La muerte duele. Duele mucho. Duele porque nos quita algo amado, porque nos es desconocida, porque es contraria a lo que somos, a lo que queremos ser, a nuestra vida y a la de nuestros seres queridos, es lo opuesto a nuestro ser, a nuestro entendimiento, la muerte es un monstruo que nos espera con paciencia, sabedora de que siempre llegará a tiempo, a su tiempo, nunca al nuestro. No la entendemos, desconocemos su sentido, es para nosotros una sinrazón y, sin embargo, es inevitable. Está ahí, siempre presente, siempre al acecho, pretendemos ignorar su presencia, intentamos olvidar su existencia, pero está, eso es algo que sabemos por más que no queramos asumirlo. La muerte forma parte indisoluble de la anomalía que es la vida. De hecho, aunque ser inerte es el estado natural de las cosas, la muerte cobra sentido gracias a la vida. La muerte nos hace sufrir porque supone una pérdida, una pérdida terrible e irrecuperable. No hay cielo ni paraíso al que ir tras su llegada, tampoco infierno ni purgatorio, y nuestra esperanza de reencuentro es absurda. No hay resurrección. Tan solo es un deseo con el que queremos reconfortarnos. La muerte es el fin de la vida, sin embargo, la muerte no es el fin de la existencia. Es el fin de la consciencia de quien ha fallecido, pero no de su realidad. Somo parte de un todo y estar vivo o muerto no supone diferencia alguna al respecto. Siempre estaremos ahí de una u otra forma. No podemos evitar la muerte, si acaso postergarla, pero nunca esquivarla. Entender esto es importante para no tenerle miedo. Tras ella no hay dolor, no hay sufrimiento para el que fallece. El que queda puede estar tranquilo en ese sentido. Su dolor, su sufrimiento es consecuencia de la pérdida del ser querido, pero ese dolor y ese sufrimiento, tras el duelo, se transformará en algo maravilloso porque el ser querido pasará a ser parte de nosotros mismos.
Para hablar de la muerte debemos referirnos a la vida, nuestro bien más querido y gracias al que amamos y por el que nos aman. La vida tiene sentido porque acaba. La vida tiene sentido porque la muerte nos la quita. Pero como quiera que la vida es finita, perderla en la muerte nos hace débiles, nos hace sufrir, nos provoca miedo, y nos hace desearla para siempre, queremos poseer la vida por siempre. No es posible. Es terriblemente doloroso ver cómo la muerte arrebata la vida de una persona y cuando es un ser querido el sufrimiento es tormentoso. Y, sin embargo, es la muerte la que nos permite estar vivos, es la muerte la que nos empuja a vivir, a subsistir, a aferrarnos a nuestro instinto de supervivencia, incluso es la muerte la que, en ciertas ocasiones, nos aleja del amor por la vida buscando la autodestrucción. La muerte es poderosa porque pone fin a la vida, porque es implacable, no concede excepción alguna y es imposible de engañar. La muerte está ahí impertérrita, despiadada, cruel e inhumana y brutal, está ahí haga frío o calor, llueva o nieve, no distingue edad ni sexo, no siente amor ni piedad, no siente miedo, no se amilana ante nada ni nadie y ejerce su oficio con extrema precisión, infalible y certera.
La muerte forma parte del proceso de la vida, es una etapa más, supone un estadio del extraño ciclo vital en el que nosotros, los seres humanos, poseemos un elemento adicional que nos diferencia todavía más de otros seres vivos: nuestra consciencia. Sabemos que estamos vivos porque somos conscientes de que hay un fin que antes o después llegará, porque sabemos con certeza que la muerte nos alcanzará. Por eso, la muerte como fin de nuestra vida es dura para los demás, pero la realidad es que nuestra muerte no es más que un fin para nosotros mientras que seguiremos vivos en la memoria de quienes nos quieren. Después de la muerte nuestra consciencia desaparecerá, pero nosotros no desapareceremos de la consciencia de los demás. La muerte no provocará en nosotros ningún sufrimiento, tras ella no hay dolor. El dolor permanece entre los vivos, entre los que nos quieren, pero la propia consciencia nos permite asumir y superar ese dolor transformándolo en recuerdos para preservar la existencia del ser querido. No es fácil esa transformación, el duelo puede ser lento y muy duro, pero nuestra consciencia nos permitirá superarlo. Es así. También esto forma parte del proceso de la vida, de la vida de los seres humanos y es esta peculiaridad la que nos hace tan especiales.
La muerte nos sume es un pozo del que nos parece imposible salir, pero a ese pozo nos llega luz, una luz cargada de recuerdos de nuestros seres queridos con los que la vida nos regala esperanza, ilusión y más ganas de vivir. La muerte es solo el fin de la vida, pero no de la memoria, y la memoria, aunque no pueda devolver la vida, devuelve las emociones de lo vivido con el ser querido y así se mantiene vivo en nosotros, dentro de nosotros, con nosotros, indisolubles a nuestro ser, a nuestro propio ser. La muerte de un ser querido lo adhiere a nuestra existencia, lo convierte en parte de nosotros más aun que cuando estaba vivo, fortalece un vínculo que siempre existió para hacerlo irrompible, indestructible, invulnerable a las circunstancias mientras nuestra consciencia persista. Sabemos que ya no será posible compartir nada nuevo con esa persona, pero nuestra mente podrá revivirla siempre en nosotros. Esa es la maravilla de la consciencia que la vida nos ha regalado y que solo tiene sentido porque existe la muerte.
A mis hijos. En memoria de Tomasi González Serván, mi queridísima tía abuela fallecida el 16 de noviembre de 2024.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida, a 16 de noviembre de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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