Salvatore iba en silencio en el coche. Sus hombres tampoco hablaban. No tardaron en llegar a casa de Salvatore. Allí estaba su mujer con las niñas y los sirvientes aguardando su llegada y varios hombres más armados custodiando la casa y protegiéndolos a todos. Nadie se sentía seguro. Salvatore se bajó del coche como una exhalación. Se acercó a su hija y le dio un beso en la cabeza, luego cogió a Carmela de la mano y se la llevó de nuevo al coche. Su mujer se quedó mirándole. Salvatore se acercó a los otros coches, dio algunas instrucciones inaudibles para su mujer y regresó a su coche, le dijo algo al conductor que arrancó inmediatamente y su coche se marchó. El resto de hombres se quedaron. Carmela preguntó dónde iban. Salvatore guardó silencio. La niña insistió.
—A ver a tu madre —le dijo.
La niña se tranquilizó y comenzó a mirar el paisaje que corría veloz a través de las ventanas. Los cultivos de limoneros se sucedían uno tras otro. Todo aquello pertenecía a Salvatore y a Vicenzo y su padre lo había estado protegiendo hasta ese día. Llegaron de nuevo a casa de su madre. Carmela bajó del coche y fue corriendo a su casa. La puerta estaba cerrada. Llamó. Su madre abrió enseguida. Salvatore estaba tras Carmela.
—Gracias —le dijo Adelina mientras hacía pasar a su hija—. ¿Lo sabe ella? —le preguntó.
—No, no se lo he dicho.
—Gracias —dijo de nuevo la mujer.
Salvatore sujetó la hoja de la puerta mientras Adelina la cerraba.
—Adelina…
La mujer le miró levantando ligeramente la cabeza.
—Dime.
—No es seguro que estéis aquí.
—No te preocupes por nosotras. Sabremos cuidarnos. Por favor, manda a algunas mujeres para que me ayuden con mi marido. Por favor, habla con don Silverio para que se prepare el funeral.
—Piénsalo, estaréis mucho mejor en mi casa.
Salvatore bajó la mano hasta rozar la de Adelina. Ella la retiró.
—No.
Adelina sujetó el tirador y cerró la puerta. Entonces comenzó a llorar. Carmela estaba en la cocina y regresaba a la entrada. Vio a su madre llorando.
—Mamá…
—Dime, hija mía —le dijo mientras se enjugaba las lágrimas.
—Mamá, ¿dónde está papá?
Adelina se echó a llorar de nuevo.
—Papá ha muerto.
Salvatore regresó a su casa. Se bajó del coche. Era una casa grande. En el campo. Construida no hacía mucho tiempo. Excesivamente barroca. En realidad, no le pertenecía. Se había apropiado de ella cuando era un antiguo caserón y la había transformado. Quería que la gente se admirase al contemplarla. No quería que nadie viese en él a un hijo miserable de campesinos venido a más. Para él ese pasado se había desvanecido. Entró por el gran portón, se dirigió a uno de sus hombres para darle instrucciones y cerró la puerta. Una inmensa doble escalera enmarmolada decoraba el vestíbulo de entrada. Subió a la planta primera donde estaban las habitaciones. Entró en la suya. Ya era de noche. No había comido en todo el día, pero no le apetecía tomar nada. El vestidor de la habitación estaba a oscuras. Dio la luz y se asomó al dormitorio. Su mujer no estaba «Mejor, estará dormida con la niña», pensó. Encendió la luz del dormitorio. Entró en el baño y orinó. Se lavó los dientes y se lavó las manos, el agua arrastró restos de sangre. Se desnudó, dejando la ropa en el suelo del baño, se dirigió desnudo al vestidor y se puso el pijama. Se metió en la cama. Apagó la luz e intentó dormirse, pero no conciliaba el sueño.
Vicenzo llevaba dormido un buen rato cuando sonó la puerta de su casa. Era una casa gemela a la de Salvatore. Gemela en cuanto a cómo la había conseguido y a su tamaño, pero él la reformó con un estilo más contenido. Vicenzo había estudiado y se jactaba de ello, incluso ante Salvatore, aunque este no lo toleraba. Vicenzo lanzaba comentarios hirientes que solo contenía cuando comprobaba que el ímpetu de Salvatore podía desencadenarse de forma incontrolada. Salvatore era más joven, más apuesto, más valiente, y eso era algo que Vicenzo envidiaba. Rosalia, que dormía profundamente al lado de Vicenzo con tapones y con los ojos tapados no oyó cuando Vicenzo se levantó. Aún era de noche. Era una hora intempestiva, «¿Quién narices será?», pensó. Vicenzo se puso su bata y abrió la puerta. Abajo se oían voces susurrantes, pero una sobresalía sobre las demás. Alguien comenzó a subir las escaleras. El ritmo era acelerado. Era uno de los hombres de Vicenzo. Llegó casi sin resuello a la habitación.
—Vicenzo discúlpeme—apenas tenía cuarenta años, casi diez más que Salvatore, pero le encantaba que le tratasen así—, pero abajo está Salvatore. Insiste en verlo. Dice que es muy importante.
Vicenzo le dijo que regresase al vestíbulo, que le llevase al salón y que le ofreciese algo a Salvatore, que se iba a vestir. Obedeció.
Salvatore se estaba impacientando. El reloj de cuerda de la pared seguía marcando los segundos con su ritmo constante. La mañana amenazaba ya entre las ventanas del salón. Entonces apareció Vicenzo.
—¿Qué horas son estas de venir?, ¿qué es eso tan importante que no puede esperar a mañana? —le dijo mirándole con evidente menosprecio que no pasó desapercibido para Salvatore—. Puedes marcharte Mario —le indicó a su hombre de confianza que había estado esperando de pie en la puerta a que llegase Vicenzo. Mario salió y cerró la puerta tras de sí.
Salvatore lo miró con un profundo odio. Le había hecho esperar casi una hora. Le habían servido un Amaro Averna que no había tocado. Salvatore no bebía. Ellos lo sabían. Salvatore no se puso en pie. Vicenzo se acercó. No se sentó.
—¿Te vas a quedar así?
El rostro de Vicenzo se tornó sorprendido.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te vas a quedar así? —repitió Salvatore—. Han intentado asesinarnos, han intentado matar a nuestras hijas y ¿no piensas hacer nada?
Vicenzo alzó la vista hacia los artesonados para contemplar el colorido de las tablas llenas de flores. Le encantaba ese techo. Recordó que las tablas las había comprado en un viaje a Roma en una tienda de antigüedades a un comerciante con el que estuvo discutiendo varias horas hasta que consiguieron llegar a un acuerdo.
—Salvatore, ya sabes que no es la primera vez y no será la última.
—¿Y eso lo justifica? Debemos hacer algo. No podemos quedarnos así. Tenemos que ir a hablar con Don Vito. Esto debe parar.
—Ya sabes lo que hay. Vito acaba de salir de la cárcel tras el secuestro de la Baronesa y ya ha insinuado que se marchará a Estados Unidos —Vicenzo era de los pocos que hablaba de Vito Cascioferro sin colocarle el “Don” delante. Eran de la misma edad y fueron uña y carne durante la infancia de ambos—. Son demasiadas las sospechas que tiene desde el asesinato de Notarbartolo. No se fía de Siino después del soplo que dio de Giammona. Debemos ser pacientes. Tenemos que defendernos, sí, pero las instrucciones son no atacar.
—No estoy de acuerdo. Debemos dar un golpe. Esto no puede quedar así.
—Salvatore, Salvatore… —el tono condescendiente exasperaba a Salvatore—, hacer la guerra por nuestra cuenta tendrá consecuencias nefastas para nosotros. Lo sabes…
—Ya las está teniendo —le interrumpió Salvatore—. Acaban de asesinar a Giuseppe. Sabes que era nuestro mejor hombre. Era quien nos cuidaba. Ahora tenemos un problema. Y no me digas que encontraremos a otro. Claro que lo haremos, pero dime en quién confías como para dejarle en sus manos tu vida, la de tu mujer y la de tu hija.
—Mario.
—¿Qué?
—Digo que Mario es mi hombre. Busca al tuyo.
Salvatore comprendió al instante. Tendría que defenderse por su cuenta. Se levantó y se acercó a Vicenzo. Le tendió la mano. Vicenzo dudó, pero también la ofreció. Salvatore se dio la vuelta y salió del salón. Dejó la puerta abierta tras él. Vicenzo vio cómo se marchaba mientras intercambiaba un saludo con Mario. Vicenzo alzó la vista nuevamente para ver las tablas pintadas de su artesonado. Estaba serio.
Portrait of Emanuele Notarbartolo by unknown author - Illustrazione Italiana, Public Domain
En Mérida a 12 de octubre de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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