El último niño. Parte iv y final.



La madre del niño y los padres de la niña contactaron. Lo hicieron a pesar de que los miembros de la Asociación Internacional para la Preservación de la Humanidad se lo habían prohibido. No fueron los científicos, sino los ejecutivos quienes tomaron la decisión. Lograron verse gracias a uno de los médicos que se había mostrado contrario a las políticas restrictivas de la AIPH. Contactó con él la madre del niño. Las madres intuyen esas cosas. La madre del chico acertó. El médico se acercó en un reconocimiento rutinario a la madre de la niña y deslizó en su bolsillo una nota en la que concertaba la reunión y le pedía que destruyese el papel. Las dos madres se encontraron en una zona abierta que separaba las viviendas de ambos y donde podían pasear con cierta tranquilidad sin verse sometidas a una estricta vigilancia. Hablaron de sus hijos. Hablaron de los hombres. Hablaron de la locura que había cometido la humanidad anteponiendo el trabajo a la vida, dejando de lado el amor y sustituyéndolo por el egoísmo de una vida más cómoda, menos comprometida que nunca acabada de ser lograda porque el consumismo, que doblegaba la voluntad de los seres humanos jamás era saciado. Hablaron de la esperanza depositada en sus retoños: «No es esperanza —dijo la madre del chico—, es una terrible carga». «Así es —comentó la madre de la chica—. No merecen soportarla». Sin embargo, ambas estuvieron de acuerdo en el hecho de que entre sus hijos existía una hermosa relación. Una relación que en condiciones normales nunca habían podido tener porque ya no había niños, pero una relación que no podían permitir —ambas estuvieron de acuerdo— que sucumbiese ante la necesidad de la humanidad de postergar su especie. «Nuestros hijos no pueden ser Adán y Eva», dijo la madre del chico. La madre de la chica asintió. Se levantaron de la hierba fresca donde se habían sentado, se dieron un beso de despedida —entonces ellas no lo sabían, pero sería el último— y regresaron a sus casas.

La madre del chico, cuando este regresó de sus clases diarias, le dio un fuerte abrazo; ya era más alto que ella y tuvo que pedirle que se agachase para poder darle un beso en la mejilla. Se le cayeron algunas lágrimas que apenas pudo justificar y que solo el hambre adolescente resolvió. Después de la cena se sentaron a hablar. La madre de la chica esperó el regreso de su hija junto a su padre con quien había hablado acerca de la conversación que había tenido con la madre del hijo. Al principio se mostró incómodo porque su mujer hubiese infringido las normas de la Asociación «… que tanto nos ha dado», concluyó, pero al momento, cuando comprendió que de quien hablaban era de su hija, se mostró conforme con la decisión que las madres habían tomado. Esperaron a su hija, pero esta no llegó. Se hizo tarde, muy tarde, comenzaron a intranquilizarse, decidieron llamar a los miembros de la AIPH, pero no obtuvieron respuesta. Salieron de su casa y se dirigieron a los laboratorios y al aulario donde impartían las clases y donde se encontraba la caja blanca de los niños. No había nadie. La madre pidió al padre que la acompañase a la casa de la otra madre. No encontraron a nadie que les impidiese llegar. Tocaron el timbre. «Abre», le dijo la madre del chico. Abrió. «Mi madre está dentro», les dijo. La madre de su amiga comenzó a llorar. Entendió lo que había ocurrido. Salió corriendo de regreso a las dependencias de la Asociación. Buscó, buscó, buscó, intentó encontrar alguna pista acerca del paradero de su hija. Nada. Todo estaba vacío. Todo había desaparecido. Cogieron su coche y salieron en su búsqueda. El chico y su madre no supieron nunca más de ellos. Al cabo de unos días miembros de la AIPH contactaron con ellos. Les dijeron que la chica había sido trasladada junto con sus padres a otro laboratorio, que habían abandonado la idea de una «procreación natural», esas fueron sus palabras, y que, considerando que la chica constituía realmente el único recurso viable, habían decidido prescindir del chico. La madre sonrió. El chico lloró. La madre lloró.

El tiempo pasó y el dolor del chico fue convirtiéndose en un triste recuerdo según fue haciéndose un hombre. Siguió viviendo con su madre, solos, como lo habían hecho desde que la Asociación les abandonó. De vez en cuando regresaba a la caja blanca que compartió con su amiga, con su única amiga, y pasaba un rato allí, recordando. Tras la muerte de su madre comenzó a dormir cada día en la cama que un día, sin más, apareció dentro de la caja y en la que él, el niño, y ella, la niña, se contaron sus secretos y compartieron sus inquietudes. Las canas fueron sembrando de blanco sus sienes siguiendo las arrugas de su frente. El tiempo, implacable, intentaba hacerle olvidar su pasado. Pero él, cada día, tras levantarse, hacía lo que necesitaba hacer para seguir viviendo en paz y al anochecer regresaba a su caja, a su cama, para descansar. Un día, al regresar, cuando abrió la puerta de la habitación, comprobó estupefacto que allí estaba ella, la niña con la que había compartido su infancia. Seguía siendo una niña. Él lloró, ella le miró con tristeza. Se acercó. Ella estaba sentada en la cama. Él se sentó a su lado. Ambos se tumbaron. Ninguno dijo nada. Se dieron la mano. Él se durmió. Ya no despertó más.



Imagen: óleo sobre lienzo de 84 x 56 cm del pintor Oriolano Joaquín Agrasot y Juan.




Entre Madrid y Plasencia a 21 de octubre de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera



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