Ya no había más lágrimas en sus ojos. Quería seguir llorándola. Lo hubiera dado todo por estar cerca de ella una última vez. Se había pasado la noche entera en el cementerio junto a la tumba de su madre. Carmela estaba derrengada sobre el modesto panteón de su madre que ya descansaba junto a su querido Giuseppe. Salvatore esperaba impaciente a que Carmela dejase de llorar para llevársela. Había pasado mucho tiempo desde que se marchó, un tiempo en el que su madre terminó de marchitarse y él dejó de prestarle atención. Sencillamente la retenía, tampoco podría decirse que fuera contra su voluntad. Adelina no tenía donde ir. En su casa estaba presa, pero el mundo ya no era para ella. Mantuvo el luto hasta el último día. Eso a Salvatore le irritaba al principio, pero terminó acostumbrándose hasta que directamente lo ignoró. Adelina era como un fantasma que deambulaba por la casa y que apenas hablaba y nunca salía, más que para dar un breve paseo por los jardines de la vivienda. Maria intentó en alguna ocasión contra su voluntad, pero movida por una extraña piedad, hablar con ella, distraerla, entretenerla, pero Adelina se negaba. Hasta el punto de que Maria tenía que comprarle la ropa. En alguna ocasión le trajo ropa con estampados de colores y Adelina sencillamente la rechazó. Maria olvidó su odio y su rencor hacia Adelina y lo sustituyó por una profunda pena ante el sufrimiento de quien fue una mujer mucho más fuerte que ella. Maria culpaba a su marido del dolor de Adelina. Supo —e intuyó que Adelina también— que fue su marido quien acabó con Giuseppe y quien organizó el secuestro, pues al final se trataba de eso, de Adelina y su hija. Por eso se alegró mucho cuando llegaron las noticias de que Carmela había abandonado a sus amigas y a Carlo. En cuanto lo supo, fue a contárselo a Adelina, pero solo intuyó de ella una leve sonrisa. Cuando regresó Carmela, Maria fue a abrazarla nada más atravesar la puerta de la casa. Maria no sabía nada de la carta que le había mandado su hija Concetta y supuso que se habría enterado de algún modo de la muerte de su madre y por eso regresaba. No pudo contener las lágrimas y Carmela no entendió tan emocionado recibimiento. Con el primer «Lo siento», Carmela comprendió y comenzó a gritar preguntando dónde estaba su madre. Su desconsuelo fue terrible y entre las mujeres que trabajaban en la casa de Salvatore apenas pudieron tranquilizarla. Al cabo de un rato, Concetta apareció y se fundió en un fuerte abrazo con su amiga. No tuvo que darle ninguna explicación porque Carmela lo había entendido todo perfectamente. Salvatore también apareció después de que le avisaran de que la hija de Adelina había regresado, pero se limitó a observar distante.
Cuando algo de calma pareció abrazar el espíritu de Carmela, se acercó a ella para darle el pésame. Ella asintió sin mirarle a los ojos y lo rechazó cuando intentó abrazarla. Salvatore apretó las mandíbulas, pero se contuvo. Carmela pidió que la llevaran a ver la tumba de su madre. Concetta la acompañó. Llegaron al cementerio y Concetta le dijo que la habían enterrado junto a su padre. Ella sonrió levemente. Le pidió que la dejara sola. Concetta le dijo que la esperaría, pero Carmela le rogó que se marchase y Concetta se marchó. Carmela se despidió de ella y entró en el cementerio pasando entre árboles y tumbas, caminando por el empedrado húmedo tras las lluvias de los últimos días. Se iba fijando en el verdor de las zonas umbrías y el contraste con las zonas secas de la solana, a pesar de estar a las puertas del invierno. Alcanzó la tumba de sus padres al poco rato. Se detuvo enfrente, de pie, mirándola fijamente. Le parecía imposible que sus padres estuviesen allí. Era como un sueño para ella; una densa neblina comenzaba a caer sobre el recinto y la oscuridad acechaba. La lápida estaba todavía muy limpia, recién esculpida, contrastaba con la de su padre sobre la que el tiempo ya había hecho sus travesuras y se veía un musgo incipiente que quería asentarse sobre la piedra. Carmela se arrodilló y comenzó a llorar. Ya no era desconsuelo ni dolor por la pérdida lo que sentía, era pena, pena por su madre que había sufrido mucho desde su marcha y que había terminado sus días encarcelada. Sentía también rabia y odio hacia Salvatore. Él era el culpable de todo, era suya la responsabilidad de su muerte y de la de su padre tal y como le había contado Concetta mientras la acompañaba al cementerio. Esa era una historia que siempre había escuchado, pero nunca había querido creer, pero en aquel momento, contada por la propia hija de Salvatore, resultaba una verdad muy dolorosa e irrefutable. Pasó la noche en la caseta del sepulturero cuando ya estaba aterida. Pero antes del alba regresó a la tumba. Nunca había rezado, pero pidió por sus padres a quien quiera que la escuchase si realmente había alguien para oírla. Cuando los primeros rayos de sol se abrieron paso entre la neblina de la noche apareció Salvatore.
Su silueta arrojaba una sombra muy larga tras el cuerpo de Carmela sin que llegara a tocarla. Estaba en silencio con los ojos sombríos. La barba rala se cerraba sobre su rostro. Su mirada profunda, oculta bajo sus negras cejas, escudriñaba el entorno. Carmela seguía de espaldas a él, ajena a su presencia. Salvatore se fue acercando sigilosamente como una bestia al acecho de su presa. Caminaba lento, pero firme.
—No me toques —susurró entonces Carmela.
Salvatore se detuvo sin decir nada.
—Supongo que no te será muy difícil imaginar que sé todo lo que ha ocurrido.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Salvatore.
—¿Acaso importa? —le respondió Carmela arrancándose a llorar de nuevo, a pesar de que apenas quedaban lágrimas en ella.
—Tal vez.
—Pues no lo sabrás por mí, pero si buscas un culpable de contarme la verdad, deberás matar a mucha gente.
—No es algo que me importe.
—Lo sé, lo has demostrado. Si yo soy tu próxima víctima, hazlo rápido, no quiero sufrir como mi madre.
—No te voy a matar.
—Podrías hacerlo.
—No lo haré.
—No te daré las gracias.
—No las necesito.
—¿Y me dejarás marcharme?
Salvatore aguardó un instante antes de responder. Carmela tragó saliva angustiada.
—Concetta me lo ha pedido.
—Concetta es mi amiga.
—También me lo ha pedido mi mujer.
—Tu mujer me quiere como a una hija.
—A mí no me quiere.
—Ese no es mi problema.
—Tal vez sí lo sea.
—Culparme a mí de tus problemas sería muy fácil para ti —le increpó mientras se incorporaba y se daba la vuelta para mirarle al tiempo que se enjugaba las últimas lágrimas que le quedaban.
Salvatore no respondió.
—Ahora mismo me dirigiré a la puerta del cementerio y me marcharé de aquí. No volveré hasta que hayas muerto, y así será. No sé si te asesinarán, si morirás de viejo, si morirás de pena, aunque dudo mucho que puedas sentir pena, si te alcanzará alguna enfermedad… No lo sé; lo único que sé es que yo te sobreviviré y entonces regresaré para ver tu tumba y escupir sobre ella.
Carmela pasó por delante de él y se dirigió a la salida sin mirarle.
Imagen creada por el autor con IA.
Entre Madrid y Charlotte a 26 de diciembre de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

