El cazador de moscas (xv).


Anna Rose tuvo un día de perros. No logró encontrar el alcohol de contrabando que buscaba para poder venderlo en el pueblo porque los traficantes con los que habitualmente negociaba su menudería habían desaparecido, así que decidió intentar no dar por perdido el día y pasar por la biblioteca por si encontraba algo que pudiera resultar de interés. Tal vez podría averiguar cómo destilar su propio alcohol. Algo sabía del asunto, pero no lo suficiente; en su momento hizo algunas averiguaciones, pero no suficientes. Buscó y rebuscó en la biblioteca, pero no encontró nada. Cualquier referencia había desaparecido. Y por su cabeza solo aparecía la frase «Malditos puritanos». Se habían salido con la suya. No había nada en la biblioteca, pero los periódicos hablaban de continuas redadas y, leyendo entre líneas —aunque no era necesario ser muy inteligente para sacar ciertas conclusiones no muy bien vistas en la administración Wilson—, era fácil averiguar que la dichosa Ley Seca no estaba resolviendo el problema. El contrabando y la violencia estaba aumentando y los hombres continuaban bebiendo solo que el precio del alcohol se había incrementado y eso provocaba que muchas familias se estuviesen arruinando. Las muertes violentas a manos de bandas callejeras cubrían las portadas de los periódicos a diario. El crimen organizado buscaba establecerse en la sociedad para lavar su imagen y la ingente cantidad de dinero que eran capaces de generar. El contrabando de alcohol se había convertido en una auténtica industria sumamente poderosa. Una industria que muchos toleraban y, en algunos casos, algunos personajes y cargos públicos, incluso dentro del ámbito de la política, hacían algo más que tolerar. La gente lo sabía, pero en un contexto tan poliédrico y polarizado era difícil valorar si estaban a favor o en contra. De hecho, algunos estaban a favor por la mañana, pero conforme el día iba pasando y la abstinencia apremiaba comenzaban a cambiar de opinión. Había demasiada riqueza y demasiada pobreza. La gente tenía otras preocupaciones, porque en realidad todo el que quería, de una u otra forma, accedía al alcohol.


A Anna Rose le dolía la mano. La herida parecía que había dejado de sangrar, pero el porrazo con el martillo fue tan fuerte que sentía como palpitaba la sangre al circular por la zona golpeada. «No es gran cosa», pensaba, «No me moriré de esto», sonreía. Pasó el resto del día leyendo periódicos en la biblioteca y cuando terminó salió con una idea en su cabeza: se marcharían de ese pueblo infestado de puritanas y con aquel maldito sacerdote que las dirigía a todas como su fuesen lobas, y no ovejas, de su rebaño. Se lo explicaría a Mary y estaba segura de que lo entendería perfectamente. Aquel pueblo era su hogar, sí, pero también era cierto que para ella los recuerdos no eran especialmente buenos. Estaba convencida de que Mary aceptaría. Salió de la biblioteca, se dirigió a su carro. Se subió a él e inició su marcha a casa. La calle estaba repleta de transeúntes y los coches con sus motores rugiendo adelantaban con descuido los escasos carros tirados por bestias que aún circulaban por la ciudad como el de Anna Rose. La calzada adoquinada traqueteaba con las ruedas de la carreta. Un policía le dio el alto y ella se detuvo. Le pidió que le enseñara lo que llevaba en la parte de atrás cubierto con una manta. Mientras, otro policía tiraba por un imbornal pegado al bordillo del acerado un líquido que Anna Rose supuso que sería güisqui. Suspiró y pensó aliviada, cuando levantó la manta y el policía comprobó que no había nada y la dejó proseguir con un amable disculpe tocándose la gorra, que tampoco había sido tan mala su suerte puesto que en otras circunstancias habría llevado varias garrafas de alcohol. Ella asintió sonriendo amablemente y pensando para sí lo afortunada que había sido. Arreó el caballo de su limonera y prosiguió su camino embelesada en un paisaje que conocía a la perfección mientras pergeñaba su plan para poder marcharse de allí con Mary. Eran muchas las incógnitas que le asaltaban: adónde ir, de qué vivir, cómo transportar lo que necesitaban llevarse… Esas preocupaciones en el cerebro de Anna Rose no tenían gran importancia si las comparaba con el alivio que le proporcionaba imaginarse fuera de allí. Anna Rose no le tenía miedo al cambio. No temía empezar de cero. Tal vez solo le preocupaba lo que podría decir Mary. Se dio cuenta de lo mucho que la quería. Se dio cuenta de que la necesitaba a su lado. Pensó también en el pequeño Jeremy. Anna Rose no era creyente por más que todo lo que la rodeaba rezumaba un intenso aroma cristiano, pero en ese instante le dio las gracias a dios por haberle dado todo lo que tenía. Su dios no era el mismo dios de los cristianos, de eso estaba segura, pero, en cualquier caso, ella también necesitaba un dios al que rogarle, en quien confiar.


El camino de vuelta se le hizo demasiado pesado, como nunca. Seguramente la impaciencia y el deseo de encontrarse con Mary y contarle sus pensamientos no ayudaron en el regreso. En cualquier caso, al cabo de unas horas, cuando ya casi no se veía porque la noche se cernía sobre ella, vislumbró el pueblo. Había demasiadas luces. Eso le llamó la atención. Intentó recordar, sin saber muy bien por qué, si las otras veces también eran tantas las luces que aguardaban su llegada. Sabía de sobra que las luces no eran por ella, pero se quiso dar una pequeña alegría imaginando que Anna Rose, la comerciante, la vendedora, sería recibida con honores a su llegada desde la ciudad. Sonrió cuando apenas le quedaban ya unos instantes para llegar y fue capaz de vislumbrar a un grupo numeroso de gente agolpada a la salida del pueblo con lámparas de aceite: cómo contrastaba con las farolas eléctricas de la ciudad. Pero su sonrisa se tornó en preocupación cuando distinguió dentro del círculo que habían formado sus vecinos a Anna Rose que estaba siendo zarandeada de un lado a otro ante la mirada impasible del sheriff y de otros vecinos que se mantenían algo más alejados. Entonces arreó con fuerza el carro fustigando al cansado caballo para llegar lo más rápidamente posible donde estaba su mujer.



Imagen creada por el autor con IA. 

Entre Dallas y Madrid a 23 de octubre de 2024 y Mérida a 23 de noviembre.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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