Tres mujeres (v).

 


Antonio escogió a dos hombres más. «Solo es una mujer y una niña», pensó. Subieron a los caballos y se dirigieron a casa de Adelina. Les dirigía él. Sabía el camino perfectamente. Había estado allí muchas veces junto con Giuseppe. De hecho, estaba con él protegiendo a las familias de Salvatore y Vicenzo y vio cómo fue disparado en la puerta del estudio de Eugenio Interguglielmi. Antonio y Giuseppe eran algo parecido a amigos. No es que se contaran confidencias, ni nada por el estilo, pero en las escasas ocasiones en que dejaban de atender a las familias de Salvatore y Vicenzo, y Giuseppe a la suya, se juntaban para tomar Zammù en las soporíferas y calurosas tardes del verano palermitano o amaro en el aterido invierno. 

 

Antonio no discutió la orden de Salvatore, a pesar de su amistad con Giuseppe. Intuyó perfectamente qué pretendía Salvatore, a sabiendas de que Adelina, tozuda como su marido, no aceptaría la protección de Salvatore, de eso estaba seguro. Adelina sabía dónde estaba y dónde vivía: estaba acostumbrada a los sobresaltos, a la violencia y sus temores, controlados por Giuseppe, ahora lo estarían con ella. Antonio se limitó a obedecer.

 

Antes de llegar a casa de Adelina se detuvieron. La mañana se abría frente a ellos con un sol radiante en un día que prometía frío. Antonio les facilitó unas medias para que se las pusieran en la cabeza y se dirigieron hacia la vivienda portando las armas bien visibles, tal y como les había indicado, atravesando el campo que los separaba del camino donde habían dejado los caballos. Los dos muchachos, de apenas veinte años, siguieron a Antonio. Este, a unos pocos metros de la entrada, se detuvo, disparó al aire y dio indicaciones a uno de sus acólitos para que golpeara la puerta. Adelina y su hija Carmela se habían quedado dormidas en la alcoba de la niña. El cuerpo de Giuseppe yacía en el tálamo. Unas mujeres mandadas por Salvatore después de su marcha y unas amigas de Adelina habían estado en la casa durante la noche ayudándola a preparar el cuerpo y ejerciendo de plañideras. Ya estaba limpio, envuelto en una sábana blanca, esperando su funeral. Algunas de esas mujeres se habían quedado para ayudar a velar el cadáver. Estaban sentadas en las sillas que les había ofrecido Adelina adormecidas cuando oyeron los disparos y se sobresaltaron. Oyeron los golpes en la puerta, pero no se atrevieron a abrir. Adelina, que se había despertado con los estruendos, apareció en el salón donde estaban las mujeres y la entrada con los ojos enrojecidos y el rictus ensombrecido por el dolor. 

 

Las mujeres intentaron disuadirla de que abriera la puerta. Procuraron sujetarla, pero Adelina se desembarazó de ellas. Una de ellas que se había asomado a una de las ventanas de la casa apartando ligeramente el visillo le dijo que eran hombres armados con la cara tapada. «Creo que son tres», comentó. Adelina lo oyó perfectamente, pero negando con la cabeza se dispuso a abrir la puerta para enfrentarse a ellos. Entonces sonaron varios disparos seguidos, alguno de ellos acertó en las paredes de la casa y otro incluso impactó en la ventana haciendo añicos el cristal. Las mujeres se tiraron al suelo, no era la primera vez que se veían en una situación como esa. Adelina se retiró agachada hacia la habitación de su hija para protegerla. Los estruendos retumbaban por todas partes. Las mujeres comenzaron a chillar. Se taparon los oídos mientras los disparos seguían produciéndose fuera y alguno que otro se colaba en la casa. Se oían gritos y órdenes bruscas en el exterior. Al cabo de un rato, se hizo el silencio y las mujeres abandonaron los alaridos. Una última descarga retumbó en la casa y un último aullido lo acompañó. Nadie se movía dentro de la casa. Fuera se oían algunos murmullos entre órdenes dadas con un cerrado acento. De repente sonó de nuevo la puerta, pero esta vez no fueron golpes violentos. 

 

—¡Abre!, abre Adelina… Soy Carlo... Me manda Salvatore. 

 

Las mujeres parecían congeladas. Ninguna de ellas se atrevía a moverse. Susurraban, pero permanecían inmóviles.

 

Carlo insistió.

 

—Adelina, ¿estás bien?, abre. 

 

Carlo pegó el oído a la puerta para detectar algún ruido, pero no oyó nada. Por un instante se inquietó. Había visto como alguno de los disparos había penetrado en la casa a pesar de las instrucciones que les había dado a sus muchachos: «Será una emboscada fácil, no esperan que vayamos contra ellos, disparad rápido y rematad. Cuando nos vean no desconfiarán» esa era la orden y así habían obrado, pero Antonio se defendió, comprendió al instante lo que estaba ocurriendo, se parapetó en la esquina de la casa y consiguió herir a un par de hombres con sendos disparos. Pero no fue suficiente. Estaban en clara desventaja y le hirieron. Cayó al suelo y comenzó a desangrarse. Perdió la pistola. La sangre manaba a borbotones por el agujero que le habían hecho en el estómago y apenas podía hablar. Carlo se acercó y le miró. Sonrió mientras le apuntaba. El rostro de Antonio estaba compungido, pero apenas pudo balbucear cuando Carlo se despidió de él. Carlo lo remató disparándole en la cabeza para desfigurarle y evitar que Adelina, si buscaba una cara conocida, lo reconociese. Carlo regresó a la entrada, vio que sus hombres estaban más o menos bien, de hecho, se alegró de que un par de ellos estuvieran heridos «Le da credibilidad a esta mierda…», pensó y se preparó para echar la puerta abajo. En ese instante Adelina abrió la puerta. Su rostro estaba tenso y lleno de rabia. Carlo estaba frente a ella. Carlo la miró sin sonreír y la saludó, su mente retorcida la imaginó desnuda, tumbada en una cama y dispuesta para él. Se relamió. Era muy hermosa.

 

—Adelina, ¿estás bien? —le preguntó en tono grave y con parsimonia, sosteniendo aún la pistola en la mano derecha. 

 

Adelina observó alrededor. Vio a tres hombres tirados en el suelo sobre charcos de sangre y otros cinco de pie, alguno de ellos, herido, atendido por sus compañeros. Adelina miró a Carlo a los ojos. Unas lágrimas intentaron escaparse de sus ojos, pero las retuvo. Asintió.

 

—Está bien, iré con vosotros.

 

Imagen creada por el autor con IA.

 

 

En Mérida a 26 de octubre de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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