La historia que les voy a contar es
verdadera, tanto como lo puede ser mi existencia —si es que realmente sigo
existiendo—. Poco importa cuándo aconteció, pero la inexorable sucesión de
días, minutos y segundos transcurridos desde aquel instante me recuerda que fue
hace poco más de un año. Nada ha sido
igual desde entonces por más que haya buscado nuevas ilusiones, nuevos retos,
nuevas motivaciones que me ayudasen a superar la experiencia que viví, más bien
sufrí, aquel día, porque nada puede parecerse a aquello que sentí.
La rutina ayuda, habrá gente que piense que vivir con una inercia
monótona, constante y sucesiva puede ser letal, puede terminar con cualquiera,
pero la realidad es que cierta constancia e incluso algo de automatismo te proporciona
tranquilidad y sosiego en tu día a día rellenando ordenadamente tus vacíos —que
siempre los hay y son aterradores—. Al menos eso pensaba yo.
Suelo acostarme tarde, muy tarde, cerca de las dos de la mañana. A las
dos menos cuarto para ser precisos, pero no piensen que soy alguna suerte de
maniático obsesivo compulsivo con la hora del sueño, es sencillamente que a esa
hora apagan las luces de la calle donde vivo y, como el escaso sueldo que
percibo no me da para más, no he logrado aún adquirir las necesarias cortinas,
persianas o contraventanas que me protejan de esa maldita farola cuya lámpara
se encuentra justo delante de la ventana de mi dormitorio —que también es
salón, y cocina, y estar; así se hacen ustedes idea de mi precariedad y miseria—.
Cualquiera podría pensar que, con muy poco ingenio y, por ejemplo, una caja de
cartón sacada de la basura, vista mi gran escasez, se puede idear algún
elemento que sirva como protección ante esa contaminación lumínica que no me
deja descansar. Así es, y así lo hice, pero terminó siendo tan incómodo y poco
práctico, en especial las ranuritas por las que se colaban rayitos de luz
—nótese mi tono sarcástico—, que opté por acostumbrarme —¿recuerdan lo de la
rutina?— a esa luz y cambié todos mis horarios para aprovechar precisamente el
alumbrado público y ahorrarme algo de electricidad apagando mis luces y prosiguiendo
hasta las dos menos cuarto con mi trabajo diario. En fin, son las consecuencias
de mi infortunio.
No les he dicho aún a qué me dedico: soy aparejador, aunque poco he
aparejado en los últimos tiempos, así que me aplico el título de ingeniero de
la edificación, que convalidé convenientemente, suena muy rimbombante y además
parece que sirve para todo —no sé si exageradamente o no, pero entre mis amigos
ingenieros corre el bulo de que podrían llegar a visar un gato sin que nadie
les pusiese pegas—, por más que solo me dedique a hacer informes periciales
para un par de aseguradoras. Por cierto, también soy arquitecto, aunque
habitualmente evito indicarlo porque tengo la sensación de me toman por un
apestado cuando soy preguntado por mi profesión y revelo con la cabeza agachada,
casi avergonzado, mi título, pero eso es harina de otro costal. Además, si he
aparejado poco, imagínense cuánto he debido diseñar en estos tiempos que corren…
En fin, en cualquier caso, confieso que los informes los suscribo como
arquitecto e ingeniero de la edificación —aunque no siempre en ese orden—, lo
cual, cara a los jueces y según me indican los abogados de las compañías para
las que trabajo, parece que ofrece más garantías acerca de la seriedad y resolutividad —ya sé que esa palabra no
existe, pero está permanentemente en boca de los letrados con los que trabajo—
de mis periciales.
Acababa de terminar un informe solicitado con urgencia, como todos,
acerca de un extraño y antiguo edificio: se trataba de un inmenso silo que
poseía un fuerte carácter patrimonial y gran arraigo local, y que había
permanecido cerrado durante mucho tiempo. Fue adquirido por una multinacional
textil tras un proceso de exoneración y subasta llevado a cabo por la
administración pública propietaria. El edificio se encuentra en un municipio de
tamaño medio, que podríamos denominar, sin ánimo peyorativo, provinciano, donde
actualmente vivo y donde cursé mis estudios primarios. El silo, tras las obras
de restauración y rehabilitación pertinentes, que no tuve la fortuna, por más
que lo hubiese deseado, de desarrollar, había manifestado algunas patologías
definidas por la nueva propiedad como «extrañas y anómalas», que habían
provocado un inadmisible retraso en la apertura con el consiguiente quebranto
económico producido para la marca textil y el incremento inaceptable de los
costes de reparación que, tras varios intentos, no parecían poner fin a las
deficiencias surgidas. Esta situación condujo a la interposición de una gigantesca
demanda a la administración pública, antigua propietaria, que fue acusada de
vender un inmueble sin haber manifestado explícitamente la existencia de esos
problemas, frente a lo que se argumentaba, no sin falta de razón, que el bien
que se vendió había sido visitado en innumerables ocasiones por el comprador
con sus técnicos no habiéndose detectado en ningún momento la existencia de las
patologías de cuyo conocimiento y no revelación ahora le acusaban. En cualquier
caso, la demanda intentaba resolverse extrajudicialmente en primera instancia,
para lo cual la aseguradora que había intervenido en la operación me había
encargado un informe preliminar.
Esa misma mañana había efectuado la última visita al inmueble de todas
las que había realizado en los últimos días bajo la supervisión del vigilante
de seguridad de la empresa constructora, que aún no había abandonado el edificio,
a pesar de que ya no proseguía sus trabajos allí, pero que debía ejercer su
labor de vigilancia porque la nueva propiedad no quería recibir la obra
mientras no se subsanasen las deficiencias aparecidas. La primera visita la
hice unos días antes con los técnicos de la obra, con sus directores y con su
jefe. Amablemente me explicaron el proyecto que anteriormente me habían
facilitado y que contenía una amplia e ilustrada documentación histórica y un
exhaustivo levantamiento del estado previo a la intervención en el que se
reflejaba cada detalle, por nimio que pareciese, de la construcción. Además,
fueron mostrándome la sucesión de inmensos espacios que respetaban escrupulosamente
la configuración estructural inicial. Sin embargo, tal y como les indiqué y
como resultaba obvio de apreciar, algo andaba mal. «Estas estancias no son como
en el proyecto», comenté. Ellos asintieron circunspectos. De ahí en adelante la
visita discurrió en un constante e incómodo silencio solo quebrantado por
algunos comentarios que creía necesario hacer y que encontraron como única
respuesta taciturnos murmullos que ponían de manifiesto la impertinencia, para
ellos, de mis observaciones. Al final del día, tras las cuatro o cinco horas
que estuvimos recorriendo el edificio sin descanso, les indiqué que necesitaría
volver al día siguiente. No pusieron reparo alguno —tampoco se les iluminó la
cara de alegría—, pero todos ellos indicaron que no podrían acompañarme. Así
que la empresa dispuso que un vigilante de seguridad fuese mi compañero en las sucesivas
inspecciones.
Analizando los datos posteriormente, ya en mi casa, deduje que era muy
improbable que se hubiese producido el cúmulo de despropósitos en las medidas
de las estancias que había evidenciado durante mi primera visita. Tomé muchas cotas
que comprobé posteriormente en mi casa: ninguna cuadraba, pero, además, no es
que fuesen pequeños ajustes, tolerables en una rehabilitación, los errores en
las medidas de las estancias, sino que alcanzaban magnitudes incoherentes,
irracionales. Yo no conocía al equipo redactor y director, como tampoco había
trabajado nunca con el jefe de obra, pero me parecía increíble que ninguno de
ellos se hubiese percatado de semejante disparate. De otra parte, pude
comprobar que eran profesionales de primera línea y con contrastada experiencia
en rehabilitación, así que me costaba entender lo que había ocurrido. No daba
crédito a la comparativa que estaba haciendo: o el levantamiento inicial era
una auténtica basura, a pesar de la aparente precisión con la que estaba
dibujado, o durante la obra se habían producido ajustes que incomprensiblemente
no se habían puesto de manifiesto en las actas de las visitas o en el proyecto
final de obra, hecho este que me parecía sumamente extraño.
Imagen: Arquitecto Loco, Iván Cantos.
En Mérida a 11 de junio de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera