La espiral.




Miré hacia abajo y no vi nada. Miré hacia arriba y tampoco vi nada. Comencé a caminar impulsado por una extraña sensación inexplicable que me impulsó, movido por una inexplicable necesidad impenetrable a mi entendimiento, una impenetrable conmoción que provocó que retomase mi camino, ese que había abandonado. Bajaba, como podía subir, o tal vez subía, como podía bajar. Iba dando vueltas, vueltas sobre mí mismo, vueltas en las que la parte superior de mi tabique, justo entre los dos ojos, era el centro de mi giro. De haber sido un cíclope mi visión habría sido siempre la misma, como si todo estuviese inmóvil, cercano, pero, al tiempo, lejano; una visión estática, permanente, eterna. Bajé o subí, seguí bajando o subiendo, dando vueltas hasta que comprendí que mis pies no caminaban, se habían alzado y todo mi cuerpo levitaba en una paradójica horizontalidad no deseada, al menos, no de forma consciente. Me dejé llevar, cualquier intento por detenerme habría sido inútil. Lo sabía. No era yo el que caminaba, ni era yo el que flotaba. Algo lo hacía por mí. Busqué, busqué dentro de mí para encontrar esa fuerza sobrehumana que me arrastraba. Cerré los ojos y todo se apaciguó. De repente sentí una profunda paz, la sensación de movimiento desapareció. Tuve miedo de abrir los ojos y volver a sufrir las consecuencias de esa absurda pero maravillosa corriente que me arrastraba irremediablemente hacia algún sitio, o hacia ningún sitio. Todo era inamovible. Todo lo que rodeaba mi ceguera era sosiego. Sin embargo, seguía moviéndome, seguía dando vueltas, era consciente de ello, aunque ya no lo sentía. La oscuridad que me rodeaba se transformó en luz, tal vez siempre lo fue, pero yo no quise verla, atormentado por mi eterno caminar, deseoso de recibir un castigo que tal vez no merecía, o sí. La luz me guió hacia un lugar que era el mismo del que partía, pero más cercano, pero más lejano. Esa luz intensificó mi percepción de la realidad, pero mi visión se transformó, aquello que comenzó a tomar forma a mi alrededor parecía irreal, no arrojaba sombra alguna, no parecía tener contorno, todo se fundía en un continuo entrelazado en el que apenas era posible diferenciar esto de aquello o aquello de esto. Las cosas se movían, yo me movía, volvía a sentir que giraba, aunque podría asegurar que mis ojos estaban cerrados. Alargué el brazo para tocar algo, para detener mi revolución, para sentirme quieto. Entonces todo se descompuso. El aparente desorden que me rodeaba se tornó en caos, un auténtico barullo en el que mi cuerpo oscilaba violentamente subiendo, bajando, yendo y viniendo. Entonces me percaté: estaba allí, era yo. Indudablemente ese era yo. Quise acercarme para reencontrarme, pero la inmensa distancia que me separaba de mí mismo se me antojaba insalvable. Por primera vez me sentí cansado. Por primera vez mis piernas no respondieron a mi petición, mis brazos no cumplieron mi mandato. Por primera vez mi mente quiso apagarse. Entonces abrí los ojos. Los abrí y pude ver. Sí, efectivamente era yo: la imagen que antes había percibido de mí era yo mismo; la luz que antes me iluminaba, había desaparecido, pero había suficiente claridad como para poder distinguirme. Me acerqué, nada me lo impidió. Llegué junto a mí. Estaba desnudo. Me detuve y me miré el rostro. Me hablé, pero no me contesté. Me pregunté cosas cuyas respuestas conocía, pero no me respondí. Entonces me toqué. Alargué el brazo con la mano extendida para acariciar mi propio rostro. La piel estaba envejecida, arrugada, no era suave, ni tersa, pero era mía, pude reconocerla. Me rodeé sin dejar de mirarme, reconocí cada porción de mi cuerpo: no había duda, ese era yo, pero entonces ¿quién era el que me miraba? Debía ser yo mismo porque era consciente de mi existencia, de mi ser, sin embargo, lo que veía, lo que tenía delante de mí, que era yo mismo, no podía percibirlo como si se tratase de mi ser. Cerré los ojos, me acerqué, extendí los brazos y me abracé. Lo hice con todas mis fuerzas, con todo mi ser, con toda mi alma. Entonces noté que no había nada. Mis brazos entrecruzados sobre mi pecho se alargaban hasta tocar mis hombros con las manos. Abrí los ojos. Miré hacia abajo y no vi nada. Miré hacia arriba y tampoco vi nada. Comencé a caminar.

Imagen: http://www.rotermond.de/jana/archiv/cat_sonstiges.html


En Plasencia a 23 de septiembre de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

No hay comentarios:

Publicar un comentario