Tal vez aquella noche Mary hubiera sido linchada. Puede que
también Anna Rose quien habría luchado lo indecible por Mary para protegerla y
seguramente por eso habría caído ante la marabunta de mujeres hechizadas por
Jennifer Apples. Es difícil precisar si aquellas mujeres se habrían atrevido a terminar
con la vida de Jeremy. Era mucho el odio que desprendían, era mucho el odio que
querían descargar en nombre de la religión, del puritanismo, de la fe…: odio en
nombre del odio. Era tanto que puede ser que no les importase acabar con la
vida de un niño recién nacido, inocente, indefenso, sin culpa alguna más que la
que podría terminar recayendo sobre él con el paso del tiempo al albor de sus
propias decisiones. Sin embargo, no ocurrió. Las campanas repicaron con fuerza
gracias a Matt que recobró la consciencia y se dirigió a la iglesia todo lo rápido
que pudo, cojeando, sangrando, y las hizo sonar. Entonces la gente comenzó a
salir de sus casas. La mayor parte de ellos estaban despiertos, muchos estaban
contemplando lo que estaba ocurriendo en el pueblo desde sus ventanas,
refugiados en sus casas, pero saciando su curiosidad y morbo. Sin embargo, el
ruido de las campanas los despertó de su letargo, o tal vez les ayudó a superar
el miedo que parecía que aquellas mujeres imprimían en todos ellos y les
paralizaba. Las campanas eran la señal que esperaban para romper el trance en el
que estaban imbuidos. Algunos salieron corriendo de sus casas y se dirigieron a
donde estaba los restos del hogar de Anna Rose que seguía consumiéndose, otros
se dirigieron hacia la iglesia y algunos hacia la oficina del sheriff donde las
mujeres habían detenido su intento de linchamiento y esperaban instrucciones de
Jennifer Apples cuyos labios casi habían desaparecido de su rostro de tanto apretarlos.
Se mantenía en silencio mientras los hombres y algunas mujeres, pocas, muy pocas,
iban llegando alentados por el sheriff.
—¡Marchaos! —se adelantó Matt dirigiéndose a Jennifer—.
Marchaos de aquí ahora mismo antes de que esto se complique más.
—Das asco —dijo Jennifer—. ¡Dais asco! —gritó. —Esto lo hago
en nombre de Dios y vosotros os oponéis a su mandato. Arderéis en el infierno
como ellas lo harán. Será pronto, será pronto…
Jennifer escupió en el suelo, cerca de los pies de Matt y se
alejó camino de la iglesia. Todas las mujeres repitieron su gesto y la siguieron.
El resto de personas que se habían aglomerado alrededor del sheriff frente a su
oficina acudiendo a la llamada de las campanas se mantuvo en silencio. La mayor
parte de los maridos de las mujeres que siguieron a Jennifer Apples no estaban
allí, se habían quedado en sus casas. Quién sabe si avergonzados, acobardados u
obligados. Los pocos que habían acudido
miraron a sus mujeres escrutándolas, pero ellas los ignoraron. Había mucho tras
esas miradas de los hombres y mucho tras esa ignorancia de las mujeres. Matt se
dirigió a la puerta de su oficina. Llamó.
—Soy yo, el sheriff. ¿Estáis bien?
No se oyó nada dentro. El sheriff llamó de nuevo y alzó la
voz.
—¿Están contigo esas locas? —Era la voz de Anna Rose que salía
de la puerta.
—Se han marchado. No están aquí. Puedes abrir.
Pasaron unos instantes hasta que Anna Rose abrió la puerta
con cautela. Tenía uno de los rifles del sheriff en la mano. Matt se adelantó y
entró con ellas. Algunos hombres entraron también. Mary estaba llorando,
asustada. Tenía al niño en brazos.
—Matt, tienes que hacer algo. Esas mujeres están locas. Esa mujer,
Jennifer Apples, está loca.
Matt asintió. Su mujer, Margaret, había acudido también con
las campanas y había entrado. Se acercó a Mary y la abrazó. Matt maldijo su suerte
para sí. No abrió la boca, sabía que tenía que ayudarlas, pero también sabía
que esas mujeres que habían estado a punto de cometer una barbaridad eran
muchas y muy peligrosas, sobre todo, porque sabía que sus maridos estaban ahí
tras ellas. Eran demasiadas. Aquello se le estaba yendo de las manos. Ordenó a algunos
de los hombres que estaban allí que se unieran a los pocos que se habían
quedado intentando apagar el fuego de la casa de Anna Rose. Debía mostrarse
firme mientras pensaba qué narices podría hacer. Aquello le venía grande, lo
sabía, pero debía tomar decisiones.
—Vosotros, —se dirigió a los cinco o seis hombres que
estaban dentro de la oficina— vais a venir conmigo a ayudarme a detener a Jennifer
Apples. Necesito una escolta para enfrentarme a todas esas mujeres.
Los hombres se miraron entre sí, indecisos. Uno de ellos
dijo que no podía hacer eso, que su mujer estaba allí, que no quería
enfrentarse a ella, que no quería enfrentarse a ellas. El resto asintió. Matt
se dio cuenta de algo que, en cierto modo, ya sabía: no podría contar con mucha
ayuda para controlar la situación.
—Bueno, al menos me ayudaréis a montar guardia para evitar
que esas mujeres regresen para linchar a estas pobres, ¿no? Al menos tendréis
las agallas suficientes para hacer eso, ¿verdad?
Los hombres asintieron con la cabeza agachada. Estaban
avergonzados. Matt les ordenó que escoltaran a las dos mujeres, al niño y a su
propia mujer hasta su casa y que montaran guardia en la puerta de entrada y en
la parte trasera. Les dio armas, aunque muchos ya tenían. Les pidió que no las
utilizasen salvo necesidad extrema, salvo si peligraba realmente su vida o la
de las mujeres y el niño. Eran cuatro hombres. Los separó en dos y dos y les
pidió que no se separasen. Les pidió que aguantasen hasta la mañana siguiente.
La noche sería larga, pensó. Matt cogió su rifle y se dirigió a la iglesia
cuando comprobó que ellas estaban seguras. Se detuvo en la puerta. Estaba
cerrada.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 22 de diciembre de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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