domingo, 4 de noviembre de 2018
Felicidad.
Duerme: respiración acompasada, rítmica, como
si de un fuelle con el que avivar el fuego de una chimenea de piedra, llena de
madera seca de encina, se tratase, produciendo un silbido tenue, flojo, casi apático,
que no llega a ser ronquido.
Mi insomnio es su descanso: descansa. Mi
brazo derecho se entrecruza bajo su cuello y le sirve de almohada. Mi brazo
izquierdo arropa su cuerpecito evitando que el frío se le cuele en el pijama.
Se mueve, pero sé que duerme porque sus
movimientos espásticos no responden a nada más que a sus sueños. Se encuentra donde
su mente imagina. Mañana no lo recordará, pero yo le vi moverse para saltar
rocas, escalar montañas, volar sobre las nubes o jugar juegos que el tiempo le
harán olvidar, ¿quién sabe?
Un suspiro me acerca, nos acerca, al alba. En
breve despertará, se desperezará, estirará sus brazos y piernas contrayendo al
mismo tiempo todos sus músculos; pedirá a su madre, que de padre ya tuvo bastante.
Después, el hambre no le dejará aguantar más
en la cama y tocará calentar la leche porque el frío arrecia y preparar tostadas
para saciar su apetito, pero aún están por llegar los primeros rayos de sol.
Otro suspiro, esta vez suyo, le lleva al duermevela
y otro más, casi un bostezo, le despierta. Ya está de vuelta de sus sueños, por
más que no se acuerde, por más que haya sido yo el que le ha visto moverse y
hablar en ellos. Ya está aquí, otra vez, conmigo, a mi lado, entre mis brazos,
no tengas prisa por irte: ¿Has dormido bien? No responde, es demasiado pronto, Qué
padre tienes que no es capaz de esperar a que vuelva al reino de los despiertos,
pienso. Asiente con la cabeza. Solo lo percibo, no puedo verlo porque los
rayos, esos tan esperados, aún no descubrieron cómo atravesar las humildes
tablillas de las persianas.
Lo atraigo hacia mí. Lo quiero. Lo aprieto
contra mi pecho, quiero darle mi calor, mi alma, mi vida. Él, huidizo, quiere zafarse
de mí. Quiere jugar. Se incorpora: Tengo hambre, dice. Vamos a la cocina, le
digo.
Nos levantamos. No estamos solos, pero somos
los primeros en amanecer. En la cocina, él mira cómo preparo las tazas del
desayuno y las tostadas. Con mantequilla, me pide. Con mantequilla, repito. La saco
del frigorífico, la pongo sobre la mesa, al lado del plato en el que las tostadas
se enfriarán ligeramente, lo justo para que no se queme cuando le dé el primer
muerdo, pero permita que la mantequilla se derrita. Así le gusta. Córtame el
borde… por favor, le he mirado sonriente para que terminara la frase con ese por
favor.
La leche se la toma. La tostada se la toma.
Pide algo especial. Yo sonrío y le pregunto que qué quiere. Cereales, dice. ¿Cuáles?,
pregunto. Los amarillos, responde. Se los echo en la taza y pide un poco más de
leche. Una cuchara, por favor, ahora no ha hecho falta que le mire. Se la doy,
hacemos un puente con ella apoyándola sobre el borde de la taza. Es un puente,
dice. Sí.
Una personita aparece en la puerta de la
cocina. Silenciosa, sonriente, maravillosa. La miro. Sonrío. Se acerca. Me
abraza. La cojo. La beso. ¿Has dormido bien?, pregunto. Asiente. Todavía no
puede hablar. Acaba de llegar del mundo de los sueños, como hace rato hizo su hermano.
No dice nada, pero señala la mesa. Tiene hambre. ¿Tienes hambre? Sí, responde.
Es su primera palabra. La llevo a su silla, pero quiere sentarse en la de su
madre, como hizo su hermano con la de su padre. Cojo su taza. Tiene un corazón
pintado. La mira, es la suya. Sonríe. Le echo la leche. Ya, que luego me duele
la barriga, dice. Le pongo la tostada. Ella también quiere cereales. No son los
mismos. Se los pongo. Le doy una cuchara y, sin esperar a que se hundan, coge
unos pocos y se los lleva a la boca. Me mira pidiéndome más. Le sirvo unos pocos.
La madre, la mujer, la mujer, la madre llega. También tiene su tostada.
Ella sí habla. Los mayores salimos antes del mundo de los sueños. Buenos días,
dice. ¿Mi beso?, pregunta. Todos se lo damos. Calienta su leche en un cazo.
Espera a que termine de calentarse y se lo sirve en su taza. Ahora estamos
todos sentados. La mesa es pequeña, el hule está roto, pero tiene vívidos
colores, con ositos, coches, trompetas, cohetes, ... Casi no cabemos, pero reconforta poder desayunar en familia. Ellos
frente a nosotros, nosotros frente a ellos. La mañana nos regala una hermosa
luz que vemos colarse a través de la ventana del salón. Hoy hará frío. Más que
ayer. No importa. Nos abrigaremos. Quiero las botas. No llueve. Quiero las
botas. Ahora veremos. Hay que terminar el desayuno, lavarse los dientes, la
cara, los ojitos, la boca. Tenemos que estar limpios. Jo. No hay quejas. Hay
que hacerlo. Se levantan de la mesa. Dejad vuestras tazas en la encimera, por
favor, les pido. No llegan aún al fregadero. Se van al cuarto de baño. Juegan.
Esperan, inconscientes, la reprimenda de sus padres, el recuerdo de sus
obligaciones que acometerán a la de tres. La madre, la mujer, la mujer, la madre me mira, sonríe.
Estamos solos. Extiende su mano. Extiendo la mía. Se entrecruzan. Nos miramos.
Sonreímos. Ese es nuestro mundo de los sueños. Nos levantamos. Hemos terminado
de desayunar. Ahora comienza el día, lo de antes fue un sueño real.
Imagen: Fotografía de la mesa con el hule. Rubén
Cabecera Soriano
En Mérida a 4 de noviembre de 2018.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera
Etiquetas:
Cuentos y relatos.,
Felicidad.