Hay gente buena y gente mala. Los buenos en general tienen un problema: no son capaces de ser malos. Pero esa no es la única contrariedad a la que se tienen que enfrentar por trascendente que sea; otra es que se dan perfecta cuenta de quienes son malos. A veces pueden existir incertidumbres acerca de la bondad de otros, pero si esos otros son malos, entonces no les cabe duda alguna, los reconocen a la primera de cambio, tal y como les ocurre a los malos con los de su calaña. Es decir, la maldad es fácilmente reconocible. La rabia que se imprime en los buenos cuando contemplan esta actitud les concome y carcome el interior cuando ven el comportamiento de aquellos que cometen actos viles, entonces se llenan de ira que son incapaces de liberar, pero, además de todo eso, que ya es de por sí bastante malo, los malos pueden ser atrozmente abusivos contra ellos, incluso aunque los buenos sean conscientes del abuso; así de absurdos son sus valores en ciertas ocasiones.
Por muy simple y pueril que pueda parecer la clasificación buenos y malos, es certera. Entre los buenos, no suele haber matices ni medias tintas: son buenos siempre. No quiere decir que los buenos sean estúpidos. Como he dicho antes, son conscientes de la maldad de los demás, aunque no siempre sean juiciosos con su propia bondad. Pueden tener arranques de vanidad —no llegan mucho más allá en su maldad— y en algunas ocasiones cometen actos fútiles, sin ser, en general, conscientes de ellos, que reprobarían para con otros. En estos casos, si llegan a cometer esas leves fechorías y son descubiertos, elucubran pobres excusas o reconocen la culpa de forma humilde para, enseguida, someterse a juicio ajeno y consienten el pago de las consecuencias que sean sin permitirse el lujo de ir más allá de una queja amarga y pobremente justificada de sus actos regresando irremisiblemente a la senda de la bondad. En contadas ocasiones los buenos cometen fechorías, muy leves en general, de forma consciente. Casi siempre se trata de nimias felonías sobrevenidas por la rabia que les produce lo que ven en otros, en los malos. Tomar esas decisiones les produce una enérgica disputa moral que no siempre superan y cuando lo hacen el sentimiento de culpa les corroe. Si se sobreponen, una profunda vergüenza les embarga que tardan mucho en liquidar porque necesitan volver a la senda de la bondad, aunque antes deban expiar su culpa. Eso sí, corren el riesgo de no encontrar o no querer encontrar ese camino de vuelta, lo que supone la pérdida de la rectitud de la bondad y confirma el tránsito al sinuoso camino de la maldad.
Los malos no pueden ser malos siempre —la maldad, que siempre se acompaña de mentiras, debe ser muy cansada—. No quiere decir, sin embargo, que sean buenos: hay comportamientos que no implican a ninguna de las dos actitudes. Aunque también pueden llegar a ser buenos, pero no suele ser una bondad sincera ni desprendida, salvo en contadas ocasiones o con contadas personas. Tras sus comportamientos, en apariencia bondadosos, se esconden intereses espurios que antes o después se cobran. Es decir, son capaces de esconder tras aparente bondad comportamientos y actitudes malas. Los comportamientos maliciosos con los que estas gentes buscan el provecho propio a través de otros son de dos tipos: simbióticos y parásitos. En el primer caso, el malo busca el provecho sabiendo que deberá devolver el favor. No suelen ser estos casos los más habituales entre buenos y malos. Cuando el malo quiere sacar provecho del bueno, su actitud es parásita. No le importa el daño que pueda causar en el bueno si obtiene su provecho, su poder, su dinero. Si la consecuencia final es el desmiembre del bueno, no le llega al malo ni tan siquiera para una mirada de consuelo o acaso pena. Se tiene el malo buen cuidado, sin embargo, cuando quiere sacar provecho de un bueno que ostente más poder. Busca las vueltas el malo en estas circunstancias para alcanzar su deseo por la vía simbiótica ofreciendo, normalmente más de lo que realmente puede dar, pero cuidándose mucho de engatusar a su víctima y comprometerla de algún modo tal que tenga escapatoria en caso de desavenencias o revelación de la fechoría.
Estas malas gentes, enfermizamente malas, cuando se aprovechan o intentan aprovecharse de los demás, miran cuidadosamente si sus víctimas son bondadosas o de su calaña. Lo hacen para tener en consideración el nivel de cuidado y de detalle que adquiere su comportamiento para alcanzar su reprobable beneficio. Con los buenos pueden ser menos cautos, menos sibilinos, saben que van a alcanzar alguna de sus fibras sensibles a través de las que conseguirán su objetivo simbiótico o parásito, mientras que si se enfrentan a otros como ellos sus elucubraciones son más minuciosas y cuidadas porque temen —en el fondo están llenos de temor— ser descubiertos y si el afectado es más poderoso y su acción intentó ser parásita —cosa de la que se cuidan mucho—sufrirán un terrible castigo, mientras que si su maldad fue simbiótica, saben que tardarán en saldar la deuda que multiplicará con creces su acto, pero aún les quedará esperanza.
Hay, sin embargo, una escala de maldad que está por encima de todas y es la de aquellos que abusan sin resquemor dentro de colectivos donde hay tanto buenos como malos. Lo hacen porque tienen el poder para hacerlo, pero también porque encuentran resquicios en el sistema que les permite obrarlo saliendo impunes y, por supuesto, porque saben que sus cómplices —que son en ocasiones necesarios y siempre suficientes— les respaldarán en un acto de fidelidad y lealtad sinsentido que solo se comprende con el beneficio tácito —simbiótico— de aquellos. En estos comportamientos malignos los beneficiados actúan de forma parásita para con todos, todos sin excepción —y eso debería ser su perdición, debería…—. Suelen estas crueles y perversas personas ser políticos despreciables a los que nos les importa el abuso de su poder y posición y que someten a chantaje y extorsión a diestro y siniestro amparándose en su situación de privilegio. Pues bien, contra estos, con nombres y apellidos, cero tolerancia y actuación automática de oficio. Porque si el hecho de que roben, engañen o se aprovechen de los demás es grave, aunque por grande que sea el robo, su incidencia proporcional es pequeña, el problema real no es el hecho en sí, sino el desgaste al que someten a las instituciones —incapaces de funcionar de forma autónoma— y la desconfianza que generan en los ciudadanos que ven cómo la mentira se instala cual hábito sin castigo y encuentran una única salida posible: comenzar a cometer sus propias fechorías, por leves que sean, para «equilibrar» siquiera de forma sutil el parasitismo al que demasiados políticos nos someten.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 25 de mayo de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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