Felicidad.




Duerme: respiración acompasada, rítmica, como si de un fuelle con el que avivar el fuego de una chimenea de piedra, llena de madera seca de encina, se tratase, produciendo un silbido tenue, flojo, casi apático, que no llega a ser ronquido.

Mi insomnio es su descanso: descansa. Mi brazo derecho se entrecruza bajo su cuello y le sirve de almohada. Mi brazo izquierdo arropa su cuerpecito evitando que el frío se le cuele en el pijama.

Se mueve, pero sé que duerme porque sus movimientos espásticos no responden a nada más que a sus sueños. Se encuentra donde su mente imagina. Mañana no lo recordará, pero yo le vi moverse para saltar rocas, escalar montañas, volar sobre las nubes o jugar juegos que el tiempo le harán olvidar, ¿quién sabe?

Un suspiro me acerca, nos acerca, al alba. En breve despertará, se desperezará, estirará sus brazos y piernas contrayendo al mismo tiempo todos sus músculos; pedirá a su madre, que de padre ya tuvo bastante.

Después, el hambre no le dejará aguantar más en la cama y tocará calentar la leche porque el frío arrecia y preparar tostadas para saciar su apetito, pero aún están por llegar los primeros rayos de sol.

Otro suspiro, esta vez suyo, le lleva al duermevela y otro más, casi un bostezo, le despierta. Ya está de vuelta de sus sueños, por más que no se acuerde, por más que haya sido yo el que le ha visto moverse y hablar en ellos. Ya está aquí, otra vez, conmigo, a mi lado, entre mis brazos, no tengas prisa por irte: ¿Has dormido bien? No responde, es demasiado pronto, Qué padre tienes que no es capaz de esperar a que vuelva al reino de los despiertos, pienso. Asiente con la cabeza. Solo lo percibo, no puedo verlo porque los rayos, esos tan esperados, aún no descubrieron cómo atravesar las humildes tablillas de las persianas.

Lo atraigo hacia mí. Lo quiero. Lo aprieto contra mi pecho, quiero darle mi calor, mi alma, mi vida. Él, huidizo, quiere zafarse de mí. Quiere jugar. Se incorpora: Tengo hambre, dice. Vamos a la cocina, le digo.

Nos levantamos. No estamos solos, pero somos los primeros en amanecer. En la cocina, él mira cómo preparo las tazas del desayuno y las tostadas. Con mantequilla, me pide. Con mantequilla, repito. La saco del frigorífico, la pongo sobre la mesa, al lado del plato en el que las tostadas se enfriarán ligeramente, lo justo para que no se queme cuando le dé el primer muerdo, pero permita que la mantequilla se derrita. Así le gusta. Córtame el borde… por favor, le he mirado sonriente para que terminara la frase con ese por favor.

La leche se la toma. La tostada se la toma. Pide algo especial. Yo sonrío y le pregunto que qué quiere. Cereales, dice. ¿Cuáles?, pregunto. Los amarillos, responde. Se los echo en la taza y pide un poco más de leche. Una cuchara, por favor, ahora no ha hecho falta que le mire. Se la doy, hacemos un puente con ella apoyándola sobre el borde de la taza. Es un puente, dice. Sí.

Una personita aparece en la puerta de la cocina. Silenciosa, sonriente, maravillosa. La miro. Sonrío. Se acerca. Me abraza. La cojo. La beso. ¿Has dormido bien?, pregunto. Asiente. Todavía no puede hablar. Acaba de llegar del mundo de los sueños, como hace rato hizo su hermano. No dice nada, pero señala la mesa. Tiene hambre. ¿Tienes hambre? Sí, responde. Es su primera palabra. La llevo a su silla, pero quiere sentarse en la de su madre, como hizo su hermano con la de su padre. Cojo su taza. Tiene un corazón pintado. La mira, es la suya. Sonríe. Le echo la leche. Ya, que luego me duele la barriga, dice. Le pongo la tostada. Ella también quiere cereales. No son los mismos. Se los pongo. Le doy una cuchara y, sin esperar a que se hundan, coge unos pocos y se los lleva a la boca. Me mira pidiéndome más. Le sirvo unos pocos.

La madre, la mujer, la mujer, la madre llega. También tiene su tostada. Ella sí habla. Los mayores salimos antes del mundo de los sueños. Buenos días, dice. ¿Mi beso?, pregunta. Todos se lo damos. Calienta su leche en un cazo. Espera a que termine de calentarse y se lo sirve en su taza. Ahora estamos todos sentados. La mesa es pequeña, el hule está roto, pero tiene vívidos colores, con ositos, coches, trompetas, cohetes, ... Casi no cabemos, pero reconforta poder desayunar en familia. Ellos frente a nosotros, nosotros frente a ellos. La mañana nos regala una hermosa luz que vemos colarse a través de la ventana del salón. Hoy hará frío. Más que ayer. No importa. Nos abrigaremos. Quiero las botas. No llueve. Quiero las botas. Ahora veremos. Hay que terminar el desayuno, lavarse los dientes, la cara, los ojitos, la boca. Tenemos que estar limpios. Jo. No hay quejas. Hay que hacerlo. Se levantan de la mesa. Dejad vuestras tazas en la encimera, por favor, les pido. No llegan aún al fregadero. Se van al cuarto de baño. Juegan. Esperan, inconscientes, la reprimenda de sus padres, el recuerdo de sus obligaciones que acometerán a la de tres. La madre, la mujer, la mujer, la madre me mira, sonríe. Estamos solos. Extiende su mano. Extiendo la mía. Se entrecruzan. Nos miramos. Sonreímos. Ese es nuestro mundo de los sueños. Nos levantamos. Hemos terminado de desayunar. Ahora comienza el día, lo de antes fue un sueño real.


Imagen: Fotografía de la mesa con el hule. Rubén Cabecera Soriano


En Mérida a 4 de noviembre de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera



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