El último niño. Parte ii.




El niño creció. Vivió feliz, al menos todo lo feliz que puede vivir un niño sin tener contacto con otros niños. Su madre le cuidó, su madre le amó como solo las madres saben hacerlo. Le educaron muchos. No tuvo padre, aunque fueron numerosos los hombres —y mujeres— que estuvieron pendientes de él.

Desde la IAPH —Asociación Internacional para la Preservación de la Humanidad— notificaron a la madre cuando su hijo cumplió cuatro años que debían trasladarse a una ubicación en la que comenzaría a compartir su vida con la niña que había nacido un año antes que él. Todos los informes científicos, médicos y psicológicos que se habían elaborado recomendaban que comenzasen a conocerse a una edad temprana. Evidentemente la madre se negó. Existe un arraigo natural al hogar que, a edades tempranas por implicaciones, digamos, instintivas, es difícil romper y la madre así lo sentía. A pesar de ello, la madre del niño y los padres de la niña aceptaron. Todos fueron trasladados a un laboratorio que la Asociación tenía en un país con clima agradable donde resultaba cómodo el contacto con el aire libre y donde se suponía que el desarrollo cognitivo de los niños se vería favorecido por un entorno amable. Esos mismos estudios recomendaban que las familias no mantuvieran ningún tipo de contacto, incluso que no se conociesen, al menos inicialmente. Por tanto, cuando se trasladaron, unos y otros vivían en casas separadas e incomunicadas, pero a ciertas horas del día y durante largos períodos de tiempo —eternos para la madre y para los padres— los niños eran llevados a una suerte de aula donde recibían formación de los mejores profesores que podía poner a su servicio la Asociación. Durante un buen rato los niños podían jugar solos —pero observados— dentro de una especie de caja inmaculada de color blanco —el blanco era el color de la Asociación por las connotaciones psicológicas que, aparentemente, conllevaba—. La caja era una suerte de habitación de grandes dimensiones de forma cúbica. Ocasionalmente, si el tiempo acompañaba y los psicólogos así lo aconsejaban, una de las paredes se abría dando a un jardín cercado con un muro también blanco en el que solo había césped. En la habitación no había juegos para los niños, tampoco en el jardín. Los niños debían interactuar entre ellos, así lo requería el proceso. En otras ocasiones era el techo el que se abría dejando ver un cielo azul cristalino ante el que los niños podían pasarse horas y horas contemplándolo, inmóviles, embelesados ansiando ver pasar una nube que sus mentes pudieran convertir en coche, muñeca, dragón o pelota. El tiempo volaba para los niños y cuando llegaba la hora de regresar a sus casas y otra de las paredes se abría —curiosamente eran capaces de reconocer qué pared hacía qué cosas— pataleaban y lloraban resignados, incapaces de afrontar la frustración que les producía tener que abandonar su gran caja de juegos. Cada niño era acompañado por su asistente hasta su casa. La niña con sus padres y el niño con su madre. Allí eran recibidos con toda suerte de cariños, abrazos y besos que, según fueron creciendo, fueron cada vez menos correspondidos.

El niño y la niña compartían gran parte de su tiempo, ya fuera con sus profesores, ya fuera en solitario dentro de su caja de juegos. Compartían tanto tiempo juntos que a veces no eran capaces de reconocer qué eran exactamente, si hermanos o amigos. A la edad de trece años —el niño aún no los había cumplido— los psicólogos decidieron que era buen momento para que los padres se conociesen. Los argumentos esgrimidos se escapan al normal entendimiento humano, baste decir que consideraron que si esa pareja debía ser una de las destinadas a repoblar —ese fue el término que usaron— la Tierra, qué menos que permitir que sus progenitores se conociesen. La reunión fue un desastre, no porque los padres de cada niño se comportasen de forma inapropiada —el encuentro entre ellos fue cordial— sino porque fueron los niños los que actuaron de forma extraña, inapropiada —consideraban los psicólogos— para unos niños que estaban recibiendo una educación exquisita. Tal vez nadie cayó en la cuenta de que ya casi no eran niños. Finalmente decidieron no darle mayor importancia al asunto y dejaron pasar el tiempo.

Cuando, tras varios informes médicos, los científicos de la Asociación consideraron que los niños estaban en edad de procrear, es decir habían dejado de ser niños, decidieron cambiar la estrategia. En uno de sus encuentros diarios en la caja de juegos colocaron por primera vez un elemento: una cama. Los dos chicos habían recibido durante sus clases suficiente información sobre sexualidad como para comprender qué podía significar ese hecho y, además, los psicólogos consideraban que ambos tenían suficiente madurez como para afrontar una relación sexual. Sus padres no fueron informados. El encuentro fue filmado. Los periódicos se hicieron eco del encuentro como era habitual, sin entrar en detalles, tal y como venían haciendo semanalmente a pesar del interés que manifestaban los cada vez menos numerosos pobladores de la Tierra. Los jóvenes se sentaron en el suelo, como solían hacer, ignorando en apariencia el mueble que ocupaba el centro de la habitación. A esas alturas, con algo más de dieciséis años, ambos habían comenzado a mirarse de forma diferente, pero el vínculo entre ellos era muy singular, tanto que el deseo sexual, si había aparecido, quedaba tapado por una amalgama de sentimientos que posiblemente no habrían sido capaces de explicar: intentaban esconder ese deseo que resultaba incomprensible para ellos tras un inexplicable malestar conjunto y sincronizado que tenía a los médicos atónitos. Pasaron las horas y se marcharon sin llegar a tocar siquiera la cama. Al cabo de unos días ambos charlaban alegremente sentados sobre el colchón.

  
Imagen: www.ikea.es
  

En Mérida a 12 de octubre de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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