Los cuatro adultos y el niño estaban alrededor de la única
mesa que tenía la oficina del sheriff. Matt estaba preocupado. Su mayor
preocupación no era precisamente haber dejado que la gente se cebase contra la
pobre Mary. En realidad, no se sentía muy orgulloso de haber permitido esa
suerte de venganza en la que las mujeres orquestadas por Jennifer Apples
dirigían todo su odio contra una pobre infeliz. Había sido un accidente. De eso
no tenía ninguna duda el sheriff. Había escuchado la declaración que había
hecho Mary a Anna Rose y estaba convencido de que era verdad. Ya lo intuía de
antes. Al igual que estaba convencido de que el padre John no era precisamente
un modelo de virtudes. De todos eran conocidos sus devaneos que la propia
Jennifer Apples minimizaba con argumentos poco creíbles o sencillamente negando
las evidencias. Si bien era cierto que hacía ya algún tiempo que no surgía
ningún escandalo... «Se está haciendo viejo», le había comentado Matt a su
mujer en alguna ocasión. Sin embargo, el problema que tenían aquí era grave. El
odio de Jennifer era brutal. Era una mujer muy ferviente y creyente, y no podía
dejar pasar por alto la muerte del padre. Incluso aunque ella misma hubiese
presenciado la escena y supiese que todo había sido un accidente, creería que
había ocurrido al auspicio divino y consideraría que la culpable merecía un
castigo. Lo que estaba claro era que la única persona que podía castigar a la
pobre Mary era él, «Castigar en sentido judicial», se decía. En realidad, ni
siquiera podía castigarla, era necesario una investigación y un juicio. La
investigación la desarrollaría él mismo, aunque notificaría por cable a la
ciudad el trágico desenlace del padre John por si consideraban necesario alguna
colaboración en las pesquisas y un posible juicio que en su opinión no tenía
mucho sentido a la vista de las pruebas. Había tenido la oportunidad de ver el
cadáver. Estaba tumbado, boca arriba, con los ojos muy abiertos, casi
saliéndose de sus órbitas. La cabeza apoyada en el suelo. El fino pelo de la
parte trasera, empapado en sangre, presentaba un aspecto pegajoso debido al
coágulo que se había formado en la herida. Cuando lo vio por primera vez, dio
por hecho que en el accidente, pues todo parecía indicar que eso había sido, se
le habría roto el parietal o el occipital y cuando levantó el cadáver emitió un
informe que así lo corroboraba, basado en sus escasos conocimientos de anatomía.
Le había cerrado los ojos nada más reconocerle. Le molestaban los cadáveres que
mantenían los ojos abiertos. Tenía la sensación de que le miraban rogándole que
hiciera algo por ellos, que les devolviese la vida. Luego las pesadillas que sufría
desde hacía muchos años sustituían esa impotencia que sentía al no poder devolverles
la vida. Por suerte, era un pueblo tranquilo y debía examinar muy pocos
cadáveres. Sin embargo, estaba Jennifer Apples. Esa mujer era implacable,
tozuda como nadie y capaz de todo para salirse con la suya. Tan solo el padre
John era capaz de controlarla, al menos parcialmente, pero ahora que él no
estaba esta mujer estaría dispuesta a todo para inculcar el mayor castigo
posible a la pobre Mary. Sencillamente porque creía que era culpable,
sencillamente porque ella la había condenado. Matt sabía que no sería fácil
detenerla. Ella era capaz de todo en nombre de la religión, en nombre de la
pureza, de su concepto de pureza que se había visto incentivado al amparo de
ese maldito Movimiento por la Templanza que auspició aquella mujer, Carrie
Amelia Nation, «Qué suerte que ya no esté entre nosotros», pensó, y que fue una
de las causantes de la ley seca que tanto daño estaba provocando al país. Tenía
que hablar con las dos mujeres, tenía que hablar con Anna Rose y con Mary,
debían marcharse cuanto antes de allí. Matt, en su calidad de sheriff, no
estaba convencido de poder asegurarles la protección necesaria.
—Debes pasar la noche aquí —fue lo primero que dijo después
de un rato meditando—. Creo que es lo mejor. Y también debes quedarte tú, Anna
Rose. No creo que sea seguro que vayas a tu casa. Incluso me quedaré yo con
vosotras y con el niño. Tú, Margaret, regresa a casa. No creo que el asunto
llegue a más.
Margaret asintió, no sin antes indicar que regresaría con
algo de comida para todos. Anna Rose se lo agradeció. La mujer salió y al cabo
de un buen rato regresó con una gran cazuela que desprendía un olor maravilloso
que les hizo a todos relamerse. Estaban hambrientos, incluso Mary tenía hambre.
Le habían curado las heridas, le habían colocado una manta para que se
recuperase y pudiese taparse y Mary se había tranquilizado algo. Estaba
calmada. No había dicho nada desde que llegaron a la oficina del sheriff.
Seguía asustada. Lo había pasado realmente mal. Asistió sin reaccionar a los
reproches de Anna Rose con los que acusaba al sheriff Matt de haberla dejado
abandonada frente a la muchedumbre orquestada por Jennifer Apples. Mary no
abrió la boca nada más que para comer algo de lo que trajo Margaret. En cuanto
pudo, cogió a Jeremy y lo acurrucó en su regazo. Se balanceaba con él
intentando hacerle dormir. Pero el niño estaba despierto con los ojos muy
abiertos, contemplando todo lo que le rodeaba, todo aquello era nuevo para él. Lloriqueaba.
Era la primera vez que había estado fuera de los brazos de su madre, era la
primera vez que oía gritos. Estaba asustado. Terminaron de cenar y Margaret
regresó a su casa. Los demás se quedaron en la antesala del calabozo, sentados,
en silencio.
—Solo hay un camastro —dijo el sheriff señalando el interior
de la cárcel—. Tal vez deberías echarte ahí —le indicó a Mary—. Debes estar
cansada… no cerraré la puerta. Estate tranquila.
Mary no dijo nada.
—¿No tienes mantas? —preguntó Anna Rose.
—Sí, hay algunas en ese armario —dirigió la mirada hacia el
lugar en el que se encontraba y Anna Rose se levantó para cogerlas.
—Gracias —fue su escueta respuesta.
Matt se alegró de que la decisión final de las mujeres, en
realidad fue Anna Rose quien la tomó, fuera la de que se quedasen allí. No
estaba seguro de qué podría llegar a hacer Jennifer Apples, pero sí estaba
seguro de que no quería ofrecerle ninguna posibilidad, no quería que se sintiese
tentada a realizar ningún acto de venganza.
—Cerraré la puerta de la calle con llave —se levantó para
hacerlo y cuando se acercó a la puerta voy por la ventana un resplandor que le
extrañó. En lugar de cerrar la puerta la abrió para asomarse y la cerró
inmediatamente.
—Quedaos aquí —les dijo—. Cerrad con llave y no abráis a
nadie excepto a mí.
Le lanzó las llaves a Anna Rose y salió precipitadamente no
sin antes coger uno de los rifles del armero.
Imagen creada por el autor con IA.
Mérida a 23 de noviembre.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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