Reconozco una
contenida admiración por usted, señor Pérez-Reverte: admiración por su obra literaria,
de la que me considero asiduo lector —en el tintero tengo aún la Jodía Pavía,
pero quiero corroborar antes de adquirirla, que la cosa no está muy allá, que
no es el mismo magnífico relato del 2000, aunque confieso que me pone mucho esa
caricatura de Francisco I sudoroso, buscando palabritas con las que explicar su
prisión en Madrid a su mamá; y me permitirá que no adquiera Todo Alatriste,
porque, una a una, tengo leídas en papel todas y cada una de estas novelas—; y también
admiración por su obra periodística que muestra y demuestra su compromiso con
un trabajo noble, aunque hoy emputado
—usted, como miembro de la Real Academia Española, entenderá la licencia no
pronominal— y perentorio por y para la sociedad. Decía antes también que esa admiración
es contenida, porque, de no ser así, sería un bobalicón, ferviente y fanático
seguidor —o fan que dicen ahora— sin personalidad y manipulable, y eso, comprenderá,
no lo quiero, ni seguramente lo querría usted porque evita así asaltos
callejeros, bolígrafo en mano y libro escrito por usted en la otra, para
pedirle que autografíe la primera página con dedicatoria incluida. Por mi
parte, de darse semejante encuentro, preferiría un café —té para mí, por favor—
y una charla, más o menos larga, según la disponibilidad de cada cual, para
disfrutar recordando algún pasaje de la historia o poniendo verde a los
políticos de turno, que ese no es mal deporte.
Leí allá por julio
de 2007 —la fecha ha sido revisada, no tengo tan buena memoria— una de sus
Patentes de Corso titulada Mujeres como las de antes. Aclaro, en consecuencia,
que interpreto su contenido contextualizado como en su momento lo estuvieron
las actuaciones de los Blake, Drake, Cook o Hawkins. No me gustó. No era
cuestión de estilo, impecable como siempre y reconocible como merece, sino que
fue el contenido lo que me chirrió: las mujeres no son como las de antes ni
como las de ahora, son mujeres y punto. Las hay verdes, azules y amarillas, eso
es objetivo, al igual que ocurre con los hombres, y también las hay altas,
bajas, gordas, flacas, guapas y feas; todo esto último es más subjetivo porque
toca comparar, pero no difiere en gran medida de lo que ocurre con el sexo contrario
—no el género, le doy la razón—, aunque en esta lectura podríamos comenzar a
introducir numerosas variables entre las que cabría destacar la evidente cosificación de las mujeres. Sin embargo, en lo que a la educación y a las
oportunidades se refiere, las diferencias entre hombres y mujeres son fácilmente
contrastables y desgraciadamente demostrables, aunque quiero creer que poco a
poco se van diluyendo, acompañadas, eso sí, de alguna extraña suerte de leyes
que, muy posiblemente, fomenten más bien la desigualdad, pero ¿qué podemos
esperar de nuestros legisladores, cuya finalidad no es otra que no coger frío
en sus posaderas? En definitiva, no hay mujeres como las de antes porque si
antes había una mujer que respondía a ese estereotipo era consecuencia de una
situación extraordinaria que en la actualidad no debería llamarnos la atención.
A pesar de todo esto, el tiempo me descubriría mi equivocación interpretando su
texto. De otra parte, no creo que sea justo acusarle de machista, como alguien
se ha atrevido a hacer, por muy libre que sea de hacerlo, porque ha resaltado usted
de forma pública y en repetidas ocasiones las virtudes y valores de las mujeres
como, seguramente, ninguna o ningún —que también hay hombres con este perfil—
feminista llegará a hacer nunca.
El caso es que recientemente
leí No era una señora y comprendí mi error con Mujeres como las de antes. Esas
mujeres a las que hacía referencia en el 2007 han mutado en las no señoras del
2016, y la culpa es nuestra. Sí, nuestra. Seguramente seamos más responsables
unos que otros, pero no deja de ser un adeudo de todo el sexo masculino con nuestro complementario —lo
justo es incorporar también aquí, con matices, al sexo femenino—. Hemos logrado, léase como plural sociativo, con ciertas
actitudes que promulgaban los valores con los que nos bien-educamos algunos, que
muchas mujeres educadas en esos mismos valores o en los heredados se trasformen
en bobas, pero la culpa, como digo, es nuestra, solo nuestra. Hemos convertido a mujeres sometidas en mujeres dominantes e intolerantes, y realizar un gesto, un
simple gesto de respeto y educación puede convertirse en un acto ofensivo según
para quiénes. Es una actitud defensiva, reivindicativa y posiblemente
justificable, así pues, no las culpo, no. Las mujeres han sufrido
históricamente más de lo que debían, por más que me puedan parecer exageradas ciertas
reacciones y, vaya por delante, que ante ese mismo umbral, mi gesto habría sido
idéntico, tanto para ella como para cualquier otro, y, muy probablemente mi
reacción ante su fanatismo, idéntico al suyo señor Reverte.
Otra cosa son los
dimes y diretes que surgen, y las reacciones que suscitan comentarios de
hombres como usted, de reconocido prestigio e influencia pública, en el vulgo
que somos nosotros —como me incluyo en esa caterva, permítame aclarar que no
tiene connotaciones peyorativas—. Aquí es fácil recurrir al populismo que tanto agrada a ciertos sectores de la sociedad. Y leí a Barbijaputa, que sin caer en ese cliché, con su inteligente y
aguda versión del encuentro en el umbral de la librería en el que se
personifica en la mujer a la que usted cedió el paso, aclara los motivos por
los que denomina machista su comportamiento. Magnífico, bravo por Barbijaputa,
sencillamente me encantó la réplica y que conste que este escritor o escritora
—vaya a ser que la ofenda, de ser mujer, si solo utilizo el género masculino— no
siempre es santo de mi devoción —recuerde que no me considero bobalicón y no
tengo por costumbre dejarme influenciar por facilismos literarios—. Seguramente
son los gajes del oficio a los que usted, más que nadie por usar la verdad, su verdad, como arma arrojadiza sin tapujos, se ve sometido de
ordinario, pero hay que reconocer que este prosista —maravillosa la riqueza del
lenguaje que te permite usar palabras ambivalentes en género frente a la indefinición
que ofrece el pseudónimo— ha dado en el clavo. El caso es que Barbijaputa viene
a decir con mayor sagacidad y menos benevolencia, aunque haya manipulado los
matices, lo mismo que yo he reflejado en los párrafos anteriores y que también
usted ha venido diciendo en numerosas ocasiones como aquella de 1994 acerca de
las Mujeres de armas tomar: son magníficos seres, fuertes como nadie,
sufridoras, valientes y, además y por si fuera poco, paren o más delicadamente, como me gusta a mí, dan la vida.
Todo tiene, en
definitiva, al menos, dos versiones, y los extremos son nocivos, nefastos, solo
provocan odios y represalias y, por supuesto, nunca reflejan el pensamiento de
la mayoría. Desgraciadamente la mujer se ha visto y se ve sometida al poder y
mandato del hombre —es obvio que en algunas sociedades este sometimiento es más
denigrante y beligerante que en otras, aunque nuestra occidentalidad no nos libra de la lacra de la violencia por razón
de sexo—, y es comprensible que, cuando exista la imprescindible libertad, haya
mujeres que no reconozcan un gesto amable y educado de un hombre y lo
interpreten, con todo el derecho del mundo, aunque con excesivo celo, como una
señal inequívoca de machismo. De aquellos polvos estos lodos, como diría mi
abuelo quien también me enseñó que siempre hay que dejar salir antes de entrar.
Ahora, señor
Reverte, y llegado el caso me dirijo también a usted, Barbijaputa, viene la
parte utópica, así que le aconsejo, si se dan las casualidades oportunas y
tiene acceso a este texto, que este párrafo final se lo salte, por mucho que la última
frase sea más o menos memorable. Como imagino que llego tarde a esta frívola polémica
en concreto, pero, sin embargo, esta cuestión tiene tal trascendencia en el
mundo en el que vivimos y afecta a sociedades tan diversas y con tan variopinto
nivel de desarrollo —signifique esto lo que quiera que signifique— que lo
convierte en un problema universal, quiero recuperarla nuevamente, a riesgo de
ser redundante: palabras grandes para problemas grandes, pero con soluciones difíciles
que deben luchar contra sempiternas inercias y tradiciones que cuesta
generaciones enteras superar. Dejemos de ser bobas y bobalicones, y respetemos
nuestra identidad sexual, o la que quiera que sea; seguramente lograremos una sociedad
mucho más justa e igualitaria, pero, eso sí, desde la educación y sin histrionismos.
A continuación, los
artículos a los que hago referencia en el texto:
Mujeres de armas
tomar. Arturo Pérez-Reverte, 12 de junio de 1994.
Mujeres como las de
antes. Arturo Pérez-Reverte, 22 de julio de 2007.
No era una señora.
Arturo Pérez-Reverte, 18 de julio de 2016.
Carta a Pérez
Reverte de una señora cualquiera. Barbijaputa, 21 de julio de 2016.
Imagen: www.globedia.com
En Plasencia a 24
de julio de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera