Tres mujeres (xii).

 


Carmela recibió una foto de Concetta en 1919. Era una foto de su madre tomada alrededor de 1915 por el hijo de Eugenio Interguglielmi, quien se había hecho cargo del estudio de fotografía de su padre a su muerte en 1911. Cuando Carmela la recibió ya se había marchado de Estados Unidos. Estaba en Argentina. Ella y Concetta se escribían, también Rosalia, pero esta con menos frecuencia. Al principio las cartas que se enviaban eran precavidas. Buscaban una forma de hacerse llegar la correspondencia que no se diese a conocer demasiado pensando que Salvatore podría encontrar a Carmela. Al cabo del tiempo, comenzaron a descuidar esos detalles dando por hecho que Salvatore ya se habría olvidado. En la segunda noche que pasaron en Nueva York Carmela les contó su plan. Concetta se escandalizó, pero Rosalia lo entendió perfectamente. En realidad, Concetta estaba preocupada por Carmela, no quería que se escapase porque temía por ella, no solo por las represalias que podría llegar a tomar su padre, sino porque no sabía si ella podría llegar a valerse por sí misma. «Vamos, Concetta, es Carmela», le dijo Rosalia. Las tres amigas se abrazaron y esa noche durmieron juntas contándose todo lo que ya se habían contado una y mil veces. Al día siguiente, por la mañana, tras el desayuno, se fueron a pasear. Fueron solas porque Carlo tenías encargos que hacer de parte de Salvatore y, sobre todo, de Vicenzo, según les dijo. Las chicas aprovecharon para pasear y comprar cosas que Carmela pudiera necesitar. Regresaron al hotel antes de la hora de la cena con Carlo y prepararon entre las tres el equipaje de Carmela. Al día siguiente las dejaría antes de que ellas emprendieran el viaje que tenían previsto a Boston, que fue el destino que finalmente improvisaron. Carmela se marcharía antes del desayuno y tomaría un tren cuyo destino solo ella sabía porque no quería que Carlo pudiera sonsacarles información a sus amigas. Carmela se levantó temprano, terminó de preparar su única maleta, puesto que había decidido prescindir de todo lo que consideraba innecesario para su nuevo periplo, y llamó para que la ayudasen a subirla al carro que la llevaría a la estación. Todavía no había amanecido, pero la noche ya no era cerrada. Entonces en la puerta de la calle 59, la calle que abre a Central Park del hotel diseñado por Henry Janeway Hardenbergh, aparecieron las dos amigas de Carmela con rostro somnoliento, pero emocionado, se acercaron a ella y se fundieron las tres en un fuerte abrazo. No pudieron contener las lágrimas y en la despedida se prometieron más de lo que podían cumplir. Carmela se subió al coche y las miró mientras se alejaba. Las amigas, desde las escaleras de la puerta, mantuvieron el saludo hasta que el coche desapareció para dirigirse a la Grand Central Depot doblando por la Quinta Avenida hacia la calle 42.

 

Carmela desapareció. Carlo preguntó por ella solo una vez cuando estaban desayunando esa misma mañana. Habría dado igual que Concetta y Rosalia hubiesen respondido que se había marchado, que había huido y que desconocían su paradero o que aún seguiría dormida. Carlo ya lo sabía. No porque lo sospechase de antes, sino porque cuando bajó por la mañana y las dos muchachas estaban ya a la mesa, lo vio en sus rostros. Solo tuvo que preguntarles si sabían dónde había ido. La respuesta de las chicas fue que no. Y Carlo sabía que no mentían. Carlo no se inmutó. Desayunó tranquilamente sin volver a pronunciar palabra alguna, al igual que las chicas, aunque estas por miedo y desconfianza, mientras que él se mostró impasible, hierático. Aquella mesa, en la que estaban sentados los tres que debían haber sido cuatro, era gélida. Las muchachas apenas tomaron bocado alguno, pero Carlo comió con cierta opulencia como hacía habitualmente en cualquier colación. Las chicas siempre se preguntaban entre cuchicheos y sonrisas dónde metería aquel extraño y delgaducho ser toda esa comida. Pero aquella mañana no hicieron ademán de comentar nada. Concetta y Rosalia lo miraban de reojo en absoluto silencio, mantenían la vista bajada y apenas una de ellas, Rosalia, se atrevió a pedir permiso para levantarse y retirarse a sus habitaciones. Entonces Carlo les dijo que ese día también tenía cosas que hacer y que podían pasear por la ciudad ellas solas. Las miró. En sus ojos brillaba claramente una amenaza que no se convirtió en frase y que les advertía que no hicieran ninguna estupidez. Les recordó que al día siguiente, después del desayuno, a la misma hora que ese día, tomarían un tres al destino que ellas habían elegido. Ambas chicas agacharon la cabeza y asintieron. Se marcharon y dejaron a Carlo solo terminando su desayuno. Concetta y Rosalia respiraron tranquilas cuando salieron del comedor y sintieron que la mirada de Carlo no les atravesaba las espaldas. Estaban temblando.

 

La foto que recibió Carmela incluía una carta escrita por Adelina. Concetta la había incluido entre las hojas de papel que ella misma había escrito. Adelina no sabía escribir, pero Concetta había transcrito para ella las palabras que a duras penas salieron de su boca. Le decía que estaba bien, que sabía por Concetta que ella también estaba bien, que quería que tuviese esa foto para que no la olvidase, que la quería mucho y que la echaba mucho de menos, que había hecho lo correcto y que no regresara nunca. Carmela leyó la carta con lágrimas en los ojos, algunas de las cuales cayeron sobre la hoja de papel y emborronaron el texto. Entreleyó aquello que su madre no escribió por no hacer sufrir a su hija. Entreleyó que ella seguía aguantando resignada, que Salvatore la mantenía retenida, que su sacrificio merecía el sufrimiento, que nunca podría escapar de allí y, sobre todo, que moriría pronto. Eso Concetta lo comprendió al ver la foto de su madre. En ella la reconocía, sin embargo, su rostro no era el que Carmela recordaba, era un rostro apagado, con un rictus forzado y una mirada triste. El pelo había encanecido. El luto que llevaba en sus vestidos desde la muerte de Giuseppe mantenía en su imagen toda la serenidad que podía transmitir, pero Carmela sabía que escondía mucho dolor por su situación y pena por la marcha de su hija. Solo algún tiempo después Carmela llegó a saber que cuando recibió la carta su madre ya había muerto; que fue Adelina la que insistió en hacerse la foto para que se la mandaran a su hija y la que convenció a Concetta y Rosalia para que no le dijeran nada hasta pasado un tiempo porque no quería que su hija regresase, como bien le había dicho en la transcripción de Concetta. Cuando Carmela leyó la carta no sospechó que su madre ya había fallecido, pero sabía que su madre ya había muerto en vida.

 

 

Imagen de Concetta Santoro, «née Abbate Napoli», originaria de Alcamo, Italia. Eugenio Interguglielmi.

En Mérida a 14 de diciembre de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera