Una historia casi falsa. Parte ii.



Descruzó las piernas que había cruzado inconscientemente nada más sentarse, tal y como había aprendido desde pequeña, para no enseñar sus entrañas, para que nadie, ningún hombre, sintiese la tentación de buscar en ella nada que pudiese desear, para sentirse, la engañaron, más femenina. Sintió un profundo alivio, las rodillas descansaron y los músculos de las piernas se relajaron. Se dio cuenta de que estaba descalza y de que las plantas de los pies le sangraban. Ya no sentía dolor. Pisó la hierba que se encontraba tras ella buscando no alivio, sino frescor y limpieza, y su espalda, con los recientes tatuajes, fue lo que vio otro hombre que paseaba por allí. Se sentó junto a ella. Ligeramente separado, pero lo suficientemente cerca como para parecer conocidos.

—Soy tu padre, ¿no me reconoces?

Ella le miró con desdén, extrañada y sorprendida, pero no vio maldad en su pelo cano y sus manos firmes. No se atrevió a mirarle a los ojos, pero le contestó:

—No eres mi padre. Mi padre murió.

—Tal vez, pero ¿y si lo fuera?

—Si lo fueras me abrazarías y me consolarías. Enjugaría mis lágrimas en tu hombro y me reconfortaría tu calor.

—¿Eso es lo que necesitas?

—Eso es lo que haría mi padre. Es el único recuerdo que tengo de él. Tal vez ni siquiera sea cierto, tal vez no sea más que un sueño que he deseado desde que no lo tengo. Tal vez nunca me abrazó, tal vez nunca me besó. Tal vez solo quería hacerme fuerte, tal vez solo quería que hubiese sido primero un niño y luego un hombre.

Él no la escuchó. Era un depredador. No le interesaba su historia, tan solo su debilidad. La había olido, sabía que estaba herida. Se acercó para abrazarla, pero ella lo rechazó sin tocarle, tan solo se alejó un poco más. Él siguió acercándose hasta que el hierro del reposabrazos del banco impidió su huida. Entonces él la cogió del brazo, muy fuerte, tanto que ella gritó de dolor…, y de miedo. Intentó zafarse del agarre, pero él apretó más y alargó la otra mano hasta tocarle los senos. Ella se defendió como pudo moviéndose compulsivamente. Le abofeteó, él sonrió e hizo lo mismo con el revés de su mano, pero con mucha más fuerza, y ella se derrumbó. Comenzó a llorar. Tenía prohibido llorar, su madre se lo había prohibido, ella misma se lo tenía prohibido, pero no pudo evitarlo. Las lágrimas ensuciaron su rostro con los restos de maquillaje que le quedaban. Él, ante su desplome, se envalentonó: avanzó con su mano izquierda levantándole la camisa buscándole los pechos bajo el sostén. Con la derecha, tras soltarle el brazo, avanzó hacia la entrepierna empujando para abrirle los muslos y alcanzar su secreto y acariciarlo y penetrarlo y sentirlo húmedo. La gente pasaba y pasaba, durante horas y horas, mirando y mirando, pero negando y negando. Ella pidió auxilio hasta que su boca no pudo abrirse más y las palabras dejaron de salir de su garganta. Él la abandonó desnuda pero vestida, tumbada pero de pie, entera pero destrozada, herida pero muerta.

Pasó un día, una semana, un mes, un año…, ella seguía en el banco, aunque hacía ya tiempo que se había marchado. Una mujer, cuando ya estuvo sola y tumbada sobre el asiento, se había acercado para preguntarle. En cuanto la vio supo, no necesitó respuestas. La limpió con su pañuelo humedecido en una fuente cercana e intentó consolarla. Nada podía consolarla, así que decidió quedarse junto a ella. Sentada. Cerca, pero lejos. No hablaban, pero de vez en cuando se miraban. La una esperaba, la otra ansiaba. La luz del crepúsculo rompió el silencio. «Amanece», dijo una. «No para mí», respondió la otra. Dejaron que el alba se convirtiera en mañana y que el ruido de la calle invadiese el parque.

—¿Quieres algo de comer?

No hubo respuesta.

—Tengo hambre, voy a comprar algo. Traeré un café para ti si quieres.

No hubo respuesta, tampoco la esperaba.

—Enseguida vuelvo.

Ambas pensaron que no volvería, pero regresó y trajo un café a pesar de que no sabía si lo quería. Lo cogió, lo mantuvo entre sus manos absorbiendo todo el calor que le podía ofrecer y que necesitaba para descongelar su alma. Cuando el café estuvo frío lo dejó a un lado, en el suelo, rebosando. La otra mujer la miró, la comprendía, era mujer como ella.

Un cura las vio y se acercó. Se sentó entre ellas separándolas. Derramó el café con el pie, pero no le prestó atención. Un charco oscuro se formó bajo él. Habló de la fe, habló del amor, habló de dios. Las invitó a ir a misa, a su misa. Una dijo ser atea, la otra no dijo nada. El cura miró con pena a la primera, pero la ignoró y ella se marchó. Se volvió hacia la segunda: «Si vienes hallarás la fe que necesitas para vivir, para amar. Dios te la ofrecerá». Ella le miró. Intentó sonreír con una mueca que más bien pareció macabra, sin embargo, lloró, nuevamente, pero este fue un llanto distinto, fue el llanto de una niña, la que no había podido ser, la niña que había sufrido, la niña que no quería recordar su infancia. La niña sin esperanza, sin fe. «Es tarde», respondió ella. «Nunca es tarde para ir al encuentro de Dios», dijo el cura mientras sonreía crédulo y confiado por su segura conquista. «Esta vez sí», pensó ella silenciosa. El sermón del sacerdote se prolongó durante horas y horas, no hubo gestos, solo palabras y más palabras, bien dichas, convincentes, algunas categóricas, otras irrefutables, pero solo palabras. Palabras que ella no escuchó, palabras que ella no necesitaba, palabras que no sirvieron para nada. Al final, el sacerdote se marchó: aburrido, cansado, hastiado, con la boca seca de escupir palabras y más palabras. Miró atrás y sintió pena. Ella también sintió pena por él.

María, ya no es necesario ocultar su nombre, se levantó cuando la noche cayó. Decidió seguir sufriendo, es decir, decidió vivir. La vergüenza había ocultado su casa, el dolor escondido a su familia, el odio borrado a sus amigos. Estaba sola. Se dirigió a un soportal para pernoctar, «Aquí no puedes quedarte —le dijeron—. Esto es mío». Pidió disculpas agachando la cabeza y buscó otro sitio. Por primera vez desde hacía días sintió hambre. Buscó un contenedor, lo abrió, rebuscó entre la basura y recogió restos de comida, un plato casi entero de pasta y una manzana con un solo muerdo. Cenó con avidez, no sintió humillación por comer de la basura, ella que había frecuentado los mejores restaurantes. Echó de menos, eso sí, algún líquido con el que acompañar la comida, pero no tuvo reparo en acercarse a una fuente cercana para refrescarse la boca cuando terminó. Aprovechó para lavarse los dientes con los dedos y limpiarse la cara. Se sintió satisfecha. Se sorprendió a sí misma sonriendo. Era la primera vez. La primera vez en su vida, al menos hasta donde podía recordar.

Se dirigió hacia un callejón oscuro. Recordó que el vagabundo del soportal tenía sobre él cajas de cartón y tomó algunas de los contenedores. Las dobló cuanto pudo y se las puso bajo el brazo. Caminó un rato hasta que encontró un rincón que le pareció lo suficientemente cómodo, recordó con una sonrisa la cama de plumones en la que había dormido en sus últimas vacaciones. Decidió echar algunos cartones al suelo y tumbarse poniéndose otros encima para protegerse del frío de la noche. Quiso rezar, pero el sueño le venció; sin descanso una pesadilla la despertó. No sería la última. Se había orinado encima.


Imagen de origen desconocido.


En Mérida a 4 de febrero de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera



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