Descruzó las piernas que había cruzado
inconscientemente nada más sentarse, tal y como había aprendido desde pequeña,
para no enseñar sus entrañas, para que nadie, ningún hombre, sintiese la
tentación de buscar en ella nada que pudiese desear, para sentirse, la
engañaron, más femenina. Sintió un profundo alivio, las rodillas descansaron y
los músculos de las piernas se relajaron. Se dio cuenta de que estaba descalza
y de que las plantas de los pies le sangraban. Ya no sentía dolor. Pisó la
hierba que se encontraba tras ella buscando no alivio, sino frescor y limpieza,
y su espalda, con los recientes tatuajes, fue lo que vio otro hombre que
paseaba por allí. Se sentó junto a ella. Ligeramente separado, pero lo
suficientemente cerca como para parecer conocidos.
—Soy tu padre, ¿no me reconoces?
Ella le miró con desdén, extrañada y
sorprendida, pero no vio maldad en su pelo cano y sus manos firmes. No se
atrevió a mirarle a los ojos, pero le contestó:
—No eres mi padre. Mi padre murió.
—Tal vez, pero ¿y si lo fuera?
—Si lo fueras me abrazarías y me consolarías.
Enjugaría mis lágrimas en tu hombro y me reconfortaría tu calor.
—¿Eso es lo que necesitas?
—Eso es lo que haría mi padre. Es el único
recuerdo que tengo de él. Tal vez ni siquiera sea cierto, tal vez no sea más
que un sueño que he deseado desde que no lo tengo. Tal vez nunca me abrazó, tal
vez nunca me besó. Tal vez solo quería hacerme fuerte, tal vez solo quería que
hubiese sido primero un niño y luego un hombre.
Él no la escuchó. Era un depredador. No le
interesaba su historia, tan solo su debilidad. La había olido, sabía que estaba
herida. Se acercó para abrazarla, pero ella lo rechazó sin tocarle, tan solo se
alejó un poco más. Él siguió acercándose hasta que el hierro del reposabrazos
del banco impidió su huida. Entonces él la cogió del brazo, muy fuerte, tanto
que ella gritó de dolor…, y de miedo. Intentó zafarse del agarre, pero él
apretó más y alargó la otra mano hasta tocarle los senos. Ella se defendió como
pudo moviéndose compulsivamente. Le abofeteó, él sonrió e hizo lo mismo con el
revés de su mano, pero con mucha más fuerza, y ella se derrumbó. Comenzó a
llorar. Tenía prohibido llorar, su madre se lo había prohibido, ella misma se
lo tenía prohibido, pero no pudo evitarlo. Las lágrimas ensuciaron su rostro
con los restos de maquillaje que le quedaban. Él, ante su desplome, se
envalentonó: avanzó con su mano izquierda levantándole la camisa buscándole los
pechos bajo el sostén. Con la derecha, tras soltarle el brazo, avanzó hacia la
entrepierna empujando para abrirle los muslos y alcanzar su secreto y
acariciarlo y penetrarlo y sentirlo húmedo. La gente pasaba y pasaba, durante
horas y horas, mirando y mirando, pero negando y negando. Ella pidió auxilio
hasta que su boca no pudo abrirse más y las palabras dejaron de salir de su
garganta. Él la abandonó desnuda pero vestida, tumbada pero de pie, entera pero
destrozada, herida pero muerta.
Pasó un día, una semana, un mes, un año…, ella
seguía en el banco, aunque hacía ya tiempo que se había marchado. Una mujer,
cuando ya estuvo sola y tumbada sobre el asiento, se había acercado para
preguntarle. En cuanto la vio supo, no necesitó respuestas. La limpió con su
pañuelo humedecido en una fuente cercana e intentó consolarla. Nada podía
consolarla, así que decidió quedarse junto a ella. Sentada. Cerca, pero lejos.
No hablaban, pero de vez en cuando se miraban. La una esperaba, la otra
ansiaba. La luz del crepúsculo rompió el silencio. «Amanece», dijo una. «No
para mí», respondió la otra. Dejaron que el alba se convirtiera en mañana y que
el ruido de la calle invadiese el parque.
—¿Quieres algo de comer?
No hubo respuesta.
—Tengo hambre, voy a comprar algo. Traeré un
café para ti si quieres.
No hubo respuesta, tampoco la esperaba.
—Enseguida vuelvo.
Ambas pensaron que no volvería, pero regresó y
trajo un café a pesar de que no sabía si lo quería. Lo cogió, lo mantuvo entre
sus manos absorbiendo todo el calor que le podía ofrecer y que necesitaba para
descongelar su alma. Cuando el café estuvo frío lo dejó a un lado, en el suelo,
rebosando. La otra mujer la miró, la comprendía, era mujer como ella.
Un cura las vio y se acercó. Se sentó entre
ellas separándolas. Derramó el café con el pie, pero no le prestó atención. Un
charco oscuro se formó bajo él. Habló de la fe, habló del amor, habló de dios.
Las invitó a ir a misa, a su misa. Una dijo ser atea, la otra no dijo nada. El
cura miró con pena a la primera, pero la ignoró y ella se marchó. Se volvió
hacia la segunda: «Si vienes hallarás la fe que necesitas para vivir, para
amar. Dios te la ofrecerá». Ella le miró. Intentó sonreír con una mueca que más
bien pareció macabra, sin embargo, lloró, nuevamente, pero este fue un llanto
distinto, fue el llanto de una niña, la que no había podido ser, la niña que había
sufrido, la niña que no quería recordar su infancia. La niña sin esperanza, sin
fe. «Es tarde», respondió ella. «Nunca es tarde para ir al encuentro de Dios»,
dijo el cura mientras sonreía crédulo y confiado por su segura conquista. «Esta
vez sí», pensó ella silenciosa. El sermón del sacerdote se prolongó durante
horas y horas, no hubo gestos, solo palabras y más palabras, bien dichas,
convincentes, algunas categóricas, otras irrefutables, pero solo palabras.
Palabras que ella no escuchó, palabras que ella no necesitaba, palabras que no
sirvieron para nada. Al final, el sacerdote se marchó: aburrido, cansado,
hastiado, con la boca seca de escupir palabras y más palabras. Miró atrás y
sintió pena. Ella también sintió pena por él.
María, ya no es necesario ocultar su nombre, se
levantó cuando la noche cayó. Decidió seguir sufriendo, es decir, decidió vivir.
La vergüenza había ocultado su casa, el dolor escondido a su familia, el odio
borrado a sus amigos. Estaba sola. Se dirigió a un soportal para pernoctar, «Aquí
no puedes quedarte —le dijeron—. Esto es mío». Pidió disculpas agachando la
cabeza y buscó otro sitio. Por primera vez desde hacía días sintió hambre.
Buscó un contenedor, lo abrió, rebuscó entre la basura y recogió restos de
comida, un plato casi entero de pasta y una manzana con un solo muerdo. Cenó
con avidez, no sintió humillación por comer de la basura, ella que había
frecuentado los mejores restaurantes. Echó de menos, eso sí, algún líquido con
el que acompañar la comida, pero no tuvo reparo en acercarse a una fuente
cercana para refrescarse la boca cuando terminó. Aprovechó para lavarse los
dientes con los dedos y limpiarse la cara. Se sintió satisfecha. Se sorprendió
a sí misma sonriendo. Era la primera vez. La primera vez en su vida, al menos
hasta donde podía recordar.
Se dirigió hacia un callejón oscuro. Recordó
que el vagabundo del soportal tenía sobre él cajas de cartón y tomó algunas de
los contenedores. Las dobló cuanto pudo y se las puso bajo el brazo. Caminó un
rato hasta que encontró un rincón que le pareció lo suficientemente cómodo,
recordó con una sonrisa la cama de plumones en la que había dormido en sus
últimas vacaciones. Decidió echar algunos cartones al suelo y tumbarse
poniéndose otros encima para protegerse del frío de la noche. Quiso rezar, pero
el sueño le venció; sin descanso una pesadilla la despertó. No sería la última.
Se había orinado encima.
Imagen de origen desconocido.
En Mérida a 4 de febrero de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera