—¡Ungüentos, tengo ungüentos! —rugía con
fuerza acompañando los gritos con un estruendoso ruido de tambor—. ¡Ungüentos
para el dolor de huesos!
Cada vez que llegaba a un pueblo se dirigía a
su plaza y desde bien temprano extendía en el suelo una manta, colocaba sobre
ella un cajón de madera que llevaba en su carro y se subía con el tambor para
desgañitarse explicando las bondades de sus pomadas y bálsamos. La gente miraba
curiosa pero desconfiada. Él les invitaba a acercarse y cuando tenía un grupo más
o menos numeroso comenzaba su perorata:
—Con esta pomada, bien extendida por el hueso
dolorido, desaparecerá el tormento. —La gente escuchaba su vez melosa sin
pestañear—. Hay que hacerlo al tercer día de haberse producido el golpe o el
accidente, nunca antes porque las bondades de este ungüento requieren que el dolor
del hueso sea el máximo posible y eso acontece al tercer día.
Una señora de cierta edad preguntó:
—¿Y si me duelen los huesos desde hace mucho
tiempo? No recuerdo cuánto hace que me quejo de mis huesos. —Algunos vecinos
que la conocían asintieron.
—Entonces, señora, no hay problema —le
respondió con una sonrisa en el rostro—. Puede usted aplicarse directamente el
ungüento y el dolor desaparecerá en menos de una semana. Tenga en cuenta —prosiguió
sin dejarle preguntar nuevamente— que, si lleva mucho tiempo dolorida, este
afeite necesitará algún día para que haga su efecto. Recuerden —dijo dirigiéndose
a todos— que estos ungüentos no son milagrosos, son fruto de muchos años de
estudio y que la ciencia de la medicina está detrás de ellos.
Los allí presentes, que para aquel entonces
ya eran muy numerosos, se miraban expectantes esperando que alguien fuese el
que diera el primer paso y se atreviese a comprar el ungüento. De repente, un
señor que llevaba muletas dijo:
—Mire usted —dijo en voz alta consiguiendo la
atención de todos los presentes—, yo me caí hace tres o cuatro días. Estaba
subido al tejado de mi casa reparándolo y de repente resbalé. Me golpeé la
pierna contra el suelo. No se me rompió el hueso de milagro, pero el porrazo fue
bien fuerte y desde entonces me duele tanto que no puedo andar sin mi muleta.
—Pues sabe qué le digo, que es el momento apropiado
para que se aplique mi pomada. Por ser el primero se lo regalaré. —Le entregó
un pequeño frasco de cristal con un tapón de corcho—. Es más, tenía pensado marcharme
esta misma mañana, pero para que ustedes —se dirigió a todos— puedan comprobar
que no les engaño, me quedaré una noche y mañana, si a usted no le importa
—dijo señalando al cojo—, acérquese nuevamente para que podamos comprobar si le
ha hecho efecto. Así nadie dudará de mi palabra.
El charlatán recogió sus enseres, los guardó
en el cajón en el que estaba subido, los tapó con la manta y colocó la caja
sobre el carro. Se subió y arreó al burro para dirigirse a la salida de pueblo.
La gente lo miraba mientras se alejaba. Muchos pensaron que no volvería y se
marcharon, otros quedaron para el día siguiente. El cojo se levantó el pantalón
y se aplicó el ungüento sobre su pierna derecha malherida. Después se marchó
despidiéndose de los que aún quedaban por allí.
Al día siguiente el charlatán montó
nuevamente su puestecito en la plaza a primera hora y comenzó a gritar como el
día anterior:
—¡Ungüentos, tengo ungüentos, ungüentos para
el dolor de huesos!
La gente, más por curiosidad que otra cosa,
se acercó al oírle gritar. La mayoría de los que llegaron fueron los mismos del
día anterior. Al cabo de un rato, el hombre que se quejaba de su pierna y que
apareció con muletas se acercó caminando con una gran sonrisa en la boca.
—Mirad —dijo el charlatán—, mirad quién se
acerca por allí —repitió señalando con el dedo al cojo—. Es el cojo de ayer que
viene sin muletas.
Todos miraron y se oyó un murmullo de
asombro.
El charlatán le preguntó:
—Buenos días, señor, ¿cómo se encuentra
usted?
—Estoy muy bien. Anoche, ya en mi casa, solté
las muletas porque sentí que no me dolía la pierna. Me puse a andar sin ellas y
estuve estupendamente, y así, hasta ahora.
El murmullo de la gente comenzó a subir de
volumen. Uno fue el primero en pedir un bote, después le siguió una mujer que
pidió tres frascos, luego un señor mayor que andaba con bastón, y muchos más le
siguieron. El charlatán se dirigió al carro y sacó varias cajas de madera
llenas de frascos con el ungüento que se vaciaron en un santiamén. Al terminar
la mañana no le quedaba ningún frasco y desmontó el puestecito como había hecho el día anterior. Se subió al carro y se
salió del pueblo. En un claro, ligeramente, separado del camino que había
tomado se detuvo a contar las monedas que tenía en una pequeña saca colgada al
cincho que le sujetaba el pantalón. Había hecho un gran negocio. Sacó tres
monedas, escondió el resto entre las tablas del carro y bajó. Al poco tiempo se
acercó el hombre que usaba muletas. Venía sonriendo.
—Aquí tienes tus monedas —le dijo el charlatán.
—No eran tres, sino cinco, las monedas que
tenías que darme por mi actuación.
—Sí,
pero el primer día no vendí nada.
—Claro,
te marchaste en cuanto me diste el frasco.
—Sí,
porque la gente no compraba.
El cojo,
que nunca lo fue, sacó una porra que llevaba guardada bajo la camisa y amenazó
al charlatán:
—O me
das mi dinero o te muelo a palos.
El
charlatán se negó. La avaricia le podía. Así que el cojo le golpeó una y otra
vez hasta que el charlatán cayó al suelo. El cojo le registró, pero no encontró
más monedas.
—¿Dónde
están? —le preguntó.
—No
tengo más —le respondió.
—No te
creo. —Y le golpeó una vez más. Después se dirigió al carro y se puso a buscar
hasta que encontró el resto de monedas que el charlatán había escondido. Entonces
se dio la vuelta y se marchó.
El
charlatán muy dolorido por los golpes le gritó:
—No me
dejes así, por piedad.
El cojo
se dio la vuelta. Se acercó a donde estaba el charlatán tirado en el suelo y
sacó lo que le quedaba del ungüento que el día anterior le había dado:
—Aquí
tienes. Con esto sanarás.
Imagen: http://www.secretosdemadrid.es/fotos-antiguas-charlatan-en-la-plaza-mayor/
En Plasencia a 29 de septiembre de 2018.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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