Geometrías imposibles. Parte iii y final.



Me adentré en el bosque de esbeltos depósitos cilíndricos de hormigón tras el inmenso zaguán. Recorrí cada una de las diez plantas del edificio observándolo todo, pero sin centrarme en nada, llegué hasta el bajo cubierta donde un segundo bosque, este de tolvas de acero que servían de coronación de los depósitos, se entrelazaba con los pilares de hormigón que remataban la edificación para conformar la cubierta de dos faldones de teja entre los que se intercalaba una rítmica sucesión de lucernarios que filtraba la intensa luz matinal. Me asomé al mirador que coronaba la torre para contemplar la ciudad. Desde allí el antiguo apeadero ferroviario mostraba los vestigios de lo que fue y la triste acumulación de jaramagos y despojos vegetales en que se había convertido tras su abandono. Todo parecía normal. Bajé las escaleras comprobando cómo se iba atenuando la luz desde la planta superior a la de acceso. No paré hasta llegar al sótano donde apenas unos rayos de sol se filtraban por las ventanas enrasadas al techo de la estancia. Allí un cúmulo de papeles mohosos procedentes del extinto Servicio Nacional de Productos Agrarios pertenecientes al Ministerio de Agricultura y fechados en las postrimerías de la década de los cincuenta languidecía absorbiendo la humedad proveniente del suelo. Entonces lo recordé, como una chispa que se enciende en tu cerebro de repente. Yo había estado allí. Hacía más de cuarenta años, cuando era solo un niño. Seguramente entré atraído por la curiosidad que imponía semejante edificio, tan majestuoso, escoltado por otras construcciones menores, sutilmente alejadas pero dentro de la magnífica explanada de hormigón agrietado por la acción del tiempo en connivencia con las hierbas, omnipotentes ellas, capaces de crecer en el alma de cualquier construcción. El silo se erigía solitario y casi desafiante ante una ciudad decadente que no reconocía su nobleza y que le había dado la espalda produciéndole un inmenso dolor que manifestaba lagrimosamente con los surcos mohosos que rodeaban sus ventanas. Se encontraba situado al lado de unas vías de tren abandonadas que recorría en mis caminatas a casa de mis abuelos. Supongo que uno de esos días, volviendo del colegio, saltaría la valla perimetral y entraría en el edificio a través de alguna de sus ventanas. Un allanamiento en toda regla. Fue el olor a podredumbre del sótano lo que me hizo recordar aquella visita. Sentí esa sensación casi irracional de revivir a través del olfato un instante pasado como si este nunca hubiera finalizado, como si el tiempo se hubiese detenido. No sabría decir si sentí una intensa alegría o una profunda pena, el caso es que por un instante volví a ser el niño curioso que escudriñaba aquello que su mente no alcanzaba a comprender. Creo que lloré. Al cabo de lo que fue solo un rato para mí, oí las voces del vigilante llamándome desesperado. Le contesté que esperase, que estaba en el sótano, que subía enseguida. No quería que bajase a ese lugar y mancillase lo que había sido por un momento templo de mi infancia. Subí las escaleras tropezándome varias veces por la profunda oscuridad que había invadido la sala. La noche había caído a plomo y no me había dado cuenta de que había pasado casi todo el día en el sótano del silo. «Pensé que le había ocurrido algo. He estado a punto de avisar a la policía», me chilló visiblemente enfadado. Un escueto «Lo siento» fue mi única respuesta y me marché sin despedirme.
Llegué a casa. Me duché. Cené algo. Me dispuse a trabajar un rato para rematar el informe y entregarlo al día siguiente, tal y como me había comprometido, a pesar de que no tenía ninguna gana. Lo acabé poco antes de las dos menos cuarto de aquel día de hace algo más de un año. Había terminado pues mi jornada laboral, cosa poco habitual en mí, y esperaba reflexivo y paciente el apagado del alumbrado público para descansar sin poder dejar de pensar en lo que acababa de sucederme en el sótano del silo. Sin embargo, a la hora esperada, y deseada, la bombilla de la farola comenzó a parpadear en lugar de apagarse como era habitual. Fue como un aviso, en ningún momento pensé que pudiera tratarse de una avería o algo similar. Entendí en aquella titilante luz una llamada del silo. Hoy sé que aquello fue una imprudencia, una insensatez fruto del aturdimiento y confusión que me había provocado la visita que acababa de realizar. Pero no pude contenerme y me dirigí nuevamente allí.
La noche era cerrada, pero llegué caminando sin dificultad. Era la primera vez que hacía el recorrido a pie. No sé cuánto tarde en llegar, pero fue una caminata muy larga; hoy lo sé porque lo comprobé posteriormente, pero aquella noche apenas fui consciente del tiempo que estuve andando. Al llegar la puerta de acceso esta estaba abierta, se diría que el silo estaba esperándome, invitándome a entrar. No pude resistirme a pesar de que lo poco que me quedaba de sentido común me decía que no era una buena idea. Me encontraba en un estado de éxtasis insólito que provocaba toda suerte de reacciones surrealistas en mí. El silo se transformó, cobró vida en su quietud, casi me parecía oírle susurrándome al oído que debía entrar, que debía buscar en su interior, que debía hallar algo en su alma, pero no sabía qué, no parecía querer decírmelo. Traspasé el umbral de entrada y un mundo surreal se abrió ante mí. Las vigas, los pilares, los muros, los depósitos se retorcían quejumbrosos, se abalanzaban sobre mí, frenándose instantes antes de golpearme, me obligaban a agacharme para evitar ser aplastado, giraban, se enroscaban, se curvaban, se arqueaban hasta definir geometrías imposibles en las que no cabían los conceptos mecánicos que permiten la sustentación de los edificios. Solo una maravillosa imaginación era capaz de crear un espacio así: la del silo. No valía la pena intentar reconocer ninguna estancia para ubicarme en el interior del edificio, cada pieza se transformaba a mi paso y unas veces tenía la sensación de subir y otras de bajar sin que fuera mi intención ni lo uno ni lo otro. A veces, un pasillo me sacaba del edificio para mostrarme la ciudad iluminada con farolas centelleantes y me devolvía mostrándome la magnificencia del silo, y otras, un depósito me engullía para arrastrarme al interior de la tierra convirtiéndose en una prisión mortal de necesidad si así lo hubiese deseado mi anfitrión. Las escaleras se enroscaban dúctiles en torno a mi cuerpo hasta casi abrazarme para trasladarme por entre las tripas del edificio. Recuerdo perfectamente que en ningún momento sentí miedo. Sin embargo, fui consciente de estar a merced del silo, no era más que un muñeco en sus manos, un trapo que podía arrojar en cualquier momento acabando con mi existencia sin que el más insignificante atisbo de preocupación le alcanzase; yo no era nada, él lo era todo.
En un instante concreto todo terminó. Sin más. Aparecí sentado al lado de una tolva caída de la última planta con la espalda apoyada sobre un pilar que poco antes parecía encrespado, arremetiendo contra mí. La quietud y el silencio me sobrecogieron. No recuperé la cordura hasta que los primeros rayos de sol del amanecer me sacaron del trance en que había permanecido gran parte de la noche. Me levanté y me dirigí a las escaleras. Comencé a bajar temeroso pero confiado, por muy paradójico que pueda parecer. Estaba convencido de que el silo ya había dicho todo lo que tenía que decir y estaba convencido de haberlo entendido. Sabía perfectamente qué debía hacer. Al salir, no me atreví a mira atrás, pero fui consciente de que el silo me miraba a través de sus paredes, con sus ventanas. Caminé tambaleándome durante unos metros, pero enseguida me erguí y regresé a mi casa. No he vuelto a visitarlo desde entonces. Al llegar al portal comprobé que la farola, mi vecina, aún parpadeaba. El resto ya estaban apagadas. Subí a mi piso y me puse a trabajar. Cambié las conclusiones del informe, solo eso, pues solo eso es lo que, según dicen los abogados con los que trabajo, se leen los jueces. Fui claro: el silo quiere paz, el silo quiere respeto. Sabía que esa conclusión me acarrearía problemas —de hecho, no he conseguido realizar ni un solo informe desde entonces—, pero tenía que ser fiel a lo que me había mostrado el edificio. Era mi obligación convencer a quien quisiese escucharme de que la belleza del silo se encontraba en sí mismo y por sí mismo era capaz de ofrecer un uso provechoso, y que no era necesario realizar sobre él transformaciones sustanciales e invasivas para obtener algún beneficio. No se iba a dejar, tal y como había demostrado. El silo quería paz, el silo quería respeto. Su idiosincrasia, su historia, todo su ser debía ser aprehendido con honestidad, admirado por su trascendencia y reconocido en sus valores. Solo eso aceptaría porque él, el silo, formaba parte de nuestro ser.



Imagen: JJPOZO


En Mérida a 21 de enero de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

4 comentarios:

  1. Un bonito relato, en el que se mezclan tus ilusiones, infancia, profesión y proyecciones. Entiendo que ves al silo con su alma de silo y lo respetas pues es lo que te transmitió su esencia, pero con mi admiración al majestuoso edificio y a ti, como profesional por supuesto….podrías convencerlo que su soledad no tiene porque seguir, que debe adaptarse al paso de los tiempos, a otras necesidades, a acoger vida. ¿Lo ves posible? Si no es así, probablemente su historia, su destino…estén ya escritos.

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  2. Es perfectamente posible. La esencia de los edificios está en ellos mismos, no en el uso para el que se concibieron. De hecho, aquellos que han vencido a su fin último perduran. Ellos aceptan su reconversión de buen agrado porque es su supervivencia la que está en juego. Solo hace falta la sensibilidad de los hombres para convertir utopía en realidad.

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  3. No solo sensibilidad, también intereses económicos o socio políticos. Según los fondos fueran privados, en cuyo caso el fin se nos escapa, o públicos...aquí el concepto de silo, y asilar o acogimiento, podrían tener un enfoque más social.

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  4. La economía forma parte de nuestras vidas, es indisoluble a nuestra "nueva" condición social. También es —o debería serlo— posible mostrar sensibilidad en lo económico, así como en lo político. Tengo la esperanza —y como consecuencia de ello la sensación utópica— de que en economía, en política alguien conserve algo de sensibilidad y lo demuestre, más allá de la búsqueda de réditos económicos o políticos, valga la redundancia.

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