El cazador de moscas (xviii).

 


No sabía muy bien cuántas eran. Tal vez diez o doce. Apenas podía reconocer sus caras en la oscuridad de la noche. Todas caminaban hacia la casa de Anna Rose y Mary. Todas caminaban hacia el salón que regentaba Anna Rose. El sheriff aceleró el paso. Las mujeres llegaban desde varios lugares. Le pareció que estaban en trance, como movidas por una fuerza superior a ellas que las impulsaba a dirigirse a aquel lugar. Matt adelantó a algunas de ellas que no le prestaron la más mínima atención. Cuando llegó al porche de la casa de Anna Rose y Mary algunas mujeres ya estaban allí con las antorchas y hachas comenzando a golpear la madera del cerramiento de la casa, otras intentando abrir la puerta y Jennifer Apples con una sonrisa diabólica en su rostro estaba procurando romper la contraventana de la fachada con el ánimo de lanzar al interior una de las antorchas que portaban. Matt le sujetó el brazo poco antes de que lo lograra, pero otras mujeres se abalanzaron sobre él y le tumbaron empujándole contra la balaustrada de madera del porche. Estuvo a punto de caer al suelo, pero se sujetó al pasamanos y se mantuvo en pie. Armó su rifle y apuntó a Jennifer.

 

—¡No se mueva! Estese quieta, señora Jennifer —le gritó rifle en mano.

 

Jennifer Apples ni se inmutó y se dispuso nuevamente a arremeter contra la fachada de la casa. Entonces Matt disparó. El estruendo retumbó en el aire. Las mujeres se detuvieron impactadas por el ruido. Jennifer miró al sheriff. Fue una mirada fría, desafiante, tenebrosa a los ojos del sheriff. Le estaba retando a dispararla si se atrevía.

 

—Me conoces desde hace mucho tiempo —le dijo Matt—. No es mi intención hacerte daño —había dejado de tratarla de usted—, pero si tengo que hacerlo para mantener el orden, no tengas duda alguna de que lo haré.

 

Entonces Matt recibió un golpe por la espalda en la nuca que le hizo perder el sentido y cayó al suelo. El rifle se escurrió de las manos y una de las mujeres se lo arrebató. Jennifer sonrió, rompió la ventana y lanzó al interior la pequeña antorcha que portaba con un paño empapado en gasolina que sacó de entre sus enaguas. Otras mujeres ya habían entrado y con sus hachas estaban destrozando la barra, los bancos, los muebles… Jennifer les lanzó un grito: «¡Salid!». Las mujeres abandonaron la casa como si de un ejército perfectamente adiestrado se tratase. Se marcharon mientras las llamas comenzaban a consumirlo todo. Se quedaron contemplando el espectáculo absortas, sus rostros se encendieron y sus ojos brillaron con la luz de las llamas. Un grupo de mujeres alzó al sheriff siguiendo las indicaciones de Jennifer y lo sacaron del porche de la casa que aún no estaba ardiendo. Lo dejaron en medio de la calle, tumbado boca arriba, aún inconsciente. La gran hoguera en que se había convertido la casa iluminaba la noche de aquel pequeño pueblo al este de Nevada. El calor que desprendía calentaba a las mujeres que contemplaban impasibles la escena. Una de las últimas mujeres que salió de la casa antes de que se convirtiese en una suerte de pira le comentó a Jennifer al oído que no había nadie dentro. El rostro de Jennifer se oscureció. Miró al sheriff con desprecio; seguía tumbado en la tierra, sudoroso, con cercos alrededor de la camisa a pesar del frío. Escupió a su lado. La mujer que le acababa de dar la noticia no fue capaz de distinguir si su intención había sido darle al hombre o no. Solo Jennifer lo sabía.

 

—Vamos a la oficina del sheriff —susurró Jennifer, pero todas las mujeres la oyeron perfectamente.

 

Todas se dirigieron a la oficina, mientras, la casa de Anna Rose y Mary se consumía dejando una humareda que ascendía gris a los cielos. El chisporroteo de la madera y sus quejidos cada vez eran menos al tiempo que todo se venía abajo. Las casas de los lados estaban lo suficientemente separadas como para no verse afectadas, pero algunas pavesas impulsadas por el aire querían extender el fuego sobre ellas; sin éxito para suerte de sus habitantes.

 

Jennifer encabezaba la comitiva silenciosa que se dirigía hacia las mujeres que se habían encerrado con el niño en la oficina del sheriff. Parecían una procesión solemne en peregrinación a un santuario. El silencio era sepulcral, denso. No había pájaros que lo interrumpieran pues todos habían huido con el ajetreo del fuego. Algunas luces comenzaron a aparecer en el resto de las casas del pueblo, pero, a pesar de que algunos vecinos se asomaban discretamente, ninguno se atrevía a salir a la única calle del pueblo en la que todo acontecía y todos lo sabían.

 

Las mujeres estaban ya en la puerta de la oficina del sheriff y comenzaron a aporrearla. Jennifer estaba unos pasos atrás mirando complacida cómo su caterva ejecutaba la que les había dicho que era la palabra de Dios: tenían que acabar con esas pecadoras impías que estaban arrebatándoles sus hombres, que los estaban emponzoñando con alcohol y luego con ese maldito destilado ilegal que llamaban “moonshine”. Bastante tenían con quitarles a sus maridos los malignos ladrillos de vino que muchos hombres fermentaban en secreto disueltos en agua con levadura y jarabe de maíz. «Ganaremos esta lucha, no os quepa duda de que la ganaremos; Dios está de nuestro lado», les decía Jennifer convencida con los ojos inyectados en sangre. «Debemos dar ejemplo; esta noche comprenderán que no pueden luchar contra Dios», esa fue la consigna para convencerlas. Después las conminó a rezar en sus casas y a salir todas juntas cuando sus maridos estuvieran ya dormidos a medianoche. Jennifer era la única que no estaba casada.

 

Las mujeres esperaron un instante. No se oía nada del interior, pero Jennifer intuía que estaban ahí las mujeres y «… ese niño, hijo del Diablo, que esas sacrílegas han concebido», pensaba para sí. De repente se oyó desde el interior el llanto de un niño. Jennifer sonrió. Las mujeres la miraron y leyeron perfectamente su sonrisa. Dentro, Anna Rose y Mary intentaban silenciar al pequeño Jeremy, pero no era posible. Las mujeres se precipitaron contra la puerta y comenzaron a usar sus hachas para echarla abajo. Entonces las campanas de la iglesia comenzaron a repicar.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 15 de diciembre de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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