Me adentré en el bosque de esbeltos depósitos cilíndricos de hormigón
tras el inmenso zaguán. Recorrí cada una de las diez plantas del edificio observándolo
todo, pero sin centrarme en nada, llegué hasta el bajo cubierta donde un
segundo bosque, este de tolvas de acero que servían de coronación de los
depósitos, se entrelazaba con los pilares de hormigón que remataban la
edificación para conformar la cubierta de dos faldones de teja entre los que se
intercalaba una rítmica sucesión de lucernarios que filtraba la intensa luz
matinal. Me asomé al mirador que coronaba la torre para contemplar la ciudad.
Desde allí el antiguo apeadero ferroviario mostraba los vestigios de lo que fue
y la triste acumulación de jaramagos y despojos vegetales en que se había
convertido tras su abandono. Todo parecía normal. Bajé las escaleras
comprobando cómo se iba atenuando la luz desde la planta superior a la de
acceso. No paré hasta llegar al sótano donde apenas unos rayos de sol se
filtraban por las ventanas enrasadas al techo de la estancia. Allí un cúmulo de
papeles mohosos procedentes del extinto Servicio Nacional de Productos Agrarios
pertenecientes al Ministerio de Agricultura y fechados en las postrimerías de
la década de los cincuenta languidecía absorbiendo la humedad proveniente del
suelo. Entonces lo recordé, como una chispa que se enciende en tu cerebro de
repente. Yo había estado allí. Hacía más de cuarenta años, cuando era solo un
niño. Seguramente entré atraído por la curiosidad que imponía semejante
edificio, tan majestuoso, escoltado por otras construcciones menores,
sutilmente alejadas pero dentro de la magnífica explanada de hormigón agrietado
por la acción del tiempo en connivencia con las hierbas, omnipotentes ellas,
capaces de crecer en el alma de cualquier construcción. El silo se erigía
solitario y casi desafiante ante una ciudad decadente que no reconocía su
nobleza y que le había dado la espalda produciéndole un inmenso dolor que
manifestaba lagrimosamente con los surcos mohosos que rodeaban sus ventanas. Se
encontraba situado al lado de unas vías de tren abandonadas que recorría en mis
caminatas a casa de mis abuelos. Supongo que uno de esos días, volviendo del
colegio, saltaría la valla perimetral y entraría en el edificio a través de
alguna de sus ventanas. Un allanamiento en toda regla. Fue el olor a
podredumbre del sótano lo que me hizo recordar aquella visita. Sentí esa
sensación casi irracional de revivir a través del olfato un instante pasado
como si este nunca hubiera finalizado, como si el tiempo se hubiese detenido.
No sabría decir si sentí una intensa alegría o una profunda pena, el caso es
que por un instante volví a ser el niño curioso que escudriñaba aquello que su
mente no alcanzaba a comprender. Creo que lloré. Al cabo de lo que fue solo un
rato para mí, oí las voces del vigilante llamándome desesperado. Le contesté
que esperase, que estaba en el sótano, que subía enseguida. No quería que
bajase a ese lugar y mancillase lo que había sido por un momento templo de mi
infancia. Subí las escaleras tropezándome varias veces por la profunda
oscuridad que había invadido la sala. La noche había caído a plomo y no me
había dado cuenta de que había pasado casi todo el día en el sótano del silo.
«Pensé que le había ocurrido algo. He estado a punto de avisar a la policía»,
me chilló visiblemente enfadado. Un escueto «Lo siento» fue mi única respuesta
y me marché sin despedirme.
Llegué a casa. Me duché. Cené algo. Me dispuse a trabajar un rato para
rematar el informe y entregarlo al día siguiente, tal y como me había
comprometido, a pesar de que no tenía ninguna gana. Lo acabé poco antes de las
dos menos cuarto de aquel día de hace algo más de un año. Había terminado pues
mi jornada laboral, cosa poco habitual en mí, y esperaba reflexivo y paciente
el apagado del alumbrado público para descansar sin poder dejar de pensar en lo
que acababa de sucederme en el sótano del silo. Sin embargo, a la hora
esperada, y deseada, la bombilla de la farola comenzó a parpadear en lugar de
apagarse como era habitual. Fue como un aviso, en ningún momento pensé que
pudiera tratarse de una avería o algo similar. Entendí en aquella titilante luz
una llamada del silo. Hoy sé que aquello fue una imprudencia, una insensatez
fruto del aturdimiento y confusión que me había provocado la visita que acababa
de realizar. Pero no pude contenerme y me dirigí nuevamente allí.
La noche era cerrada, pero llegué caminando sin dificultad. Era la
primera vez que hacía el recorrido a pie. No sé cuánto tarde en llegar, pero
fue una caminata muy larga; hoy lo sé porque lo comprobé posteriormente, pero
aquella noche apenas fui consciente del tiempo que estuve andando. Al llegar la
puerta de acceso esta estaba abierta, se diría que el silo estaba esperándome,
invitándome a entrar. No pude resistirme a pesar de que lo poco que me quedaba
de sentido común me decía que no era una buena idea. Me encontraba en un estado
de éxtasis insólito que provocaba toda suerte de reacciones surrealistas en mí.
El silo se transformó, cobró vida en su quietud, casi me parecía oírle
susurrándome al oído que debía entrar, que debía buscar en su interior, que
debía hallar algo en su alma, pero no sabía qué, no parecía querer decírmelo.
Traspasé el umbral de entrada y un mundo surreal se abrió ante mí. Las vigas,
los pilares, los muros, los depósitos se retorcían quejumbrosos, se abalanzaban
sobre mí, frenándose instantes antes de golpearme, me obligaban a agacharme
para evitar ser aplastado, giraban, se enroscaban, se curvaban, se arqueaban hasta
definir geometrías imposibles en las que no cabían los conceptos mecánicos que
permiten la sustentación de los edificios. Solo una maravillosa imaginación era
capaz de crear un espacio así: la del silo. No valía la pena intentar reconocer
ninguna estancia para ubicarme en el interior del edificio, cada pieza se
transformaba a mi paso y unas veces tenía la sensación de subir y otras de
bajar sin que fuera mi intención ni lo uno ni lo otro. A veces, un pasillo me
sacaba del edificio para mostrarme la ciudad iluminada con farolas
centelleantes y me devolvía mostrándome la magnificencia del silo, y otras, un
depósito me engullía para arrastrarme al interior de la tierra convirtiéndose
en una prisión mortal de necesidad si así lo hubiese deseado mi anfitrión. Las
escaleras se enroscaban dúctiles en torno a mi cuerpo hasta casi abrazarme para
trasladarme por entre las tripas del edificio. Recuerdo perfectamente que en
ningún momento sentí miedo. Sin embargo, fui consciente de estar a merced del
silo, no era más que un muñeco en sus manos, un trapo que podía arrojar en
cualquier momento acabando con mi existencia sin que el más insignificante
atisbo de preocupación le alcanzase; yo no era nada, él lo era todo.
En un instante concreto todo terminó. Sin más. Aparecí sentado al lado
de una tolva caída de la última planta con la espalda apoyada sobre un pilar
que poco antes parecía encrespado, arremetiendo contra mí. La quietud y el
silencio me sobrecogieron. No recuperé la cordura hasta que los primeros rayos
de sol del amanecer me sacaron del trance en que había permanecido gran parte
de la noche. Me levanté y me dirigí a las escaleras. Comencé a bajar temeroso
pero confiado, por muy paradójico que pueda parecer. Estaba convencido de que
el silo ya había dicho todo lo que tenía que decir y estaba convencido de
haberlo entendido. Sabía perfectamente qué debía hacer. Al salir, no me atreví
a mira atrás, pero fui consciente de que el silo me miraba a través de sus
paredes, con sus ventanas. Caminé tambaleándome durante unos metros, pero
enseguida me erguí y regresé a mi casa. No he vuelto a visitarlo desde
entonces. Al llegar al portal comprobé que la farola, mi vecina, aún
parpadeaba. El resto ya estaban apagadas. Subí a mi piso y me puse a trabajar.
Cambié las conclusiones del informe, solo eso, pues solo eso es lo que, según dicen
los abogados con los que trabajo, se leen los jueces. Fui claro: el silo quiere
paz, el silo quiere respeto. Sabía que esa conclusión me acarrearía problemas
—de hecho, no he conseguido realizar ni un solo informe desde entonces—, pero
tenía que ser fiel a lo que me había mostrado el edificio. Era mi obligación
convencer a quien quisiese escucharme de que la belleza del silo se encontraba
en sí mismo y por sí mismo era capaz de ofrecer un uso provechoso, y que no era
necesario realizar sobre él transformaciones sustanciales e invasivas para obtener
algún beneficio. No se iba a dejar, tal y como había demostrado. El silo quería
paz, el silo quería respeto. Su idiosincrasia, su historia, todo su ser debía
ser aprehendido con honestidad, admirado por su trascendencia y reconocido en
sus valores. Solo eso aceptaría porque él, el silo, formaba parte de nuestro
ser.
Imagen: JJPOZO
En Mérida a 21 de enero de 2018.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera