Carmela no había tomado la decisión de quedarse en Nueva York hasta su encontronazo con Carlo. Carlo era mayor que ella, pero aun así resultaba atractivo. Rondaba la treintena cuando Salvatore le pidió que acompañase a las muchachas y cuidase de ellas. Carlo no era estúpido y jamás se le hubiera ocurrido propasarse con Concetta o Rosalia, pero Carmela… Era una chica muy guapa y su padre estaba muerto. Carlo había conocido a Giuseppe, pero para él no era más que un soldado, uno de los muchos «gabellotti» que poblaban la isla. Sin embargo, Carlo se debía a Salvatore. Era un tipo parco en palabras con una cicatriz que le marcaba la parte derecha de la cara, hasta la ceja, y parecía que siempre llevaba el ceño fruncido. Era un auténtico asesino, aunque sus buenas maneras le hacían parecer elegante. Las chicas se andaban con cuidado con él, no porque le tuvieran miedo, sino por lo que podría hacerle a cualquier chico que se les acercase como ya habían comprobado durante la travesía. Un jovencito apuesto vestido con harapos se acercó a Carmela nada más desembarcar en Nueva York para ofrecerse a llevarle la maleta. Carlo se interpuso y de un empujón se lo quitó de en medio y lo tiró al suelo. El muchacho, un chaval de menos de quince años, se revolvió y se levantó enseguida para enfrentarse a Carlo. El chico no pudo ni siquiera abrir la boca cuando sintió la navaja en su vientre y la sangre manar de sus entrañas. Carlo le miró a los ojos y sin dejarle respirar se lo llevó a un callejón sin que pudiera hacer nada y allí lo dejó tirado desangrándose. Concetta y Rosalia no lo vieron. Estaban en la aduana. Carmela sí vio lo que había ocurrido y cuando Carlo regresó comenzó a gritarle. Entonces Carlo la agarró de la muñeca y se la retorció. Carmela se estremeció de dolor, pero apenas podía gritar. La llevó al callejón donde estaba el chaval tumbado agonizando sobre un charco de su propia sangre y ahí la increpó: «Si no quieres terminar así, cállate. Salvatore me ha dado instrucciones sobre ti. Debo cuidarte, pero si no regresas, no pasa nada. No eres como ellas —le dijo señalando hacia donde estaban sus amigas—..., no eres como ellas». El muchacho la miró implorando ayuda, pero Carlo arrastró de nuevo a Carmela hacia la aduana mientras el chico se ahogaba con sus últimos estertores. Carmela comenzó a llorar nerviosa y Carlo le ofreció un pañuelo cuando Rosalia y Concetta regresaron con la información que les había proporcionado la policía aduanera. Concetta le preguntó a Carmela cuando la vio sollozando. Carlo contestó por ella: «Echa de menos a su madre…». Carmela se limpió la nariz y mostró una sonrisa fingida. En aquel momento tomó la decisión. En cuanto pudiera se marcharía. Decidió no decirles nada, no quería preocuparlas, no quería comprometerlas. Recogieron todo el equipaje y preguntaron a uno de los agentes dónde podrían hospedarse. Carlo escuchaba atento. Concetta pidió referencias en inglés del mejor hotel de Nueva York. El agente les dijo que él mismo podría llevarlos. Carlo dio un paso y, dando las gracias también en inglés, aunque con un marcado acento italiano, le dijo que no era necesario, que solo necesitaban la dirección. Las chicas se miraron sorprendidas al comprobar que Carlo hablaba el idioma. Hasta entonces hubieran jurado que solo hablaba italiano y algún dialecto siciliano, pero jamás otro idioma a pesar de que habían recorrido media Europa juntos. Ni Carmela ni Rosalia sabían una palabra en inglés. Durante todo el viaje siempre había sido Concetta quien había servido de traductora. Sin embargo, Carmela había venido estudiando inglés por las noches y alguna palabra reconocía, aunque aún le quedaba mucho para entenderlas. El lugar era el Hotel Plaza, recién inaugurado en 1907 a la entrada de Central Park. Carlo pidió un coche de caballos y llegaron al hotel antes de anochecer. Comenzaba a refrescar. El acompañante de las chicas se bajó. Dio una propina al chófer y varios botones se acercaron a descargar el equipaje. Carlo entró por la puerta principal del hotel que abre a la parte sur de la Grand Army Plaza escoltado por un servicial muchacho con sombrero y se dirigió al mostrador principal donde enseguida le atendieron. Las chicas estaban sorprendidas con la diligencia e iniciativa de Carlo. Hasta aquel momento siempre se había mostrado muy pasivo. Pidió cuatro habitaciones para cuatro días y pagó todas las noches por adelantado. Sacó varios billetes de 5 dólares y los puso en el mostrador. Sonrió, tomó una golosina de un cuenco que había en la mesa y se marchó seguido por una cohorte de botones dispuestos a ganarse una buena propina, al menos parecida a la que había recibido el conserje del mostrador. Al cabo de un instante el director del hotel salió de su despacho para saludar a los huéspedes recién llegados avisado por algún avispado botones. Los muchachos tomaron las maletas de las chicas y de Carlo y las subieron a sus respectivas habitaciones en la planta diecinueve, donde se encontraban las suites del hotel. Ellas y Carlo se quedaron en el vestíbulo tomando algo ligero como cena. Todos estaban fatigados, aunque Carlo no daba señales de cansancio alguno. Carmela se sujetaba la muñeca tapándose la rozadura que le había provocado Carlo en el muelle. Aún le dolía. Terminaron y subieron en un ornamentado ascensor junto con un ordenanza que los llevó hasta sus respectivas habitaciones. Quedaron para desayunar temprano a la mañana siguiente. Carlo esperó a que cada una de ellas entrase en su habitación. Y luego se dirigió a la suya. Al botones que los acompañó le dio un billete de 10 dólares y le pidió que le dijese todo lo que hacían las chicas durante los días que estuviesen allí, en especial cuando él no estuviese con ellas. Carmela entró en su habitación, comprobó que el equipaje estaba colocado sobre el portamaletas. Se sentó en la cama. Estaba extenuada y asustada. Se miró la muñeca y se la tocó. Unas lágrimas quisieron escaparse de sus ojos, pero las retuvo. Se desnudó, se puso un camisón y se tumbó a descansar.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 7 de diciembre de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

