente de este tipo de procedimientos porque llevados a cabo con seriedad y depurando
el sistema, me parece la forma más justa de contratación de un proyecto que la
Administración debe llevar a cabo con cuantías económicas de cierta
envergadura. Por eso seguimos y seguiremos presentándonos. Nuestra suerte ha
sido dispar —esto es una perífrasis para decir que no ha sido buena, aunque no
podemos quejarnos—. De hecho, cuando hemos ganado algún concurso, y lo hemos
hecho, limpiamente, créanme —lo cual me da esperanzas—, por circunstancias
ajenas a nosotros, no se ha ejecutado la obra, pero eso es harina de otro
costal. Lo que sí que puedo asegurar es que cuando nos presentamos a un
procedimiento de estas características lo hacemos con total implicación y
responsabilidad por el trabajo que hacemos GRATUITAMENTE para la
Administración. No pueden imaginarse, si son profanos en la materia, las horas
y el esfuerzo que supone presentarse a un concurso convocado por la
Administración para contratar un proyecto de construcción de algún edificio. No
se lo pueden imaginar. Son semanas enteras de dedicación casi permanente para
obtener el mejor resultado posible que se ofrece de forma desinteresada al
organismo convocante en la esperanza de que toda una suerte de coincidencias
concurran para resultar adjudicatario. Si me preguntan cuánto le cuesta a un
estudio de arquitectura presentarse de forma responsable a un concurso,
prefiero no saberlo, en alguna ocasión me propuse contabilizarlo, pero la cifra
desorbitante —somos un estudio pequeño y los más de diez mil euros que iban
saliendo supone para nosotros un esfuerzo económico difícilmente asumible— que
iba creciendo más y más me hizo desistir.
Para ganar un
concurso de arquitectura convocado de forma transparente y legítima por la
Administración deben darse toda una suerte de casualidades: el primero de estos
factores es la suerte, sí, suerte, como cuando se juega a la lotería, esto es
una desgracia, pero es cierto que es un factor a tener en cuenta; el proyecto
debe ser muy bueno, este es el segundo, excelente, diría yo, pero sobre todo,
debe caer en gracia de los técnicos que van a valorarlo y ahí es donde entra el
factor fortuna indicado anteriormente, por este motivo resultar entre los cinco
primeros es un auténtico triunfo porque de entre esos cinco cualquiera que gane
será merecedor del premio; la presentación de dicho proyecto en los
correspondientes paneles debe ser exquisita, puesto que es necesario convencer
a una serie de miembros del jurado de que la propuesta que presentas está
sustentada en una idea creíble, realizable y viable, este es uno de los
factores más complejos y delicados, aunque en ciertos procedimientos este
esfuerzo queda relegado a un segundo plano por el subsiguiente factor; que no
concurra al concurso, si se requiere oferta económica para el mismo, ningún
equipo temerario capaz de hacer bajas por encima del cuarenta por ciento —ya el
treinta o el veinte es una aberración porque suponemos que se ha hecho un
estudio previo por parte de la Administración—, en estas condiciones, es
materialmente imposible, en especial si se utilizan fórmulas lineales para la valoración,
remontar la puntuación que la oferta económica supone. Tengo claro, y esto es
una EXIGENCIA que todos los que concursamos deberíamos hacer, que la
administración debería publicar, al menos en internet, los trabajos presentados
con su contenido íntegro y las ofertas económicas de los mismos. Es lo mínimo
que debe hacer la Administración como reconocimiento al inmenso esfuerzo de los
licitantes. Esto debería estar reglado por ley y aquí los Colegios
profesionales deberían ejercer convenientemente su labor.
Por tanto, ganar un
concurso supone un mérito tremendo digno de los mayores elogios y es en este
punto donde paso a analizar el último concurso al que nos hemos presentado
desde aiuEstudio. Se trata de los quioscos para la plaza de España de Mérida. No
hemos ganado. Esto no es noticia, es lo normal, lo habitual, lo coherente como
bien sabrán los que no juega a la lotería. Vaya por delante mi reconocimiento
al ganador. Sin embargo, cuando no ganamos un concurso nos gusta reconocer en
el ganador un potente trabajo, puesto que eso nos hace dignos perdedores. En
este caso comprobar este hecho ha supuesto una tremenda decepción. Lo primero
que tengo que hacer es reconocer al vencedor del concurso y acto seguido pedir sinceramente
disculpas al mismo por lo que tengo que decir. Lo siento José Javier Sánchez
Sánchez. No sería objetivo si dijese que nuestro proyecto es mejor, no caeré en
esa tentación porque no lo es, de hecho así lo demuestra el fallo del concurso.
Ahora bien, sí que puedo confirmar que nuestro trabajo es más profundo, más
extenso, más elaborado y mejor presentado que el del vencedor. Esto es un hecho
objetivo que manifiesto desde la máxima humildad. Cuando uno se ve batido por
un compañero en un concurso espera que esto ocurra con un proyecto magnífico,
sobresaliente, en el que se reconozca profunda reflexión y una idea
trascendente que a ti no se te había ocurrido. Esto se muestra gracias a los
paneles de presentación de dicha idea. Aquí, yo, que me dedico a estos
menesteres, no existe un reflejo real de lo que debe subyacer en el proyecto.
En estas circunstancias uno se siente decepcionado, no como perdedor, que a eso
uno se acostumbra, sino como administrado al que la Administración defrauda,
decepciona. No me resulta creíble, me cuesta mucho entender que una presentación
mediocre —nuevamente pido disculpas— pueda resultar ganadora de una propuesta
que terminará coronando uno de los espacios públicos más representativos de
Mérida, mi ciudad. Resulta difícil pensar que entre los 16 proyectos restantes
no exista ni uno solo que mejore dicha propuesta y no hablo, claro está, del
que nosotros hemos presentado porque faltaría a la humildad con la que
afrontamos sistemáticamente estos procedimientos. Ahora bien, si este concurso
de ideas bajo lema y con intervención de jurado se ha resuelto por una cuestión
económica, es decir, por la baja, tengo la esperanza de que los arquitectos de
reconocido prestigio que han participado como jurado en el mismo, tenga la
decencia de pronunciarse al respecto. Yo, al fin y al cabo, no soy más que un
arquitecto que desarrolla de la forma más profesional posible su trabajo día a
día y tendré que superar esta decepción, no por no resultar vencedor, sino por sentirme
engañado con un concurso ganado por una propuesta cuya idea está por comprobar,
puesto que no se aprecia en los paneles de presentación, y que difícilmente
podrá mejorar la de alguno otro de los concurrentes. Ojalá la Administración
aprenda de estas circunstancias, aunque, como no podía ser de otra forma, le
deseo la mayor de las fortunas al proyecto y, por descontado, al arquitecto
redactor que la idea que debe subyacer tras su presentación resulte magnífica y
merecedora de todo elogio para coronar un espacio tan emblemático como lo es la
Plaza de España de Mérida.
DOSSIER DE
CONCURSOS DE AIUESTUDIO:
Imágenes: www.merida.es, www.aiuestudio.com
En Mérida a 27 de julio
de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.