Tres mujeres (ix).

 


Concetta, Rosalia y Carmela eran las tres protagonistas de la foto. Sin embargo, Eugenio Interguglielmi quería más, quería que la imagen no se limitase a tres chicas jóvenes en sus veinte años. Eugenio quería arte. Estaba decidido a recuperar la idea del «tableau vivant» en el que las niñas aparecieron a sus diez años, aquella fría mañana de diciembre, acompañadas de jóvenes hijos de agricultores de las tierras de Salvatore y Vicenzo, pero ahora todo debía ser mucho más recargado, más consistente con la época rococó que querían revivir llena de fausto y ostentación. Los vestidos de encaje, los volantes de las faldas, las pelucas, los grandes escotes protegidos con enlazados de seda, todo debía provocar en el espectador una sensación teatral que pusiera de manifiesto la opulencia y delicadeza de las familias palermitanas más poderosas de principios del siglo XX. El telón de fondo elegido se alejó del neutro de la foto original y Eugenio pidió que le pintasen unos telares con arbolado dejando entrever la villa de Salvatore al estilo de los tapices barrocos de las villas aristocráticas de finales del XVIII. El fotógrafo sugirió a Salvatore y Vicenzo el color sepia para la fotografía para subrayar el ambiente nostálgico de refinamiento. Salvatore asintió complacido y un tanto avergonzado, puesto que desconocía el significado de las palabras del artista, cuando comprobó el entusiasmo que llenaba el rostro de Vicenzo. Para Salvatore Eugenio resultaba cargante con su tono de voz agudo y sus maneras excesivamente femeninas. A pesar de todo, sabía que era el mejor o, al menos, el más caro y eso le bastaba para confiarse a él. Eugenio consciente de la reacción que provocaba en Salvatore y consciente también de la diferencia cultural que existía entre ambos, procuraba contenerse, pero cuando daba rienda suelta a su imaginación se convertía en un torbellino que avasallaba a cualquiera y Salvatore no era menos. Con Vicenzo era diferente, Eugenio sabía que Vicenzo le entendía. Sabía que cada detalle que le presentaba estaba más que justificado y veía que Vicenzo reconocía su trabajo. Eugenio colocó a cada muchacho en su posición, alternó chicos y chicas sentados y de pie. Algunos chicos debían mirar a las chicas. Las chicas debían mostrarse altivas y delicadas, pero seguras de sí mismas. La imagen reflejaría una situación anacrónica y de profunda teatralidad con miradas cruzadas, directas, serias y firmes. La iluminación debía ser suave pero direccional, de derecha a izquierda y de arriba abajo, generando una tenue sombra en los rostros y cuerpos que permitiría resaltar los volúmenes de los suntuosos trajes y los elaborados peinados empolvados de los retratados.

 

Concetta, Rosalia y Carmela eran las únicas que llevaban gargantillas de cinta de terciopelo negro. Era la forma, según les explicó Eugenio a Salvatore y Vicenzo, de diferenciarlas del resto que constituían sencillamente un atrezo más o menos artificioso que ayudaba a montar la escena. Salvatore asintió con celeridad de nuevo al comprobar de reojo la sanción de Vicenzo. El resto no llevarían ningún distintivo que les permitiese diferenciarlos. Ellas debían ser las protagonistas «…por los siglos de los siglos…» les dijo Eugenio mostrándose seguro de la maravilla que iba a crear y de su innegable perpetuidad en el tiempo. Carmela se adelantó cuando una de las asistentas les ofreció los collares y eligió el «choker» de perla para su cuello, mientras que las primas cogieron sendas cintas con cruces cristianas. Los padres de las chicas se sonrieron. Les gustaba la idea de que sus hijas manifestasen la religiosidad de sus familias y que se diferenciasen también entre ellas de Carmela. Ambos comentaron que sería un detalle que les contarían a sus mujeres. Todo estaba dispuesto en el estudio de Eugenio que comenzó a colocar a cada personaje en su sitio. Eugenio iba y venía de la cámara a los chicos, se acercaba a ellos y les movía el rostro con sus manos hasta que estuviese en la posición apropiada, les giraba ligeramente el cuerpo, les ladeaba, les colocaba las manos, les cruzaba los brazos, les alzaba el cuello, les doblaba las rodillas, les ponía abanicos, les maquillaba, les quitaba brillos, les ajustaba los trajes, les cruzaba los pies…, ni un solo detalle se le escapaba. Salvatore se estaba impacientando, Vicenzo disfrutaba con lo que presenciaba y con la manifiesta inquietud de Salvatore. Eugenio era un auténtico artista y estaban presenciándolo en su momento creativo.

 

Concetta a la derecha, de pie, miraba de reojo a la cámara casi huyendo de la actitud altiva del muchacho que simulaba cortejarla. Era la única que no llevaba peluca, pues su largo pelo permitía los rizos y tirabuzones que Eugenio necesitaba para la imagen. Los peluqueros que había contratado se pasaron media mañana retocándola. Rosalia, sentada, abajo a la izquierda, miraba curiosa al muchacho que, arrodillado, la abanicaba con gesto sumiso sin mirarla a los ojos, dirigiendo su vista hacia el infinito, avergonzado por su osadía. Carmela, en el centro, sentada entre las primas, miraba directamente a la cámara con orgullo, decidida, segura de sí misma, aislada, sola, altanera, sin que nadie se atreviese a perturbarla con agasajos ni pretensiones; los delicados pies cruzados adelantados, la cabeza recta, compensando el desequilibrio de los hombros para acomodar su torso en el respaldo de la silla en la que no se encontraba del todo cómoda. Ella era la única que no actuaba. Era la que se mostraba como realmente era en una imagen anacrónica cuya única copia, transcurrido el tiempo, conservaría como recuerdo de una época a la que nunca perteneció y de la que, como su madre, deseaba escapar. 

 

 

Imagen custodiada en el Museo Regionale della Fotografia di Palermo. Eugenio Interguglielmi, 1910.

En Mérida a 23 de noviembre de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera