No sabía muy bien cuántas eran. Tal vez diez o doce. Apenas
podía reconocer sus caras en la oscuridad de la noche. Todas caminaban hacia la
casa de Anna Rose y Mary. Todas caminaban hacia el salón que regentaba Anna
Rose. El sheriff aceleró el paso. Las mujeres llegaban desde varios lugares. Le
pareció que estaban en trance, como movidas por una fuerza superior a ellas que
las impulsaba a dirigirse a aquel lugar. Matt adelantó a algunas de ellas que no
le prestaron la más mínima atención. Cuando llegó al porche de la casa de Anna Rose
y Mary algunas mujeres ya estaban allí con las antorchas y hachas comenzando a
golpear la madera del cerramiento de la casa, otras intentando abrir la puerta
y Jennifer Apples con una sonrisa diabólica en su rostro estaba procurando
romper la contraventana de la fachada con el ánimo de lanzar al interior una de
las antorchas que portaban. Matt le sujetó el brazo poco antes de que lo lograra,
pero otras mujeres se abalanzaron sobre él y le tumbaron empujándole contra la
balaustrada de madera del porche. Estuvo a punto de caer al suelo, pero se sujetó
al pasamanos y se mantuvo en pie. Armó su rifle y apuntó a Jennifer.
—¡No se mueva! Estese quieta, señora Jennifer —le gritó rifle
en mano.
Jennifer Apples ni se inmutó y se dispuso nuevamente a arremeter
contra la fachada de la casa. Entonces Matt disparó. El estruendo retumbó en el
aire. Las mujeres se detuvieron impactadas por el ruido. Jennifer miró al
sheriff. Fue una mirada fría, desafiante, tenebrosa a los ojos del sheriff. Le
estaba retando a dispararla si se atrevía.
—Me conoces desde hace mucho tiempo —le dijo Matt—. No es mi
intención hacerte daño —había dejado de tratarla de usted—, pero si tengo que
hacerlo para mantener el orden, no tengas duda alguna de que lo haré.
Entonces Matt recibió un golpe por la espalda en la nuca que
le hizo perder el sentido y cayó al suelo. El rifle se escurrió de las manos y
una de las mujeres se lo arrebató. Jennifer sonrió, rompió la ventana y lanzó
al interior la pequeña antorcha que portaba con un paño empapado en gasolina
que sacó de entre sus enaguas. Otras mujeres ya habían entrado y con sus hachas
estaban destrozando la barra, los bancos, los muebles… Jennifer les lanzó un
grito: «¡Salid!». Las mujeres abandonaron la casa como si de un ejército
perfectamente adiestrado se tratase. Se marcharon mientras las llamas comenzaban
a consumirlo todo. Se quedaron contemplando el espectáculo absortas, sus rostros
se encendieron y sus ojos brillaron con la luz de las llamas. Un grupo de
mujeres alzó al sheriff siguiendo las indicaciones de Jennifer y lo sacaron del
porche de la casa que aún no estaba ardiendo. Lo dejaron en medio de la calle, tumbado
boca arriba, aún inconsciente. La gran hoguera en que se había convertido la
casa iluminaba la noche de aquel pequeño pueblo al este de Nevada. El calor que
desprendía calentaba a las mujeres que contemplaban impasibles la escena. Una
de las últimas mujeres que salió de la casa antes de que se convirtiese en una suerte
de pira le comentó a Jennifer al oído que no había nadie dentro. El rostro de
Jennifer se oscureció. Miró al sheriff con desprecio; seguía tumbado en la
tierra, sudoroso, con cercos alrededor de la camisa a pesar del frío. Escupió a
su lado. La mujer que le acababa de dar la noticia no fue capaz de distinguir
si su intención había sido darle al hombre o no. Solo Jennifer lo sabía.
—Vamos a la oficina del sheriff —susurró Jennifer, pero
todas las mujeres la oyeron perfectamente.
Todas se dirigieron a la oficina, mientras, la casa de Anna Rose
y Mary se consumía dejando una humareda que ascendía gris a los cielos. El
chisporroteo de la madera y sus quejidos cada vez eran menos al tiempo que todo
se venía abajo. Las casas de los lados estaban lo suficientemente separadas
como para no verse afectadas, pero algunas pavesas impulsadas por el aire
querían extender el fuego sobre ellas; sin éxito para suerte de sus habitantes.
Jennifer encabezaba la comitiva silenciosa que se dirigía
hacia las mujeres que se habían encerrado con el niño en la oficina del sheriff.
Parecían una procesión solemne en peregrinación a un santuario. El silencio era
sepulcral, denso. No había pájaros que lo interrumpieran pues todos habían huido
con el ajetreo del fuego. Algunas luces comenzaron a aparecer en el resto de las
casas del pueblo, pero, a pesar de que algunos vecinos se asomaban
discretamente, ninguno se atrevía a salir a la única calle del pueblo en la que
todo acontecía y todos lo sabían.
Las mujeres estaban ya en la puerta de la oficina del sheriff
y comenzaron a aporrearla. Jennifer estaba unos pasos atrás mirando complacida cómo
su caterva ejecutaba la que les había dicho que era la palabra de Dios: tenían
que acabar con esas pecadoras impías que estaban arrebatándoles sus hombres,
que los estaban emponzoñando con alcohol y luego con ese maldito destilado
ilegal que llamaban “moonshine”. Bastante tenían con quitarles a sus maridos
los malignos ladrillos de vino que muchos hombres fermentaban en secreto disueltos
en agua con levadura y jarabe de maíz. «Ganaremos esta lucha, no os quepa duda
de que la ganaremos; Dios está de nuestro lado», les decía Jennifer convencida
con los ojos inyectados en sangre. «Debemos dar ejemplo; esta noche
comprenderán que no pueden luchar contra Dios», esa fue la consigna para
convencerlas. Después las conminó a rezar en sus casas y a salir todas juntas cuando
sus maridos estuvieran ya dormidos a medianoche. Jennifer era la única que no
estaba casada.
Las mujeres esperaron un instante. No se oía nada del
interior, pero Jennifer intuía que estaban ahí las mujeres y «… ese niño, hijo
del Diablo, que esas sacrílegas han concebido», pensaba para sí. De repente se
oyó desde el interior el llanto de un niño. Jennifer sonrió. Las mujeres la
miraron y leyeron perfectamente su sonrisa. Dentro, Anna Rose y Mary intentaban
silenciar al pequeño Jeremy, pero no era posible. Las mujeres se precipitaron
contra la puerta y comenzaron a usar sus hachas para echarla abajo. Entonces
las campanas de la iglesia comenzaron a repicar.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 15 de diciembre de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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