En la vida tomamos decisiones a cada instante. No hay un segundo de nuestro tiempo en el que no tengamos que disponer acerca de algo. Pero, en ocasiones, las decisiones que tomamos pueden llegar a ser contradictorias y es evidente que el hecho de tomar una decisión no implica necesariamente que algún tiempo después no podamos tomar la decisión contraria. Cambiar de opinión no es malo, al menos yo lo creo así. No veo ningún problema en reconsiderar algo y actuar en consecuencia, aunque eso implique un cambio de actitud. Mucha gente no entiende esto, pero es natural cambiar y uno no tiene por qué ser eternamente fiel a un pensamiento, actitud o conducta. A mí no me hizo falta reflexionar mucho. Tomé la decisión de forma espontánea y sí, era contraria, absolutamente contraria, a todo lo que había deseado hasta entonces. No puedo decir que, de repente, me diese cuenta de que estaba equivocado en mis planteamientos vitales: eso duele, considerar que tu vida está equivocada supone una bofetada que impacta de forma directa en tu forma de ser y te deja inerme ante tu propio futuro. En mi caso, ese reconocimiento llegó algo después, pero en aquel instante decidí que no quería ser como ellos y lo hice de forma impulsiva y vehemente. Estaba asqueado conmigo mismo por lo que había pasado y me odiaba profundamente, pero también les odiaba a ellos por haberme forzado a actuar como lo hice contra aquel hombre, por haberle matado. Supongo que me di cuenta de que aquello, en términos pueriles, no podía ser bueno. Más tarde, según la decisión iba cuajando en mí, comprendí —o quise comprender— que mi elección era la correcta, que nada de aquella vida que me ofrecían merecía los sacrificios personales que implicaba y las prácticas que debía llevar a cabo; que aquella vida suponía desdeñar unos valores que, hasta entonces, no era consciente de que dormitaban en mí y que despertaron con la muerte de aquel pobre mendigo. En definitiva, de forma igualmente pueril, aquella gente era mala y yo no quería ser como ellos por más que pudiera desear la forma de vida que mostraban ante los demás. Fui consciente de que esa forma de vida no era merecedora de entregar mi alma, mi consciencia, todo mi ser. De modo que el viaje para el que me había preparado toda mi vida, el viaje que quería iniciar y para el que había conseguido el billete después de grandes esfuerzos no lo iba a emprender.
Pienso que tomé la decisión correcta en un momento concreto. Eso puedo asegurarlo ahora, tiempo después, con muchas canas en el pelo y arrugas en la piel, e incluso después de las situaciones tan complicadas a nivel personal que viví como consecuencia de mi decisión, pero, en aquel momento, la duda me asaltaba de forma implacable a cada instante. No fue una decisión fácil porque me habían dejado claro que la decisión, en realidad, no era mía, sino de ellos que consideraron mi candidatura y la aceptaron con las condiciones que me imponían. De modo que oponerme a su resolución era una opción que ellos no contemplaban en absoluto. De hecho, cuando intenté alejarme de ellos y comencé a actuar en consecuencia, tuve que enfrentarme a, digamos, serias amenazas que sacaron de mí un coraje que desconocía que tenía. Supongo que cuando el ser humano se ve sometido a una intimidación tan fuerte reacciona de forma singular y en mi caso, puedo enorgullecerme de decir que fui valiente, aunque puede que también algo temerario, a pesar de que era consciente de qué podían llegar a hacer. Enseguida comprendí que precisamente eso era lo que querían que entendies cuando me sometieron a esa terrible iniciación con aquel pobre hombre. Querían someterme mediante el miedo y la culpa, y así mantenerme sumiso y encadenado a ellos como si de una marioneta se tratase obedeciendo sin rechistar sus mandatos a cambio de esa vida que me habían mostrado y que yo tanto ansiaba. Pues de un modo resuelto poco reconocible en mí, me enfrenté a la determinación que querían tomar sobre mí y rechacé —al principio solo en mi mente— la vida que me ofrecían.
Me encantaría decir que a ese firme rechazo acompañaría toda una suerte de acciones orientadas a desenmarañar la red que tenían montada y a descubrir los oscuros tejemanejes que con seguridad ocultaban. Me encantaría decir que actué como un héroe descubriendo una trama de crímenes sin igual que pondría de manifiesto la bajeza de esa clase de personas. Me encantaría decir que actué como un justiciero acumulando pruebas irrefutables de sus delincuencias y que dieron con los huesos de todos ellos en la cárcel, pero no fue así. No fue así en absoluto. Bastante tenía yo con escapar vivo de aquella suerte de organización como para pensar en recabar evidencias que les condenasen. Creo que para mí ya fue todo un éxito poder seguir con vida cuando mi amigo comprendió que quería abandonarles.
En realidad, en ningún momento se lo dije, pero tampoco había que ser muy inteligente para deducirlo pues, de repente, dejé de relacionarme con él, dejé de contestar a sus llamadas, dejé de responder a sus mensajes. Procuré que me olvidara, incluso abandoné su universidad —el «su» tiene todo el sentido del mundo porque supe que su padre era uno de los mayores benefactores que tenía la universidad— y me marché a otra ciudad donde me matriculé de nuevo en una universidad pública para tratar de terminar mis estudios. Estuve un tiempo sin saber de él, pero en mi fuero interno sabía que eso no podría durar mucho. Hasta que un día se presentó en mi piso. Estaba esperando en la puerta de entrada a que llegase. Había terminado de trabajar en un bar donde ponía copas por la noche para poder ganar el dinero suficiente que me permitiese completar los gastos que la beca no podía cubrir. Recuerdo que le vi a la distancia y le reconocí enseguida. Un temblor recorrió mi cuerpo y un sudor frío empapó mi camiseta. Pensé en darme la vuelta y huir, pero sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarme a él.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 24 de agosto de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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