domingo, 28 de octubre de 2018
El último niño. Parte iv y final.
La madre del niño y los padres de la niña
contactaron. Lo hicieron a pesar de que los miembros de la Asociación
Internacional para la Preservación de la Humanidad se lo habían prohibido. No
fueron los científicos, sino los ejecutivos quienes tomaron la decisión.
Lograron verse gracias a uno de los médicos que se había mostrado contrario a
las políticas restrictivas de la AIPH. Contactó con él la madre del niño. Las
madres intuyen esas cosas. La madre del chico acertó. El médico se acercó en un
reconocimiento rutinario a la madre de la niña y deslizó en su bolsillo una
nota en la que concertaba la reunión y le pedía que destruyese el papel. Las
dos madres se encontraron en una zona abierta que separaba las viviendas de ambos
y donde podían pasear con cierta tranquilidad sin verse sometidas a una
estricta vigilancia. Hablaron de sus hijos. Hablaron de los hombres. Hablaron
de la locura que había cometido la humanidad anteponiendo el trabajo a la vida,
dejando de lado el amor y sustituyéndolo por el egoísmo de una vida más cómoda,
menos comprometida que nunca acabada de ser lograda porque el consumismo, que
doblegaba la voluntad de los seres humanos jamás era saciado. Hablaron de la
esperanza depositada en sus retoños: «No es esperanza —dijo la madre del
chico—, es una terrible carga». «Así es —comentó la madre de la chica—. No
merecen soportarla». Sin embargo, ambas estuvieron de acuerdo en el hecho de
que entre sus hijos existía una hermosa relación. Una relación que en condiciones
normales nunca habían podido tener porque ya no había niños, pero una relación
que no podían permitir —ambas estuvieron de acuerdo— que sucumbiese ante la
necesidad de la humanidad de postergar su especie. «Nuestros hijos no pueden
ser Adán y Eva», dijo la madre del chico. La madre de la chica asintió. Se
levantaron de la hierba fresca donde se habían sentado, se dieron un beso de
despedida —entonces ellas no lo sabían, pero sería el último— y regresaron a
sus casas.
La madre del chico, cuando este regresó de
sus clases diarias, le dio un fuerte abrazo; ya era más alto que ella y tuvo
que pedirle que se agachase para poder darle un beso en la mejilla. Se le
cayeron algunas lágrimas que apenas pudo justificar y que solo el hambre
adolescente resolvió. Después de la cena se sentaron a hablar. La madre de la
chica esperó el regreso de su hija junto a su padre con quien había hablado
acerca de la conversación que había tenido con la madre del hijo. Al principio
se mostró incómodo porque su mujer hubiese infringido las normas de la
Asociación «… que tanto nos ha dado», concluyó, pero al momento, cuando
comprendió que de quien hablaban era de su hija, se mostró conforme con la
decisión que las madres habían tomado. Esperaron a su hija, pero esta no llegó.
Se hizo tarde, muy tarde, comenzaron a intranquilizarse, decidieron llamar a
los miembros de la AIPH, pero no obtuvieron respuesta. Salieron de su casa y se
dirigieron a los laboratorios y al aulario donde impartían las clases y donde
se encontraba la caja blanca de los niños. No había nadie. La madre pidió al
padre que la acompañase a la casa de la otra madre. No encontraron a nadie que
les impidiese llegar. Tocaron el timbre. «Abre», le dijo la madre del chico.
Abrió. «Mi madre está dentro», les dijo. La madre de su amiga comenzó a llorar.
Entendió lo que había ocurrido. Salió corriendo de regreso a las dependencias
de la Asociación. Buscó, buscó, buscó, intentó encontrar alguna pista acerca
del paradero de su hija. Nada. Todo estaba vacío. Todo había desaparecido.
Cogieron su coche y salieron en su búsqueda. El chico y su madre no supieron
nunca más de ellos. Al cabo de unos días miembros de la AIPH contactaron con
ellos. Les dijeron que la chica había sido trasladada junto con sus padres a
otro laboratorio, que habían abandonado la idea de una «procreación natural»,
esas fueron sus palabras, y que, considerando que la chica constituía realmente
el único recurso viable, habían decidido prescindir del chico. La madre sonrió.
El chico lloró. La madre lloró.
El tiempo pasó y el dolor del chico fue
convirtiéndose en un triste recuerdo según fue haciéndose un hombre. Siguió
viviendo con su madre, solos, como lo habían hecho desde que la Asociación les
abandonó. De vez en cuando regresaba a la caja blanca que compartió con su
amiga, con su única amiga, y pasaba un rato allí, recordando. Tras la muerte de
su madre comenzó a dormir cada día en la cama que un día, sin más, apareció dentro
de la caja y en la que él, el niño, y ella, la niña, se contaron sus secretos y
compartieron sus inquietudes. Las canas fueron sembrando de blanco sus sienes
siguiendo las arrugas de su frente. El tiempo, implacable, intentaba hacerle
olvidar su pasado. Pero él, cada día, tras levantarse, hacía lo que necesitaba
hacer para seguir viviendo en paz y al anochecer regresaba a su caja, a su cama,
para descansar. Un día, al regresar, cuando abrió la puerta de la habitación,
comprobó estupefacto que allí estaba ella, la niña con la que había compartido
su infancia. Seguía siendo una niña. Él lloró, ella le miró con tristeza. Se
acercó. Ella estaba sentada en la cama. Él se sentó a su lado. Ambos se
tumbaron. Ninguno dijo nada. Se dieron la mano. Él se durmió. Ya no despertó
más.
Imagen:
óleo sobre lienzo de 84 x 56 cm del pintor Oriolano Joaquín Agrasot y Juan.
Entre Madrid y Plasencia a 21 de octubre de
2018.
Rubén
Cabecera Soriano.
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