Aquella noche terminó como era de esperar. Bebimos
demasiado, una cerveza trajo la siguiente y al final fueron muchas las que
cayeron. Nunca fui gran bebedor, de hecho, no suelo beber. Sin embargo, acepté una
cerveza detrás de otra. Igual que él. Y la excusa de la cena nos llevó a tomar
vino. La mezcla y la cantidad hicieron el trabajo previsible. La desconfianza
inicial se convirtió en cordialidad al principio y exaltación al final de la
primera botella. Hablamos de muchas cosas. Hablamos de nuestras vidas. De la
suya y también de la mía. Quería saber qué había hecho, a qué me había
dedicado. Y le conté. Y él me contó. Nos reímos intentando recordar el nombre
de nuestros profesores y sus motes. Entonces, sin venir a cuento, él se calló.
Aguardó a que yo terminase de contar algo y me miró silencioso. Y lanzó su
pregunta. Quería saber si era feliz. Si la pregunta te la tomas en serio es una
pregunta jodida, muy jodida si quieres expresarte con sinceridad. De hecho, seguramente
no habría respondido a esa pregunta sin tanto alcohol en mi sangre. Aunque
seguramente tampoco me la habría hecho él. Pero ahí estaba yo, confesándole a
prácticamente un desconocido quién era, qué era, qué había querido ser y, sobre
todo, si era feliz. «Feliz, qué difícil pregunta» recuerdo que le dije. La
frase no era más que un cliché para darme tiempo a pensar si realmente lo había
sido. Todos nos hemos preguntado en algún momento si somos felices. Suele
ocurrir que la pregunta sobreviene justo cuando no nos sentimos especialmente
bien. En esos momentos la tentación de caer en el pesimismo es alta. Yo llevaba
algún tiempo en el que no me sentía especialmente bien, pero confesarle esa
realidad a alguien que acababa de decirme que iba a morir me parecía un tanto
frívolo. Mentí, sí mentí. Esa es la verdad. Es curioso que una mentira sea la
verdad, pero lo cierto es que le dije que sí. Le dije que evidentemente había
pasado buenos y malos momentos, que en ocasiones sentí que la vida fue injusta
conmigo, pero que en términos globales había sido feliz, que era feliz. En
«términos globales», eso le espeté y eso sí que era una jodida frivolidad.
Mientras le contaba esa absurda falsedad por mi mente iban pasando imágenes de
mi vida a las que se superponían imágenes idealizadas de lo que hubiera deseado
que fuese. Por tanto, en «términos globales» no había sido feliz. Entonces le
devolví la pregunta. Joder cómo puede ser uno tan gilipollas. Tuve las santas
narices de preguntarle: «¿Y tú has sido feliz…?». Qué coño esperaba que me
contestase, que se lo había pasado de puta madre en su vida. Mi impresión casi
irrefutable, más aún después de lo que me había contado, era que ese tío que
tenía frente a mí era la persona más infeliz de la Tierra. Cómo no iba a serlo
con su historia. De hecho, debo confesar que esperar un «No» como su única
posible respuesta me hizo sentir mejor, lo cierto es que me hizo sentir un poco
feliz. Sé que era una sensación muy egoísta, injusta y, en especial con
respecto a ese hombre que tenía frente a mí y que sabía que iba a morir en
breve, un tanto inhumana, pero uno no siempre puede, ni creo que deba,
controlar sus emociones. No me contestó. Se limitó a sonreír con una mueca un
tanto mohína como dando a entender que la pregunta sobraba. Vaya si sobraba.
Sin embargo, comenzó a contarme la historia de una chica a la que había
conocido durante la universidad. Él no terminó la carrera, tuvo que ponerse a
trabajar o algo así, pero ella siguió estudiando y él siguió viéndola por un
tiempo. La historia no tenía nada de especial. Era como muchas otras. Se había
enamorado de ella y quiero pensar que ella no le correspondió, aunque
mantuvieron una suerte de relación amistosa. Aquello terminó. Dejaron de verse,
supongo que él se cansó de una amistad que no llegaba más allá o sencillamente
ella desapareció cuando encontró a su pareja. Vete a saber. Tampoco indagué más
porque en el fondo no me interesaba, aunque bien pensado tal vez debería haber
sido ella la persona a la que debía haber recurrido para esa especie de terapia
que estaba haciendo conmigo. Sin embargo, durante el tiempo que me contó esa
historia de amor, recuerdo que su rostro cambió. Me pareció que tenía frente a
mí a un tipo verdaderamente feliz. Y sentí envidia. Vaya si la sentí. No le
pregunté por ella y mi curiosidad se desvaneció con la siguiente copa de vino.
Al día siguiente me levanté con una resaca
terrible. Me prometí —no era la primera vez— no volver a beber y, por supuesto,
lo incumpliría. Aunque permítaseme insistir en que no suelo beber. Ese día fue
terrible en el trabajo, una auténtica vorágine con decenas de llamadas que iban
cayendo sobre mi cabeza amartillándola. Creo que ni me acordé de él. Pasaron
los días y no tuve noticias suyas y, aunque tenía su teléfono, nunca lo llamé y
nunca llegó a decirme qué quería exactamente de mí. Mi vida volvió a la normalidad
si es que puede considerarse que esa suerte de anomalía la había alejado,
siquiera parcialmente, de la habitual regularidad. Una noche, no sé bien cuánto
tiempo después, un amigo mío me llamó. La verdad es que no era muy habitual
para mí recibir llamadas de amigos, salvo para felicitarme el cumpleaños y cada
vez eran menos. Lo entiendo, vaya por delante, todos tenemos nuestras vidas. El
caso es que contesté un tanto asustado. Me dijo si no me había enterado… «¿De
qué», le pregunté. Entonces me dijo que había leído en la prensa que se había
suicidado. Sí, habían encontrado su cadáver colgado de un árbol en el parque de
la ciudad, era una imagen dantesca. Me dijo el nombre, me dijo que había sido
compañero nuestro del colegio. Me dijo que siempre había sido un tipo raro. Y
me preguntó si me acordaba de él. «Sí», le dije, «lo recuerdo».
Imagen creada por el autor con IA.
En Charlotte a 31 de octubre de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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