Tres mujeres (ii).




Eugenio fue el último que se incorporó ayudado por una de las asistentas. Todos los niños estaban intentando mirar por las ventanas del estudio después de que la otra asistenta descorriera las pesadas cortinas que las oscurecían. Se lo había ordenado Salvatore que acababa de regresar al estudio tras ordenar a los hombres de Giuseppe que buscasen un vehículo para transportar el cadáver. Eugenio tenía cincuenta años, los había cumplido en febrero de ese mismo año. Se sentía cansado. Salvatore fue a comprobar cómo estaban las niñas. Eugenio fue a por un vaso de agua al oficio. Bebió y regresó con una botella y un par de vasos más que ofreció a las niñas. Los niños estaban de puntillas intentando ver algo a través de los vitrales verdes, amarillos y azules. Era imposible. Otro de los hombres de Giuseppe entró. 

 

—Don Salvatore, el coche ya está ahí fuera. Hemos metido el cad…

 

—Está bien —le interrumpió abruptamente Salvatore—. Ahora salgo. Encárgate de que nuestro vehículo esté listo para que podamos regresar. Debemos llevar otro escoltándonos. Rápido —le despidió.

 

Salvatore se acercó a las niñas y les acarició el pelo. A Carmela le dio un beso en la frente. 

 

—Vicenzo, quédate con ellas un momento.

 

Vicenzo, balbuceando, asintió.

 

Los niños habían perdido ya el interés de asomarse por las ventanas al no poder ver nada. Intentaron salir detrás de Salvatore, pero Vicenzo se lo impidió. Estuvieron a punto de desobedecer, aunque las asistentas les retuvieron. Las niñas seguían inmóviles. Nadie sabía muy bien qué había ocurrido. Eugenio se dirigió a Vicenzo susurrando.

 

—Han sido disparos, ¿verdad?

 

—Sí —respondió Vicenzo.

 

—Habrá ha… —el rostro de Eugenio se apagó y bajó los ojos.

 

—No lo sé, es posible.

 

Eugenio no pudo evitar recordar sus fotos de los cuerpos embalsamados del Convento de los Capuchinos de hacía poco más de cinco años. Estuvo tentado a coger una cámara y salir a intentar tomar alguna foto, pero su limitada audacia le contuvo.

 

Salvatore regresó al cabo de un rato y pidió a Vicenzo que llevara a las niñas al coche, «A las tres», le dijo. Vicenzo le miró extrañado, pero Salvatore asintió. «Id a mi casa», le dijo a continuación. Vicenzo obedeció, cogió a las tres niñas, las sacó y las metió en el coche. Él se sentó entre ellas y puso en su regazo a su hija Rosalia. «Vámonos», le dijo al conductor. El copiloto se dio la vuelta y preguntó a dónde debían ir. «A casa de Salvatore». Arrancaron a toda velocidad.

 

Salvatore estuvo intercambiando algunas palabras con Eugenio, pero sin prestarle demasiada atención, hasta que oyó como arrancaba el coche y se iba. Entonces Salvatore salió de nuevo a la calle dejando a Eugenio, a las mujeres y a los niños en el estudio. Organizó a sus hombres y se subió en uno de los coches.

 

—Vamos a casa de Giuseppe. Vamos a llevarle allí.

 

El recorrido se produjo en el más absoluto silencio. Salvatore mantenía la mandíbula apretada y la mano iba y venía al costado donde guardaba su arma. Los hombres que iban con él eran gente ruda, gente valiente, pero eran gente del campo, no eran soldados, apenas sabían disparar y apenas estaban organizados. Giuseppe era el único que sabía cómo gestionar estas situaciones, pero ahora estaba muerto. El camino rural hasta la casa de Giuseppe estaba lleno de baches que provocaban saltos en los ocupantes. Sin embargo, parecía que a Salvatore no podían moverle. Llegaron a la casa de Giuseppe que estaba en medio de una de las plantaciones de limones que Salvatore poseía y que él y sus hombres se encargaba de cuidar. Salvatore se bajó sin dejar que le abriesen la puerta. Se dirigió a la puerta y llamó. Al otro lado de la casa, en el patio, una mujer estaba lavando la ropa. Oyó la puerta, dejó su faena y se dirigió a la entrada. Abrió.

 

—Adelina —le susurró Salvatore agachando la vista. 

 

Adelina le miró a los ojos, pero Salvatore no los alzó. Vio dos coches tras él con los hombres de Giuseppe cabizbajos. Adelina volvió a mirar a Salvatore. Este levantó un poco la cabeza para mirarla.

 

—¡No!... no, no, no… —Adelina comenzó a llorar.

 

—Giuseppe… —balbuceó Salvatore—. Giuseppe ha muerto…

 

—¡Noooooo! 

 

Adelina quiso salir corriendo hacia los coches, pero Salvatore la retuvo. Era mucho más fuerte que ella, pero le costó sostenerla. Adelina apoyó su rostro en su pecho y le golpeó con los puños tan apretados que las uñas comenzaron a marcarse en las palmas. Comenzó a llorar y a gritar. Empujó a Salvatore hacia atrás y apretó los dientes.

 

—¿Carmela…?

 

—Carmela está bien, está en mi casa con Vicenzo y las niñas. Está segura.

 

Una suerte de sensación de alivio recorrió el rostro de Adelina durante un instante, pero enseguida las lágrimas retornaron y su cuerpo se apretó enrabietado. 

 

—¿Dónde está Giuseppe?, ¡quiero verlo!

 

—Ven.

 

Salvatore sabía perfectamente que impedir que viera el cadáver era algo absurdo. Conocía perfectamente a Adelina. Sabía que era una mujer fuerte, tanto como tosco era Giuseppe. No habría conseguido impedírselo, tampoco tenía sentido intentarlo. Estaba seguro de que querría estar con él y prepararlo como era la costumbre.

 

Se dirigieron al segundo coche y en el asiento trasero, tumbado con los ojos cerrados, estaba el cuerpo de Giuseppe. La sangre le caía por el costado. Unas gotas salpicadas de la herida de bala manchaban su rostro. La tapicería del coche estaba ensangrentada y el suelo tenía un charco abundante. Su rostro parecía el de un muñeco. Carecía de cualquier signo de vida. Adelina le tocó la cara e intentó limpiarle, pero la sangre estaba seca. Adelina sintió que estaba frío, helado. 

 

—Sacadlo y metedlo en casa… 

 

Los hombres se quedaron mirándola y esperando las instrucciones de Salvatore. Salvatore asintió. Lo sacaron entre tres. El cuerpo sin vida de Giuseppe fue trasladado hasta el interior de la casa. Era una casa humilde, pero grande. Adelina sacó una sábana y la colocó sobre la cama. Les señaló la habitación a los hombres y dejaron el cadáver. Adelina cogió un paño y lo humedeció. Limpió el rostro de Giuseppe. De nuevo sintió su piel fría. 

 

—Tráeme a la niña —le pidió, sin mirarle, a Salvatore que estaba en el umbral de la puerta del dormitorio conyugal sin atreverse a entrar, mientras proseguía limpiando el cadáver. 

 

—Adelina…, creo que no es seguro. Es mejor que te vengas tú con nosotros. Llevaremos a Giuseppe, lo enterraremos y lo vengaremos. 

 

Adelina giró la cabeza.

 

—No, tráemela aquí. 

 

 

 

Imagen de Interguglielmi, Eugenio (1850-1911) en Sicilia. Una lavandaia. L'illustrazione Italiana N° 46 – Novembre 1893.

En Mérida a 5 de octubre de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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