—Ha nacido, sí, ¡por fin ha nacido!
Millones de personas estaban pendientes de
este alumbramiento. La mayoría superaba con creces los setenta. Solo unos pocos
rondaban los cuarenta años y, como era costumbre, vivían en parejas en las que
por ley las mujeres estaban inseminadas, sometidas a un tratamiento que se prolongaba
en el tiempo hasta que cumplían los cincuenta o, en el mejor y más deseado de
los casos, tenían un hijo. Los hombres trabajan, también las mujeres lo hacían,
pero estas, en su década de los cuarenta, dejaban de hacerlo para someterse a los
durísimos tratamientos de fertilidad. Las escasas parejas en edad fértil natural
intentaban a toda costa quedarse embarazados porque sabían que, de lograrlo, ganarían
grandes privilegios de por vida orientados principalmente al cuidado del
retoño, pero que les permitiría vivir más que cómodamente centrándose en la
educación de sus hijos gracias a las cuantiosas subvenciones estatales. La
realidad era que ninguna lo lograba, al menos eso indicaban las estadísticas de
los últimos decenios. El horario laboral que, como contraprestación era
necesario cubrir para asegurar que las personas mayores pudieran tener una
vejez más o menos tranquila se había extendido a las catorce horas diarias seis
días a la semana. Menos no habría sido viable a tenor la de inversión de la pirámide
poblacional que convertía el esfuerzo de cada trabajador en sustento para casi
seis jubilados, quienes, por cierto, solo tenían derecho a disfrutar de su
merecido descanso una vez cumplidos los setenta y cinco años.
Desde hacía varias generaciones la esperanza
de vida se había prolongado hasta muy cerca de los cien años, aunque era
bastante común encontrar personas con edades muy por encima de esta edad. Las
mejoras en la medicina y en alimentación habían conseguido que la tasa de mortalidad
se encontrase en mínimos históricos y la tendencia era seguir reduciéndola, sin
embargo, no había proporcionalidad con la edad en la que se dejaba de trabajar
y, por descontado, en esas edades tan avanzadas las atenciones geriátricas, a
pesar de que las condiciones vitales de los mayores eran, en general,
admirables, requerían grandes esfuerzos que, como consecuencia de la reducida
natalidad, resultaba imposible cubrir.
Los jóvenes no tenían hijos porque tenían que
trabajar: mucho, muchísimo. Las políticas que numerosos gobiernos intentaron desarrollar
para conciliar la vida familiar con la laboral resultaron un fracaso ante la
voracidad del mercado liberal que inculcaba unos valores extremadamente
consumistas y fomentaba un estándar de nivel de vida en unas condiciones tan elevadas
y encarecidas que lo hacían absolutamente incompatible con una vida familiar en
la que existiesen niños que requiriesen atención. Las mujeres y los hombres
necesitaban descansar y una atención materno-filial —o paterno-filial— suponía
un desgaste adicional y un sacrificio que no es que no estuviesen dispuestos a realizar,
sino que materialmente era imposible llevar a cabo, ya que era per se
incompatible con una vida más o menos cómoda. En un primer estadio los
gobiernos de los países desarrollados incentivaron la inmigración como solución
al problema de envejecimiento poblacional. Y supuso cierta mejoría durante unas
pocas generaciones, justo hasta que los inmigrantes se adaptaron a las
condiciones de vida de los países desarrollados. Posteriormente algunos gobiernos
ofrecieron la posibilidad de cuidar de los niños recién nacidos, no ofreciendo
guarderías para atenderles durante los larguísimos horarios laborales, sino
para custodiarlos hasta edades avanzadas de forma que ese sacrificio recayese
en la administración, pero los padres potenciales no vieron ninguna ventaja en
ese compromiso pues no les ofrecía ninguna mejora en sus vidas y las escasas
experiencias que se llevaron a cabo demostraron que la separación generaba un
trauma tan grande que las parejas, especialmente las madres, no conseguían
recuperarse. Resultaba evidente que el instinto materno estaba muy arraigado aún
en el ser humano. Pasaron varias generaciones con distintas alternativas políticas,
todas fracasadas, hasta que de forma global se impuso la obligatoriedad de los
tratamientos de fertilidad. Inicialmente se implantaron para las parejas a la
edad de cuarenta años —siempre hubo consenso en la edad porque era necesario
que durante la juventud, hombres y mujeres desarrollasen trabajos que
requiriesen de esfuerzos que posteriormente se verían incapaces de hacer—, pero
aconteció que el número de parejas se vio reducido de forma drástica. La gente
se separaba cuando cumplía los cuarenta para evitar el sometimiento al
tratamiento, así que los gobiernos dictaminaron la obligatoriedad para
cualquier mujer de esa edad. Evidentemente las propuestas fueron muy sonadas,
nadie estaba de acuerdo, así que los gobiernos tuvieron que ofrecer una
contraprestación que permitía que las mujeres en su década de los cuarenta no
tuvieran necesidad de desempeñar trabajo alguno. La medida fue aceptada de mala
gana por la sociedad, pero, en cierto modo, había un elevado nivel de
concienciación por la situación de potencial extinción que amenazaba a la
humanidad. Algunos grupos decrecionistas
vieron en esta realidad el cumplimiento de sus sueños: la humanidad se
extinguiría por su codicia que había antepuesto a su natural instinto de
preservación, así pues, estas asociaciones fueron las que más protestaron,
aunque cuando comprobaron los escasos resultados que se obtenían con las
medidas adoptadas por los gobiernos, llevaron sus protestas a un segundo plano.
El ser humano prácticamente había perdido su capacidad de reproducirse tras
generaciones y generaciones postergando lo que de forma natural debía producirse
a partir de la pubertad y durante unos pocos años. La naturaleza había dicho
basta y la suerte de la humanidad estaba echada.
—¡Es niño, es niño!
La noticia voló por los canales de información.
Eran conscientes de que en el otro hemisferio de la tierra había nacido hacía
pocos meses una niña. En realidad, este hecho —el nacimiento de un niño— era
poco relevante y, en todo caso, negativo, ya que desde hacía décadas los
esfuerzos científicos estaban más orientados a que fueran niñas las recién
nacidas ya que podrían ser inseminadas con el numeroso banco de esperma del que
disponía la humanidad o fecundadas —por cierto, estos bancos habían sido objeto
de grandes especulación y habían generado numerosas riquezas, digamos, infames,
hasta que finalmente se reguló su uso—, de hecho, la manipulación genética
permitía elegir el sexo del embrión, pero, sin embargo, algunas madres
inseminadas o fecundadas, preferían eludir ese tratamiento en lo que algunos
consideraban una absurdo comportamiento, aunque era respetado. Se realizarían
numerosos estudios de compatibilidad genética para ver si ambos niños podrían
resultar potenciales padres. Luego solo tendrían, a la edad deseada —que en los
últimos tiempos se había reducido a la edad natural—, que comprobar su
compatibilidad fecundativa como pareja. A esas alturas poco importaba que se
quisiesen o no, lo importante, así lo había proclamado la Asociación
Internacional para la Preservación de la Humanidad —AIPH— era que pudieran
tener hijos.
Imagen:
far-from-krypton
En Mérida a 7 de octubre de 2018.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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