Una sincera reflexión, o la segunda parte de concursos de la Administración y otras chorradas.


Estos últimos días han sido de una inusitada y, ocasionalmente, frenética actividad relacionada con el concurso de ideas para los quioscos de la Plaza de España de Mérida.

He tenido la oportunidad de comentar las circunstancias que han rodeado a dicho concurso con mucha gente de numerosos ámbitos vinculados de una u otra forma a Mérida, a la Administración y a la Arquitectura. He podido discutir sobre el fallo y analizar pausadamente algunas de las propuestas presentadas.

Ahora, transcurridos algunos días, quiero realizar algunas reflexiones que deseo tengan, al menos, el mismo alcance, fuese el que fuese, que mis palabras iniciales:

La primera parte de mis opiniones, hace de eso ya algo más de una semana, fueron de carácter general. Eran reflexiones acerca de los concursos públicos que pone en práctica la Administración y cómo dichos procedimientos pueden llegar a desvirtuarse por la inapropiada —según mi particular criterio basado en la experiencia— interpretación de la Ley de Contratos. En ningún caso pretendían ser insinuaciones sobre el concurso de Mérida, pero comprendo que esta era una derivada sencilla de deducir a tenor de la dureza de mis palabras y del contexto en que las presentaba. Pido disculpas por ello y reconozco envenenamiento por rabia acumulada a lo largo de tantos y tantos concursos y de tanto y tanto esfuerzo durante demasiado tiempo en esa parte del texto. Seguramente se trataba de un canto al viento fruto de una frustración contenida que nada, lo puedo asegurar, nada tiene que ver con haber perdido ese concurso en particular, puesto que, como yo mismo decía y reconocía, lo normal, lo habitual, es perder. Uno se convierte en experto perdedor profesional cuando se presenta a estos concursos y lo asume con naturalidad, créanme, para inmediatamente pasar a buscar el siguiente concurso al que presentarse, así pues, reconozco en esto ciertos matices masoquistas —laboralmente hablando—.

En la segunda parte del texto, centrado ya en el concurso de Mérida, procuré presentar mis opiniones de forma objetiva, por muy complicado que esto pueda parecer, ya que fui partícipe en el procedimiento y esta circunstancia no es desdeñable, y precisamente por ello, donde podían aparecer matices interpretativos que llevasen a la comparación de unos trabajos con otros decidí mantenerme en silencio para no levantar suspicacias ni dar a entender que el trabajo que presentamos al concurso fuese mejor o peor que el ganador, al que felicité en repetidas ocasiones, así como reconocí la valentía del Ayuntamiento a la hora de convocar un concurso que, fuese cual fuese el fallo, sería objeto de controversia. Ni tan siquiera quise analizar la idea ganadora en particular puesto que mi opinión sería sesgada y estaría contaminada de mi propia interpretación del espacio público de la plaza de España de Mérida. Me limité a manifestar la falta de trabajo en la propuesta ganadora, lo cual, debo insistir, es un hecho objetivo porque me dedico a esto profesionalmente, y, sin embargo, el jurado, en el conjunto de valoraciones efectuadas, consideró que esa propuesta era merecedora de ser premiada porque vieron en ella la idea que los demás no supimos reflejar en nuestros trabajos. Así pues, nada que objetar al respecto. En todo caso entonar mea culpa, cosa que no hice en su momento, aunque dicen que rectificar es de sabios, por no haber sabido interpretar el espacio público de la plaza en la forma que el pliego pedía y, sobre todo, no haber sido capaz de optimizar el trabajo a la hora de presentar nuestra idea.

Pues bien, todo esto es papel mojado a estas alturas, todo esto carece absolutamente de importancia, todo esto no son más que absurdas, aunque personalmente justificadas, rabietas —discúlpenme la paradoja—, como alguien me dijo, que antes o después pasarán, ya han pasado en realidad, y que nos pondrán de frente ante el próximo reto en forma de concurso. Y digo esto, porque este ámbito profesional queda totalmente relegado a un segundo plano cuando entramos en lo personal. No fue mi intención ofender a nadie y, sin embargo, gente a la que aprecio sinceramente y que creo que me aprecia, se ha sentido agraviada por mis palabras. Ante eso no puedo más que presentar mi igualmente sincera disculpa porque, en ningún caso, buscaba esa confrontación, esa ofensa que, tras las palabras escritas, no deja margen a la defensa. Si algo he aprendido a lo largo de mi vida es que hacer daño a alguien es uno de los comportamientos más deplorables y vergonzosos que un ser humano puede tener con otro. Lo siento.


Imagen: www.turismoextremadura.com


En Isla Cristina a 7 de agosto de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera