Diario de un viaje no emprendido (xvi).





No sabía qué pensar. Me habían convertido en una suerte de esclavo. Era cautivo de mi propia ambición, de mi anhelo. Parece que la prueba que siempre deseé superar había sido consumada de forma aceptable para ellos. Me habían aceptado, pero, como había dicho el padre, «con matices…». Querían dejarme claro en todo momento quién era y de dónde venía. Nunca dejaré de ser pobre. Ese era el mensaje. Y esa pobreza que estaba impresa en todo mi ser no podría abandonarme nunca. ¿Era eso lo que yo quería? No, no… Yo quería desprenderme de esa losa, no se trataba solo de poder hacer y deshacer a mi antojo, se trataba de quitarme de encima el hedor a pobre con el que nací. Se trataba de transformarme en un ser nuevo, en alguien que pudiera mirar por encima del hombro a otros de forma natural, alguien con el carisma que da la riqueza, con la sutileza que ofrece el poder. No necesitaba ser un gilipollas, necesitaba haber nacido rico, verdaderamente rico, no solo con dinero…, pero eso era algo —así de claro me lo habían dejado— que nunca podría conseguir.

 

—No te preocupes —me dijo el hijo sacándome de mis pensamientos —, mi padre es así. Olvídalo, olvida lo que te ha dicho. Por nosotros no han pasado tantos chicos que terminan siendo hombres poderosos como ha insinuado él. Y los que han pasado han dejado de sentirse pobres, te lo puedo asegurar. No debes tener miedo. Has tenido suerte, la misma suerte que tuve yo naciendo en esta familia. Tú has sido aceptado. Lo que ocurrió hace unos días no es más que un espectáculo. Participarás en otros, tal vez sean muchos, tal vez pocos. Es la forma que tenemos de mantener ciertos secretos que nos mantienen unidos y que aseguran la confianza y respeto entre nosotros. Aunque pienses que no se sabe quiénes participan, mi padre lo sabe y todos los que estuvimos allí, y ahora tú, sabemos que lo sabe. Tendremos otros entretenimientos parecidos, la violencia forma parte de ellos. Queremos que quienes participen se sientan más que espectadores, queremos que se sientan cómplices. Es la forma de asegurar el grupo, es la forma de conservar ese vínculo que nos une. Tal vez puedas pensar que es extravagante, pero durante generaciones ha sido así y seguirá siendo así…

 

—¿Extravagante? —le miré sorprendido a la vez que lleno de rabia—. Es cruel, es atroz, es terrible. Maté a un hombre para vuestro entretenimiento…

 

—No te equivoques —me interrumpió—. Aquel hombre ya era un cadáver cuando lo recogimos de la calle unos días antes. Era un despojo, estaba prácticamente muerto. Le dimos de comer, le vestimos, lo aseamos, le dimos esperanza…, pero no mucha, era una forma de incentivar su lucha, le ofrecimos un motivo por el que sobrevivir, pero, aunque, cuando comenzó nuestro pasatiempo, estaba drogado, lo justo como para que se mantuviera en pie, pero no demasiado como para presentar una seria batalla contra ti. Ese pobre habría muerto muy poco después, o tal vez incluso antes. No tienes que preocuparte, cuando le mataste ya estaba muerto.

 

No entendía nada. El cerebro me iba a explotar. Aquel hombre era un ser humano, como yo, como él, como su padre. Y tal y como habían reconocido padre e hijo, todo era circunstancial, no era más que una cuestión de suerte, de azar. Aquel vagabundo no la tuvo, ellos sí, pero, además, ahora ellos me la ofrecían a mí pagando un precio que no estaba seguro de querer afrontar. Aquel pobre no tenía ningún valor para él, absolutamente ninguno. Era un andrajo, un despojo cuya vida no valía nada. Aquello era una aberración. Cómo iba yo a formar parte de aquella gente, de esos animales —no se me ocurrió un calificativo más apropiado—. Pensé en mi madre…, en mi padre. Aquel hombre que asesiné podría haber sido mi padre, por qué no. Tal vez el límite que lo salvaba no era más que un golpe de suerte, pero la suerte podría acabársele y esta caterva podría cogerle un día y llevarlo a la muerte porque sí, porque pareciera que no tenía vida, al menos la vida que ellos consideraban digna de vivir. Mis padres para ellos estaban muertos, así se lo había hecho saber. Tal vez para que sintiesen algo de pena por mí y conseguir que se compadeciesen dejándome formar parte de ellos. Entonces me di cuenta de que eso era algo imposible para los de mi clase, más bien para los de mi calaña. Por eso en aquel preciso instante comprendí que las palabras del padre de mi amigo eran verdaderas, dolorosamente verdaderas. Yo nunca sería como ellos, podría ser su mono de feria, un puto mono vestido de esmoquin conduciendo un deportivo y bebiendo champán, pero siempre me verían como un mono. Mi amigo no estaba siendo sincero conmigo, supongo que tal vez vio que podría echarme atrás, arrepentirme y quiso quitarle importancia al sermón de su padre. Pero eso no era posible. Había sido brutalmente sincero, sin ambages, dejando claro qué era yo y qué seguiría siendo. ¿Era eso lo que quería ser? Entonces lo decidí.

 

—Sí, sí… —dije con un susurro—, tienes razón. Ese hombre no era nadie y yo puedo llegar a serlo, pero solo con vosotros. Estaré con vosotros para siempre. 

 

Mi amigo sonrió.

 

Le miré y pensé que esa sonrisa escondía una profunda carcajada.

 

—Entiendo lo que quiso decir tu padre y entiendo lo que me acabas de decir —proseguí en voz más alta—. Este es el precio del cambio de mi vida. Y aunque sé que no depende de mí aceptarlo, como ha dejado claro tu padre, lo asumo como mío. Quiero ser lo que me dejáis ser. Quiero ser como vosotros.

 

Mentía.  

 

 

Imagen creada por el autor con IA. 

En Mérida a 24 de agosto de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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