Solastalgia (parte vi y final).



Pero no, no puede ser, no podemos ser tan estúpidos e ingenuos, no podemos caer en ese exacerbado egoísmo capitalista, de acaparación de riqueza y de poder que nos dirige irrevocablemente hacia la extinción. Y no podemos obrar así porque genéticamente estamos diseñados para perpetuarnos, es nuestro sino natural. Por tanto, lo que nos salve no será un acto de buena voluntad global, ni el apremio de valores éticos desarrollados a lo largo de la historia de la humanidad, ni tan siquiera algún mandato divino de alguna religión —que no es más que una secta muy numerosa— que surja o se reconvierta e intente abrirnos los ojos a la realidad de nuestra desaparición: será una revolución de nuestra condición humana genética más básica lo que nos salve, será el miedo a desaparecer, el miedo a nuestra extinción, el miedo a que nuestros hijos no puedan sobrevivir, será el miedo a nuestra muerte, al fin de la vida con un sufrimiento extremo, con una agonía insoportable, con un dolor insufrible, será una solastalgia real, una que trascienda el plano mental y que nos afecte físicamente y a la que no pueda imponerse nuestra razón; será, en definitiva, otro tipo de egoísmo, un egoísmo natural, el que se origine desde la consciencia más básica e intuitiva que alberga nuestro cerebro más primitivo, el reptiliano, desde nuestro tronco encefálico, el que se encarga de las funciones más básicas como la respiración, el ritmo cardíaco, pero, sobre todo, el instinto de supervivencia. No debemos esperar una reacción proveniente de nuestro sistema límbico, aunque habrá emociones encontradas, y nada bueno vendrá de la corteza cerebral, a pesar de que será ahí finalmente donde se fraguará la solución.

 

A partir de aquí, en algún momento nuestra racionalidad debe desconectar ese egoísmo que nos corrompe y debe hacernos ver que nuestro fin está tan cerca que no nos servirá de nada todo lo acumulado, sea poder, sea riqueza. Ese será el catalizador que nos haga cambiar. Pero a ese fermento debemos añadir una conciencia temporal que aún no tenemos. Es imprescindible que nos demos cuenta de que el tiempo de nuestra especie no es el de la generación que vivimos: es el de las generaciones pasadas, pero, en especial el de las venideras, eso debe grabarse a fuego en nuestra humanidad y nos permitirá entender que nuestra riqueza, prosperidad y bienestar presentes —tal vez ya el pasado o solo el presente de unos pocos privilegiados— será la condena de nuestros vástagos futuros. Y no será una cuestión de responsabilidad o de compromiso con la especie, será una cuestión de egoísmo. 

 

Debemos esperar un cambio absoluto, pero no será general. Nuestras consciencias no son globales, no están unificadas, son individuales y nuestro pensamiento por más que la tecnología intente unificarlo —y lo hace— y los poderes someterlo —y lo hacen— seguirá siendo más o menos autónomo, por tanto, el cambio, a pesar de que debe ser absoluto no afectará a todos y algunos, tal vez muchos, querrán aprovecharse de la situación y sacar provecho personal, esos no habrán llegado al estado de consciencia natural que les haga comprender que es otro el egoísmo que necesita el ser humano. En este escenario, veo dos posibilidades: la primera es que la reacción mayoritaria, verdadera, comprometida y global llegue demasiado tarde y que nuestro esfuerzo por cambiar la Tierra sea infructuoso porque el daño producido haya sido ya tan grande que el remedio no pueda repararlo, tal vez algunos consigan sobrevivir, pero, salvo que la tecnología esté lo suficientemente avanzada y no creo que haya tiempo para llegar a ese nivel, esos pocos serán afortunados por muy poco tiempo; sobreviene una vana y vaga esperanza en este escenario porque no existirá una población mínima viable para que la especie humana sobreviva. La segunda es que aún estemos a tiempo, y que cuando la acción catalizadora de nuestra genética nos haga cambiar, podamos recuperar la Tierra para nosotros o encontremos una alternativa para vivir que haga perdurar nuestra especie las suficientes generaciones como para recuperar nuestro mundo o encontrar una forma de vida digna para la humanidad. Deseo la segunda, pero en ella hay también dificultades evidentes que devienen de la maldita apreciación temporal de nuestra especie. A pesar de que nuestra programación genética nos orienta a la perpetuidad de la vida humana —qué sentido tiene si no, entre otras cosas, el placer del sexo— y pese a la oposición que la racionalidad ofrece a este ordenamiento natural humano, pero reconociendo que la racionalidad ha sido nuestra verdadera salvación en la preservación de la especie ante nuestras carencias adaptativas evolutivas, debemos alcanzar un nivel de asunción temporal que va más allá de nuestra propia generación y de la siguiente que es la que percibimos. Nuestra mente racional debe mirar por encima de cincuenta años y captar una proyección de nuestra vida como seres humanos para una duración mucho mayor. Para eso necesitamos consenso, un consenso que debe surgir de la razón de muchos y debe aplicarse a todos. Nuestro ombligo individual no es el centro de la vida, debemos convencernos de que, en un primer estadio debe serlo el de la especie humana para llevarlo después al ombligo de la naturaleza. Hay muchos ejemplos en la historia de la ciencia, pero con serias implicaciones filosóficas, que desvelan esta evidencia egocéntrica que se demuestra terrible, atroz y falsa al final. Tal vez el caso más flagrante sea el del geocentrismo promovido por Aristóteles —posiblemente el filósofo natural que más daño ha hecho, inconscientemente, a la civilización occidental— y perpetuado por Ptolomeo, frente a posiciones científicas más serias, aunque inasumibles para el ombligo humano de la época como la de Aristarco de Samos que tardó casi dos mil años en revelarse cierta con Copérnico, Kepler y Galilei y que aún hoy coletea.

 

Cómo se producirá este cambio, porque resulta evidente que el cambio está en ciernes. Cada vez vemos más indicios, aunque desgraciadamente siguen apareciendo elementos que ponen en duda esta necesaria transformación. Pues debe producirse desde dos planos: el primero es el individual que no es más que un corolario de lo ya explicado con relación a la consciencia y al pensamiento individual; no es sencillo, pero es factible. El segundo es más complejo y es consecuencia precisamente, por paradójico que pueda parecer, de no tener una consciencia y pensamiento global, por tanto, la transformación debe producirse por alguna suerte de asociación general, de obligación colectiva, de responsabilidad humana, de compromiso total que unifique a una mayoría y que establezca unos parámetros generales mínimos que satisfagan a esa mayoría y los unifique para acometer las acciones necesarias para el cambio. No confío en las religiones, al menos en las actuales, para promover este cambio, otras llegarán y se verá su capacidad de transformación real de las consciencias. La política, de otra parte, me ofrece serias dudas, pero creo que es en la actualidad el único medio del que disponemos para alcanzar el objetivo común: la salvación. Ahora bien, es necesario un proceso de transformación paulatina en este sistema que elimine la negación a la evidencia científica como mecanismo por el que alejamos o expulsamos de la conciencia algo que no nos gusta, algo insoportable: el dolor; necesitamos erradicar la ignorancia como algo bueno, algo que proporciona tranquilidad y sosiego; y necesitamos que la política supere los nacionalismos, egocentrismos, regionalismos, populismos y otros ismos que dificultan el cambio. Aquí arranca la lucha entre lo deseable y la utopía. Lo bueno es que esta no es una lucha contra un oponente invencible, sino contra nuestra propia idiosincrasia, o, al menos, contra nuestra versión menos evolucionada y concienciada. Debemos luchar contra el apocalipsis como la condición estructural que se está imponiendo en la humanidad. Será una batalla dura, compleja y larga, pero una batalla que confío que la humanidad, arremolinada en torno a una conciencia colectiva, vencerá. Es una lucha que, por supervivencia, debemos ganar.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Isla Cristina a 17 de agosto de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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