Carmela se marchó. Nunca se le ocurrió pensar que huía. Adelina no fue capaz de irse. Por más que necesitase huir. Sabía que Salvatore las perseguiría hasta hacerlas regresar. Si ella se quedaba, podría retener a Salvatore y su hija podría desaparecer de aquella prisión. Ella era el precio de la partida de Carmela. Carmela y su madre discutieron mucho. La joven quería que su madre se fuese con ella. Y Adelina deseaba hacerlo, pero sabía que nada detendría a Salvatore. Sabía de qué era capaz. Sabía que removería cielo y tierra para dar con ellas y las traería de vuelta. Tendría una sonrisa en su rostro. Las agasajaría, haría ver que nada había ocurrido, pero el odio y el rencor estarían por siempre contra ellas, más que hasta ahora. «No hay tierra en este mundo donde estemos a salvo, mi amor», le dijo Adelina a su hija. Carmela pensaba que exageraba. Entonces Adelina le contó. Le contó lo que sabía, lo que le habían dicho y lo que intuía: los asesinatos que él mismo había cometido y mandado cometer, el odio que albergaba contra todo lo que no poseía, la rabia incontrolable que le dominaba cuando no lograba aquello de lo que se encaprichaba. Le dijo que Salvatore solo se debía a Don Vito, que era la única persona por la que sentía algo de lealtad, aunque su lealtad se transformase en muerte, pero estaba segura de que también terminaría intentando hacerse con su poder. Le contó cómo había hecho liquidar a Antonio a manos de Carlo y, sobre todo, le contó lo que todo el mundo sospechaba, aunque no había pruebas de ello y nadie se atrevía a decir: Salvatore había organizado la muerte de Giuseppe para conseguirla a ella. Todo lo que ocurrió el día de la foto de las tres niñas había sido organizado por Salvatore y fue él el que había ordenado la muerte de Giuseppe. No le habría importado que algún otro de sus hombres cayera, Adelina lo tenía claro, pero Giuseppe debía morir. Adelina debía ser suya. Carmela se echó a llorar. Sabía que Salvatore era cruel, sabía que era un asesino, pero intuía, deseaba pensar que ellas formaban parte de su familia, que les tenía cariño, que, de algún modo, las protegía. Nadie le había dicho nunca nada acerca del amor no correspondido de Salvatore hacia su madre. Ella veía cosas, imaginaba cosas, suponía cosas, pero no conocía toda la historia. Alguna vez alguien había intentado insinuársela, pero nadie quiso ser claro con ella, tal era el miedo que le tenían a Salvatore. Sin embargo, su madre ya no quiso esconderle más la realidad. Salvatore era un asesino rencoroso, sin escrúpulos y muy inteligente, capaz de todo. Adelina era lo único que se le resistía y Carmela se estaba convirtiendo en su heredera. Ella sería la siguiente, estaba convencida y Adelina así se lo hizo ver. Estaba intentando agasajarla para acercarla a él, pero ella le rehuía. Antes o después eso tendría un coste terrible para ella. Salvatore se cansaría en algún momento de perseverar y la terminaría apresando y encerrando, la sometería como le había hecho a ella. Y si no podía tenerla, acabaría con ella. Estaba segura de ello: «Te matará, hija mía, te matará, aunque sigas viva».
El verano de 1911 fue el momento en el que Carmela desapareció. Fue durante el primer viaje que las tres amigas planearon. Era un viaje a Estados Unidos en el que atravesarían previamente Europa. Estarían fuera cerca de tres meses. Conocerían todos los lugares donde Rosalia había estado y alguno más, y luego irían a América del Sur. Querían visitar todos los países posibles. Tenían más dinero del que necesitaban para hacer su periplo. Sabían que podían hacer más o menos lo que quisieran. Salvatore y Vicenzo aceptaron el viaje de mala gana con la condición de que Carlo fuese con ellas. Las chicas se negaron, no podía ser de otro modo, pero al final asumieron que era Carlo o nada. Los padres les dijeron que apenas se darían cuenta de su presencia, pero que siempre estaría allí para cuidarlas si había algún problema. Carlo apenas estaba con ellas y ellas sentían una libertad casi absoluta; sin embargo, sabían que su sombra las cubría. En especial cuando pretendían divertirse. Apenas algún muchacho se les acercaba, Carlo se las apañaba para que este desapareciese de forma inmediata. A pesar de todo, disfrutaron mucho durante las primeras semanas. El viaje en barco les encantó. El trasatlántico a vapor que tomaron fue el RMS Majestic, que partió del puerto de Southampton en Inglaterra. Era por aquel entonces uno de los barcos más antiguos de la naviera británica Oceanic Steam Navigation Company, más conocida como White Star Line. Poco después, en 1912, el barco sería sustituido por el RMS Titanic, aunque tras su hundimiento, tuvo que regresar al servicio. Para llegar a Inglaterra las chicas tomaron un barco de Palermo a Nápoles perteneciente a la compañía Navigazione Generale Italiana, creada en 1881 de la fusión de las compañías Ignazio & Vincenzo Florio de Palermo y Raffaele Rubattino de Génova, y desde allí en tren de vapor cruzaron Italia pasando por Roma y Milán; Suiza donde pararon en Berna; y Francia, donde se detuvieron en París unos días. Llegaron a Calais para cruzar el Canal de la Mancha, que atravesaron en ferry hasta Dover, para tomar de nuevo un tren que les llevó a Londres, donde también disfrutaron unos días, para subirse nuevamente a un tren hasta Southhampton y de su puerto partir a los Estados Unidos, a Nueva York, donde desembarcarían en el muelle 54 del río Hudson en el lado oeste de Manhattan. Por supuesto, ellas no tuvieron que adentrarse en la intrincada Ellis Island como el resto del pasaje de tercera que les acompañaba. Fue toda una aventura. El principio de su aventura.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 30 de noviembre de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

