Salvatore regresó a su casa. Maria, su mujer, le oyó llegar, no había sido capaz de conciliar el sueño, se vistió con una gruesa bata puesto que la mañana ya apuntaba fría y bajó al vestíbulo sujetándose el vientre donde su segundo hijo estaba gestándose. Oía perfectamente a su marido dando órdenes a sus hombres. Maria se acercó sin decir nada. Salvatore estaba nervioso. Llevaba una pistola en la mano que se movía con sus aspavientos.
—Salvatore…
El marido ignoró a la mujer y siguió ordenando y organizando.
—Salvatore —insistió Maria.
Salvatore la miró de reojo. Apenas le prestó atención. Ella se acercó.
—Nuestro hijo… —susurró—. Algo ocurre.
Salvatore la miró de nuevo, ahora fijamente. Comprobó que un hilillo de sangre bajaba por las piernas de su mujer. Su rostro se descompuso.
—¡Traed un médico! —gritó—. ¡Vamos, ahora mismo! Id a por él.
Uno de sus hombres salió de la casa a la carrera. Se oyó al cabo de un instante un vehículo arrancando en la tranquilidad del alba. Salvatore sujetó a su mujer y la llevó al salón. La tumbó en el gran sofá que ocupaba el centro de la estancia y la acomodó.
—Llamad a las mujeres —ordenó.
Llegaron enseguida. Vieron a Maria y comenzaron a cuidarla. Trajeron paños húmedos y agua. Maria estaba temblando. Tenía fiebre. La limpiaron. Salvatore la observaba de pie, detrás del sofá. Preocupado, pero impávido. Aún tenía la pistola en la mano. Las mujeres hacían y deshacían, iban y venían. Esperaban con ansiedad la llegada del médico. Salvatore se colocó la pistola en el cinturón y agarró la mano de Maria. La apoyó sobre el respaldo del sofá. Se agachó.
—Te pondrás bien —le susurró.
Maria perdió la consciencia. Salvatore le soltó la mano y abandonó el salón. Maria ya no despertaría. Las mujeres intentaron reanimarla. Procuraron detener la hemorragia, pero no fueron capaces. No sabían qué hacer. El médico llegaría poco tiempo después, no pudo hacer nada por la mujer, solo certificar su muerte. Salvatore había subido a ver a su hija que aún dormía. Oyó el coche y bajó. Antes de que entrara el médico en el salón le susurró algo al oído. El médico se separó ligeramente para asimilar la confidencia y le miró asustado. Siguió el camino indicado por uno de los hombres de Salvatore hasta el salón donde las mujeres le aguardaban lloriqueando. El médico se acercó rápidamente a Maria y sacó sus instrumentos. No había pulso. Ni en ella ni en el feto. Salvatore estaba en el umbral de la puerta mirándole fijamente. Este estaba concentrado en su trabajo y no le prestaba atención, pero cuando fue consciente de que nada podía hacer levantó la vista y le vio. Negó con la cabeza. Salvatore se dio la vuelta inmediatamente y desapareció. El médico cogió una sábana con manchas de sangre y tapó el rostro de la mujer. Salió del salón para buscar a Salvatore. No lo encontró. Salvatore estaba en el dormitorio de Concetta. La había cogido y tumbado en su regazo. La niña dormía. Las cortinas de la ventana de la habitación dejaban entrar algunos rayos de luz que hacían brillar las gotas de rocío del cristal. Salvatore miraba a través de la ventana y veía los campos de limones al fondo. Todo aquello era suyo, pero en ese instante no le confortaba. La niña se movió ligeramente y sintió la pistola apretarse contra su muslo. Dejó a la niña en el colchón y sacó la pistola. La miró fijamente. Miró a la niña. Se asomó a la ventana. Abajo estaba el jardín. Habían plantado varios laureles, pero aún eran pequeños. Un banco de madera vacío estaba en el centro del jardín. Salvatore apuntó hacia él. Desde esa distancia su disparo sería certero. Tenía buena puntería y lo sabía. Se guardó el arma y se dio la vuelta. Bajó de nuevo a la entrada. Había mucha gente pululando de un sitio a otro, pero nadie se movía con sentido. Cuando vieron bajar a Salvatore todos fueron a reunirse en torno a él. Estaban expectantes. Algunas mujeres presentes se mantuvieron en un segundo plano con la cabeza agachada, algunas de ellas ya se habían enlutado. Otras estaban velando el cadáver junto al médico que intentaba extraer el feto. Salvatore los despidió a todos, menos a uno de sus hombres y se dirigió con él al despacho que estaba en la planta baja. Abrió la puerta, le invitó a entrar, después accedió él y cerró. El interior estaba en penumbra. Se dirigió a la gran mesa de madera de caoba y se sentó en su silla. De espaldas a la ventana, la luz cada vez más intensa deslumbraba a su acompañante. No le invitó a sentarse y él ni siquiera hizo ademán de intentarlo.
—Antonio, vas a ir a casa de Adelina… —Salvatore hizo una pausa.
El hombre asintió, atento.
—Quiero que vayas con un par de chicos más.
Antonio asintió, de nuevo.
—Vas a asustarla. Quiero que sienta miedo, mucho miedo. Quiero que se sienta vulnerable. —El hombre abrió los ojos e intentó disimular—. Iréis con la cara cubierta. No debe pasarle nada a Adelina, absolutamente nada. Si algo le ocurriese a ella o a su hija serás tú quien lo pague… Vamos, vete ya y dile a Carlo que entre.
El hombre salió por la puerta, cerró. Se dirigió a un par de muchachos para que le acompañara y le dio el mensaje a Carlo que fue rápidamente al despacho.
Carlo llamó a la puerta y esperó a que Salvatore le diera permiso para entrar. Accedió cuando oyó la voz de Salvatore. El interior estaba muy iluminado por la luz de la mañana. El sol le deslumbró y entornó los ojos.
—Carlo. Tú serás ahora mi campiere.
—Será un placer —le respondió tras unos instantes de silencio.
—Lo primero que deberás hacer será coger a algunos hombres e ir detrás de Antonio. Va a casa de Adelina. Deberás matarlos. A Adelina y a su hija no debe pasarles nada.
—Así lo haré.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 19 de octubre de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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