Rodó. Se despeñó colina abajo durante mucho
tiempo, demasiado incluso para ella, acostumbrada a caerse y levantarse, a luchar
por todo, a batallar cada peldaño de esa maldita escalera que tenía que subir
una y otra vez. Cayó justo antes de llegar a la cima. No fue el cansancio lo
que provocó su caída por más que estuviera exhausta por el esfuerzo. Fue un
maldito tropiezo con algo que alguien, por envidia, por celo, por codicia, por
inquina, por maldad, por lo que fuese, puso su en camino. No lo vio. Fue el
exceso de confianza causado por la falta de atención que le provocó ver la
cumbre de su carrera, esa que había buscado en perpetua oscuridad a pesar de
los mapas (falsos) que le ofrecieron durante toda su existencia para guiarla.
Nunca se lo perdonaría porque nunca tendría la oportunidad de hacerlo. Había
sobrevivido a todo, pero en lo más profundo de su ser siempre tuvo la duda de
haber vivido algo.
Sus padres querían un niño y el destino, o la
naturaleza, tanto da, les ofreció una niña que se convirtió en mujer antes de
tiempo para intentar agradarles. No fue suficiente. Luchó como un hombre, peleó
como un hombre, pero se olvidó de vivir como una mujer porque nadie le enseñó a
hacerlo. Nadie le explicó que vivir es el propósito de la vida: no trabajar, no
triunfar, no superarse, vivir, solo vivir. Todos intentaron convencerla de que
en el dinero, en el poder, en el éxito, encontraría el estímulo para seguir
viviendo, y ella se dejó llevar porque todo eso era lo que siempre le habían
dicho que debía lograr. Pero la realidad fue demostrándole poco a poco, por
mucho que procurase negar la evidencia, que solo viviendo alcanzaría la
finalidad de la vida, que solo viviendo podría ser feliz, que solo viviendo
podría vivir. Y quería creer que, justo cuando iba a alcanzar esa meta
inalcanzable, justo cuando pensaba que tocaría lo intocable, podría permitirse
comenzar a vivir. Se había convencido de que esa sería la recompensa a su
ímprobo esfuerzo. Ahora todo eso no importaba.
—¿Le ayudo?
Ella le miró con insolencia, altiva como era, como
la habían hecho, ofendida por el ofrecimiento. Estaba sentada en el bordillo de
un parterre de un parque de una ciudad. Desesperada en su corazón, porque era
un auxilio que necesitaba, lo rechazó con vehemencia.
—No necesito tu ayuda.
Él se marchó sin insistir. Le dio la espalda y
pudo contemplar que su traje, en apariencia impoluto, estaba desgastado: con la
chaqueta roída y los bajos de los pantalones rotos. Los histriónicos zapatos de
tacón tenían la tapa rota y el talón deformado. Ella sonrió satisfecha. Él no
miró atrás, pero ella no dejó de mirarle hasta que desapareció.
Otro hombre se acercó y sin preguntar la
golpeó. Solo porque estaba en el suelo, caída, tumbada, herida, sufriendo, solo
porque era mujer y él hombre. Solo porque parecía una pordiosera, una
vagabunda. Ella contuvo las lágrimas, pero no su rabia y se defendió intentando
arañarle, pero él ya estaba lejos y se libró del ataque. Ella se enjugó la cara
con la manga de la camisa destrozada en su caída y se limpió la sangre de la
nariz con un trozo de tela que arrancó de sus pantalones. Blasfemó, impotente,
a grito tendido, todo lo que pudo hasta que el cansancio y el hambre la silenció.
Una mujer se acercó más tarde a ofrecerle agua.
Ella alzó la vista, le sonrió. Le pidió algo de dinero por el vaso y ella se lo
recriminó:
—¿Cómo puedes pedirme dinero por el agua si ves
que estoy muerta de sed?
La mujer, aparentemente avergonzada, guardó
silencio, pero mantuvo el brazo firme con el vaso y la otra mano extendida mostrándole
la palma y esperando las monedas.
—¿No vas a ayudarme?
La aguadora sostuvo la mirada de odio que la
otra mujer le lanzó desde el suelo.
—Si quieres el agua tendrás que pagar.
—No tengo dinero aquí.
—Ve por él. Puedo esperar.
—No puedo moverme. Estoy herida.
—Dime dónde está el dinero y yo lo recogeré.
—No podrás cogerlo. Eres mujer.
—Como tú.
—No es lo mismo.
—¿No?, ¿por qué?
El silencio provocó la marcha de la mujer que
acarreaba el agua. La mujer siguió en el suelo un rato más hasta que reunió las
fuerzas suficientes para arrastrarse hasta un banco cercano donde, a duras
penas, consiguió sentarse.
En el bolsillo de sus pantalones guardaba un
pequeño monedero. No le gustaba llevar bolso. «Lo habría perdido en la caída»,
pensó orgullosa. Lo abrió y contempló la llave que guardaba. De poco le
serviría allí. Mil veces hubiera preferido tener algún billete, algo que le
ayudase a recomponer su vida destrozada por su culpa, por su propia culpa, o
eso pensaba. Había sido educada exquisitamente, vivió en el seno de una familia
adinerada en la que aprendió a vivir como un hombre rechazando su realidad,
pero en la que la educaron como a una mujer para enfrentarse a la vida. Estuvo
en los mejores colegios, en las mejores universidades. Estuvo entre los mejores
puestos de trabajo, nunca en el mejor. Conoció a gente influyente, hombres y
mujeres, pero todos, sin excepción, veían en ella a una mujer. Ella también
veía en las mujeres a mujeres, mientras que a los hombres los veía como
banqueros, médicos, catedráticos, ingenieros, fontaneros, carpinteros, etc. Las
mujeres, sin embargo, siempre fueron mujer banquero, mujer médico, mujer lo que
fuese. No fue consciente de ello en ningún momento hasta ahora que estaba
recostada en el banco sintiendo cómo se clavaban sobre su espalda magullada y
dolorida todas y cada una de las flores de hierro del respaldo, dejando sobre
su piel unos tatuajes que perdurarían hasta su muerte. Entonces comprendió que
verdaderamente era una mujer antes que cualquier otra cosa y eso le agradó,
aunque sabía que no era suficiente, ni tan siquiera para ella.
Imagen de origen desconocido.
En Mérida a 14 de agosto de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera