El último niño. Parte iii.





Los estudios médicos demostraron finalmente que ambos niños eran potenciales reproductores, es decir, que podrían tener hijos. Ese día la noticia se extendió por todo el mundo, las agencias de información, con la autorización de la Asociación Internacional para la Preservación de la Humanidad, enviaron a todos los medios de comunicación la buena nueva. Comenzaron a surgir análisis que determinaba en cuanto tiempo se invertiría la pirámide poblacional. La esperanza llenó el corazón de muchos humanos. La Tierra fue una fiesta, si bien otros —pocos en realidad, muy pocos—, no terminaron de alegrarse porque conservaban la idea de que el ser humano había sido demasiado dañino para la Tierra y que nuestra desaparición aseguraba la pervivencia del resto de especies. Los únicos que no participaron de la alegría general —ni de la preocupación de algunos— fueron los niños a los que no se revelaba los análisis que se les hacía y sus padres que, a pesar de ser conocedores de que sus hijos eran objeto de estudios médicos, pues antes algunos otros niños habían sido noticia cuando ellos aún no habían procreado, recibían una información sesgada para no preocuparles ni someterles a presión adicional, aunque, obviamente, intuían qué estaba ocurriendo. Tanto es así, que los padres de la niña, tras el encuentro conjunto, comenzaron a hacerle insinuaciones sutiles acerca de una posible relación con su amiguito. Hecho que, detectado por los médicos y psicólogos, provocó una severa advertencia acompañada de la amenaza de una separación definitiva que terminó con ese tipo de conversaciones familiares. La madre del niño, sin embargo, nunca estuvo convencida de la finalidad que la humanidad reservaba para su hijo. Le parecía una carga demasiado grande para que un niño tuviera que soportarla. Era consciente de la situación en la que se encontraban los seres humanos y cuya tendencia terminaría, de no ser invertida, con la desaparición de la especie: «Somos viejos, incapaces, inútiles, pero ¿por qué mi hijo tiene que salvarnos?», ese pensamiento —que guardaba para ella evitando posibles represalias— le rondaba la cabeza constantemente desde que la pubertad abrió las puertas a su hijo.

Mientras, los niños, que ya no lo eran tanto, seguían con sus encuentros diarios, seguían conociéndose y seguían, a su manera, intimando sentados en la cama. Sin embargo, para los médicos estas sesiones comenzaron a resultar insuficientes porque no se producían avances en los aspectos que ellos deseaban. Decidieron, tras arduas sesiones en las que todos y cada uno de los miembros del equipo exponían sus opiniones, que debían estimular su deseo sexual. Era, al parecer de los científicos de la Asociación, el único medio que les permitiría asegurar una evolución acelerada, más que necesaria de otra parte, en el ansiado proceso reproductivo que debían iniciar los chicos. No funcionó. A ambos les fueron suministrados ciertos medicamente que debían incentivar su deseo sexual, pero nadie cayó en la cuenta de que ellos no habían practicado sexo anteriormente y que las sensaciones físicas que esos productos provocaban en ellos les producían episodios de frustración cercanos a la depresión lo que terminó provocando un alejamiento de los chicos. Al cabo de pocos meses suspendieron el tratamiento, pero el daño estaba hecho: los chicos, en los encuentros diarios comenzaron a sentarse más lejos uno del otro, hasta que abandonaron la cama. Evidentemente seguían siendo amigos, pero el interés que se suscitaban había sido sustituido por una suerte de rechazo al sexo contrario. Los científicos desesperaban. Terminaron por recurrir a los padres. Los reunieron mientras los hijos disfrutaban en su caja blanca. Les dijeron que necesitaban su colaboración, que la ciencia había fallado y que el futuro de la Tierra estaba ahora en sus manos, casi tanto como en la de sus hijos. La madre del chico les aclaró que solo se trataba del futuro de los seres humanos, que la Tierra no dependía de su hijo, ni de ella, aunque esto ya era mucho. Los científicos asintieron, pero argumentaron que, sin hombres y mujeres en la Tierra, la Tierra como la conocemos desaparecería, pero que eso eran disquisiciones filosóficas que no procedía discutir. En definitiva, que les conminaban a incentivar en sus hijos el deseo por su respectivo compañero. «¿¡Cómo vamos a hacer eso!?», preguntaron al unísono madre y padres entre asustados y ofendidos. «La verdad es que no estamos seguros», reconocieron los científicos. Dijeron que entendían que no podía ser algo forzado, que ese sería el último recurso al que solo debían acudir cuando los chicos ya fueran mayores, pero en ese extremo habría transcurrido ya un tiempo muy valioso que tal vez ya no volverían a recuperar. Sabían que eran compatibles sexualmente y que podrían procrear, no estaban seguros, sin embargo, de cómo conseguir que lo hicieran sin forzarles a hacerlo. «¡Tienen dieciséis años, por el amor de dios!», saltó la madre del chico que ya no pudo soportar más las órdenes que les estaban lanzando. «Lo sabemos —reconocieron apesadumbrados los científicos—, pero creemos que es la única solución». La madre se levantó y se marchó con lágrimas en los ojos. Los padres de la niña se miraron sorprendidos. Ellos estaban concienciados de que el destino de su hija era salvar a la humanidad, pero con lo que acababan de escuchar comenzaron a entender que semejante responsabilidad no debía ser soportada por una niña. Se levantaron y se marcharon.

Imagen: www.elesquiu.com

  
En Alicante a 21 de octubre de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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