Al día siguiente cursé —término con el que a
los técnicos periciales nos gusta referirnos a las inspecciones que realizamos—
mi segunda visita lleno de papeles con anotaciones sobre las cotas de cada una
de las estancias. Había recibido un correo esa misma mañana de la aseguradora
en el que se me facilitaba, al margen de la información que ya me habían
suministrado, una relación de elementos de mobiliario que habían sido
desechados también como consecuencia de los desajustes en sus medidas. Me
pedían que los tuviera en cuenta a los efectos de una posible valoración futura.
Tuve la precaución de comprobar si esos elementos estaban diseñados sobre la
base dimensional original del proyecto o más bien respondían a medidas tomadas
in situ. Supuse que sería la primera opción puesto que, en caso contrario, poco
sentido podría tener su descarte. Estaba equivocado. Grosso modo, las medidas de los muebles no cuadraban en los planos
originales del proyecto, con lo que debían haberse medido directamente en la
obra, pero, sin embargo, o esas medidas estaban mal tomadas o se había
producido un error en el posicionamiento de los muebles porque no tenía ningún
sentido que no cupiesen, por exceso o por defecto, donde estaban previstos.
En la entrada principal al edificio me percaté de la presencia de una
serie de huecos en fachada que me habían pasado desapercibidos el día anterior.
Recordaba perfectamente cómo había estado estudiando con profusión el alzado principal
porque uno de los problemas más graves que había acontecido estaba relacionado
con la rotura de los cristales de la portada que provocó, en su caída, un par
de heridos, no muy graves, eso sí, entre los obreros. El caso es que esos
huecos, ahora vacíos, no se encontraban ubicados tal y como estaban contemplados
en el levantamiento del equipo redactor y tampoco me pareció verlos así el día
anterior. Inmediatamente saqué de mi bolso la cámara y me puse a rebuscar entre
las fotos alguna de las muchas que tomé en mi visita previa. En ese instante el
vigilante de seguridad me increpó: «Está prohibido pararse aquí». Le dije que
era el perito que estaba realizando el informe para la aseguradora y que tenía
permiso para visitar la construcción. Me pidió el nombre, supongo que más bien
por una cuestión rutinaria y, tras confirmarlo en un papel que guardaba en el
bolsillo de su chaqueta, que me pareció publicidad de un supermercado, autorizó
—entiéndase en sentido retórico— mi acceso y me escoltó durante toda la visita.
No fue muy dicharachero, la verdad, aunque al principio me explicó que llevaba
varios años trabajando para la empresa y que «…siempre había hecho las noches»,
pero que desde que estaba vigilando este inmueble le habían cambiado al turno
de mañana porque, al parecer, nadie había querido quedarse para hacer las jornadas
nocturnas, eran «…imposibles», esa fue su descripción. «¿No habrá fantasmas?»,
pregunté con un tono socarrón. «Hombre, no bromee usted con esas cosas, que ya
han tenido que llevarse a dos compañeros míos con ataques de ansiedad. Pero
para su tranquilidad le diré que nadie los ha visto aún si los hay…». La verdad
es que no me dejó muy calmado su comentario, más bien al contrario, me inquietó
más aún, aunque no quise prestarle demasiada atención, imagino que para no caer
en una absurda paranoia.
Enseguida nos adentramos en el inmueble, y solo hizo falta cruzar el
magnífico umbral que se iluminaba a través de un esbelto hueco a una inmensa
altura para que la aparente locuacidad y la amabilidad inicial del guarda
desaparecieran de forma inmediata dando paso a un discreto silencio aderezado
con refunfuñantes letanías cada vez
que le pedía que alumbrase con su linterna a un sitio u otro y así poder distinguir
con detalle algún recóndito rincón poco iluminado. Estuve tomando cientos de
notas en mi cuaderno, decenas de fotos con mi máquina, y numerosas acotaciones
con mi medidor y con mi flexómetro durante varias horas hasta que la escasa luz
vespertina me impidió proseguir. Recorrí cada estancia adintelada, cada pasillo
amurallado, cada depósito cilíndrico, por oculto que estuviese, comprobando el
estado de cada piedra, de cada ladrillo, de cada viga de madera, de cada muro
de hormigón, revisando cada detalle por exiguo que pudiera parecerme. Estaba
satisfecho porque entendía que la visita había sido muy productiva y me marché
a mi humilde morada contento por el esfuerzo realizado. Sin embargo, el trabajo
posterior puso de manifiesto una sospecha irracional que merodeaba sobre mi
cabeza tras la primera visita y la posterior comprobación que efectué con la
documentación que me facilitaron. Todos los datos que acababa de tomar diferían
considerablemente del proyecto inicial, lo cual entraba dentro de lo razonable
a la vista de los acontecimientos, pero lo que resultaba más asombroso y
extraño era que esos mismos datos también diferían, y no poco, de los que yo mismo
había tomado la jornada anterior acompañado por la dirección facultativa y el
jefe de las obras. Esperé pacientemente hasta la hora de mi sueño que fijaba mi
vecina, la farola, reflexionando e intentando sacar conclusiones coherentes
sobre toda la documentación que descansaba plácidamente en mi escritorio tras
el ajetreo de papeles de mi jornada laboral nocturna. No cabía el error, no
podía haberme equivocado tanto de un día para otro, a pesar de que pudiera
haberme distraído por la compañía. Era imposible: «Sabes medir…», me repetía
constantemente en voz alta. El problema real, la verdadera incongruencia, el
auténtico disparate surgió al repasar las fotografías. Tengo por costumbre
anotar la ubicación aproximada desde la que realizo cada foto. Suele ser muy
útil, no solo para los informes, sino también a la hora de aclararme con la
información que voy recabando, en especial si transcurre algún tiempo entre la
toma de los datos y la elaboración de la literatura del documento. Pues bien,
cuando pude concretar la posición aproximada de las fotos tomadas un día y
otro, cuestión esta que no resultó nada fácil porque, como acabo de decir
existían profundas discrepancias entre los resultados del primer y segundo día,
resolví que el objetivo de mis fotografías también había variado de forma
sustancial. Tuve que repetir la comprobación dos, tres, cuatro veces; terminé
perdiendo la cuenta para poder asegurarme de que cada imagen que comprobaba
estaba tomada desde el mismo sitio y de que el objetivo debía haber sido el
mismo, pero no lo era. Había cambiado. Siempre había alguna diferencia, o era
un depósito visiblemente más alto o bajo, o un pasillo más ancho o estrecho, o
una puerta que estaba o no estaba, o una ventana abierta o cerrada. En fin, una
auténtica locura inexplicable.
No estaba seguro de querer volver a ese lugar. Estuve tentado de
renunciar al informe dando por perdido mi trabajo, pero supongo que una mezcla
de curiosidad morbosa, a la vez que temeraria, junto con algo de prurito
profesional —lo justito, no se crean—, me impulsó a proseguir con él y realizar,
ya al día siguiente, la que creía sería mi última visita para hacer un chequeo
ordinario —si es que había algo ordinario en aquel edificio— que me sirviese
para confirmar, más bien desmentir nuevamente, todos los resultados que había
obtenido. Me levanté con la sensación de no haber descansado, con una idea
insensata que rondaba mi cabeza y que no tenía explicación alguna, que tenía
que ver con cuestiones en las que no creo, indemostrables, que casi me prohibía
a mí mismo pensar, pero que eran la única forma de ofrecer una aclaración
posible por muy irracional que fuese. Llegué muy temprano al silo, con el
estómago vacío porque no había sido capaz de probar bocado, y allí estaba
esperándome el vigilante, en la puerta, de pie, impertérrito, como una
escultura que flanquea el acceso al interior del edificio, pero cuya pareja
dispuesta simétricamente, siguiendo los cánones de belleza barroca, hubiera
desaparecido. «Me gustaría entrar solo», le espeté nada más llegar sin ni
siquiera saludarle. «Como quieras», me respondió con una sonrisa que yo entendí
como complaciente, aunque seguramente era de alivio.
Imagen de origen desconocido.
En Mérida a 14 de enero de 2018.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera