domingo, 8 de diciembre de 2024

El cazador de moscas (xvii).

 


Los cuatro adultos y el niño estaban alrededor de la única mesa que tenía la oficina del sheriff. Matt estaba preocupado. Su mayor preocupación no era precisamente haber dejado que la gente se cebase contra la pobre Mary. En realidad, no se sentía muy orgulloso de haber permitido esa suerte de venganza en la que las mujeres orquestadas por Jennifer Apples dirigían todo su odio contra una pobre infeliz. Había sido un accidente. De eso no tenía ninguna duda el sheriff. Había escuchado la declaración que había hecho Mary a Anna Rose y estaba convencido de que era verdad. Ya lo intuía de antes. Al igual que estaba convencido de que el padre John no era precisamente un modelo de virtudes. De todos eran conocidos sus devaneos que la propia Jennifer Apples minimizaba con argumentos poco creíbles o sencillamente negando las evidencias. Si bien era cierto que hacía ya algún tiempo que no surgía ningún escandalo... «Se está haciendo viejo», le había comentado Matt a su mujer en alguna ocasión. Sin embargo, el problema que tenían aquí era grave. El odio de Jennifer era brutal. Era una mujer muy ferviente y creyente, y no podía dejar pasar por alto la muerte del padre. Incluso aunque ella misma hubiese presenciado la escena y supiese que todo había sido un accidente, creería que había ocurrido al auspicio divino y consideraría que la culpable merecía un castigo. Lo que estaba claro era que la única persona que podía castigar a la pobre Mary era él, «Castigar en sentido judicial», se decía. En realidad, ni siquiera podía castigarla, era necesario una investigación y un juicio. La investigación la desarrollaría él mismo, aunque notificaría por cable a la ciudad el trágico desenlace del padre John por si consideraban necesario alguna colaboración en las pesquisas y un posible juicio que en su opinión no tenía mucho sentido a la vista de las pruebas. Había tenido la oportunidad de ver el cadáver. Estaba tumbado, boca arriba, con los ojos muy abiertos, casi saliéndose de sus órbitas. La cabeza apoyada en el suelo. El fino pelo de la parte trasera, empapado en sangre, presentaba un aspecto pegajoso debido al coágulo que se había formado en la herida. Cuando lo vio por primera vez, dio por hecho que en el accidente, pues todo parecía indicar que eso había sido, se le habría roto el parietal o el occipital y cuando levantó el cadáver emitió un informe que así lo corroboraba, basado en sus escasos conocimientos de anatomía. Le había cerrado los ojos nada más reconocerle. Le molestaban los cadáveres que mantenían los ojos abiertos. Tenía la sensación de que le miraban rogándole que hiciera algo por ellos, que les devolviese la vida. Luego las pesadillas que sufría desde hacía muchos años sustituían esa impotencia que sentía al no poder devolverles la vida. Por suerte, era un pueblo tranquilo y debía examinar muy pocos cadáveres. Sin embargo, estaba Jennifer Apples. Esa mujer era implacable, tozuda como nadie y capaz de todo para salirse con la suya. Tan solo el padre John era capaz de controlarla, al menos parcialmente, pero ahora que él no estaba esta mujer estaría dispuesta a todo para inculcar el mayor castigo posible a la pobre Mary. Sencillamente porque creía que era culpable, sencillamente porque ella la había condenado. Matt sabía que no sería fácil detenerla. Ella era capaz de todo en nombre de la religión, en nombre de la pureza, de su concepto de pureza que se había visto incentivado al amparo de ese maldito Movimiento por la Templanza que auspició aquella mujer, Carrie Amelia Nation, «Qué suerte que ya no esté entre nosotros», pensó, y que fue una de las causantes de la ley seca que tanto daño estaba provocando al país. Tenía que hablar con las dos mujeres, tenía que hablar con Anna Rose y con Mary, debían marcharse cuanto antes de allí. Matt, en su calidad de sheriff, no estaba convencido de poder asegurarles la protección necesaria.

 

—Debes pasar la noche aquí —fue lo primero que dijo después de un rato meditando—. Creo que es lo mejor. Y también debes quedarte tú, Anna Rose. No creo que sea seguro que vayas a tu casa. Incluso me quedaré yo con vosotras y con el niño. Tú, Margaret, regresa a casa. No creo que el asunto llegue a más.

 

Margaret asintió, no sin antes indicar que regresaría con algo de comida para todos. Anna Rose se lo agradeció. La mujer salió y al cabo de un buen rato regresó con una gran cazuela que desprendía un olor maravilloso que les hizo a todos relamerse. Estaban hambrientos, incluso Mary tenía hambre. Le habían curado las heridas, le habían colocado una manta para que se recuperase y pudiese taparse y Mary se había tranquilizado algo. Estaba calmada. No había dicho nada desde que llegaron a la oficina del sheriff. Seguía asustada. Lo había pasado realmente mal. Asistió sin reaccionar a los reproches de Anna Rose con los que acusaba al sheriff Matt de haberla dejado abandonada frente a la muchedumbre orquestada por Jennifer Apples. Mary no abrió la boca nada más que para comer algo de lo que trajo Margaret. En cuanto pudo, cogió a Jeremy y lo acurrucó en su regazo. Se balanceaba con él intentando hacerle dormir. Pero el niño estaba despierto con los ojos muy abiertos, contemplando todo lo que le rodeaba, todo aquello era nuevo para él. Lloriqueaba. Era la primera vez que había estado fuera de los brazos de su madre, era la primera vez que oía gritos. Estaba asustado. Terminaron de cenar y Margaret regresó a su casa. Los demás se quedaron en la antesala del calabozo, sentados, en silencio.

 

—Solo hay un camastro —dijo el sheriff señalando el interior de la cárcel—. Tal vez deberías echarte ahí —le indicó a Mary—. Debes estar cansada… no cerraré la puerta. Estate tranquila.

 

Mary no dijo nada.

 

—¿No tienes mantas? —preguntó Anna Rose.

 

—Sí, hay algunas en ese armario —dirigió la mirada hacia el lugar en el que se encontraba y Anna Rose se levantó para cogerlas.

 

—Gracias —fue su escueta respuesta.

 

Matt se alegró de que la decisión final de las mujeres, en realidad fue Anna Rose quien la tomó, fuera la de que se quedasen allí. No estaba seguro de qué podría llegar a hacer Jennifer Apples, pero sí estaba seguro de que no quería ofrecerle ninguna posibilidad, no quería que se sintiese tentada a realizar ningún acto de venganza.

 

—Cerraré la puerta de la calle con llave —se levantó para hacerlo y cuando se acercó a la puerta voy por la ventana un resplandor que le extrañó. En lugar de cerrar la puerta la abrió para asomarse y la cerró inmediatamente.

 

—Quedaos aquí —les dijo—. Cerrad con llave y no abráis a nadie excepto a mí.

 

Le lanzó las llaves a Anna Rose y salió precipitadamente no sin antes coger uno de los rifles del armero.

 

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

Mérida a 23 de noviembre.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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