Una vida (iii).



Durante un instante se hizo un silencio incómodo. No más incómodo que los silencios anteriores, que los hubo, pero este se alargó más de lo deseable. Yo no sabía qué decir. En realidad, no tenía nada que decir, ni me apetecía decirlo. Por mi mente pasaron imágenes de cuando éramos niños, casi adolescentes, tal vez alguno ya lo era. Y vi como jugábamos, como corríamos, como nos peleábamos, vi que no había preocupaciones entre nosotros más allá de las típicas de los niños de esa edad. Pero le vi a él, estaba sentado en el suelo, recostado contra una pared blanca, el sol apretaba su cuerpo contra el muro. Era un poco extraño, un bicho raro. Los chavales se metían con él. Pero, por dios, acababa de perder a sus padres. Siempre pensé que mi adolescencia había sido dura, nunca fui muy agraciado, las chicas me imponían y no me veía lo suficientemente valiente como para hablar con ellas. Mis amigos estuvieron siempre ahí y siempre lo han estado, pero, en cierto modo, huía de ellos porque no quería que viesen lo tímido que podía llegar a ser o, sencillamente, me avergonzaba de mí mismo. No quería que me ridiculizasen, aunque seguramente nunca lo hubieran hecho. Y, sin embargo, ahí estaba él, había perdido a sus padres, pasó a vivir con su abuelo y nosotros nos metíamos con él. Me sentí culpable, tremendamente culpable. «Fuimos todos unos hijos de puta con él», ese fue mi pensamiento.

 

—Sé que solo es una vida, una vida como cualquier otra, pero una vida cargada de consciencia —prosiguió— y eso es lo que la hace especial, eso es lo que la pone en valor, eso es lo que realmente me hace pensar que tengo que disfrutarla antes de que se me vaya y mi consciencia desaparezca con ella. Cuando sienta que eso ya no es posible, cuando pierda el sentido mi vida porque mi consciencia no pueda disfrutarla, porque no sea capaz de percibir que estoy vivo o cuando el dolor sea tan fuerte que vivirla me suponga un sufrimiento insoportable que me haga perder la consciencia de mí mismo, entonces…, entonces tengo claro que no querré vivir porque la realidad será que en ese instante mi vida dejará de tener sentido, dejará de ser una vida consciente, por anodina que pueda ser, por vacía que pueda estar, por absurda que pueda parecer, y pasará a ser una vida inhumana y yo no merezco esa clase de vida, nadie la merece. No la quiero.

 

Le escuchaba en silencio.

 

—¿Sabes qué es lo que más recuerdo de ti? Un día, te diría que era invierno o, al menos, estábamos abrigados, así me viene a la memoria. Pues bien, ese día antes del recreo teníamos que corregir unos ejercicios que había mandado la profesora para casa. No recuerdo su nombre. El caso es que no fui capaz de hacerlos y me tocó salir a la pizarra para resolverlos. No sé si te suena, pero siempre salía alguien a corregirlos con aquella mujer. Bueno, pues como no había sido capaz de resolverlos en casa, tampoco fui capaz en la pizarra. La verdad es que no era muy bueno en clase. Así que me castigó sin recreo y me dijo que debía resolverlos durante ese rato. Le dije, ni sé cómo me atreví, que no sabía hacerlos, que lo había intentado, pero que no había sido capaz. Me llamó torpe, torpe y tonto. Quise llorar, pero me contuve. Todos vosotros os echasteis a reír. Recuerdo vuestras carcajadas. Incluso la profesora se rio. Cuando os pidió silencio, me miró fijamente. Pareció apenada o, al menos, eso sentí. Entonces miró a la clase y preguntó si había alguien que quisiese ayudarme. Esperó un rato y nadie levantó la mano, pero eso era algo que yo sabía que iba a ocurrir en cuanto hizo la petición. No me sorprendió, la verdad. Ella insistió un poco más y entonces tú, tímidamente, la subiste. La profesora dijo que estaba bien, que te quedarías en el recreo conmigo y me ayudarías con los ejercicios y me explicarías lo que no supiera. Eso me hizo muy feliz, aunque no estaba muy esperanzado, incluso tenía miedo de que te burlases de mí. Pero no fue lo que ocurrió. Me ayudaste, te quedaste sin recreo y me ayudaste. No te lo agradecí. Eso también lo recuerdo, no te dije nada, pero te aseguro que te estaba muy agradecido. No sé si fue por vergüenza o por qué, pero cuando terminamos no dije nada. Guardé mi cuaderno en mi pupitre y me quedé sentado. Tú te fuiste a tu pupitre y te quedaste en la clase, no sé si haciéndome compañía o sencillamente esperando a que terminase nuestra media hora de descanso a la que ya le quedaría poco, el caso es que no saliste al patio. Yo tampoco, pero yo estaba castigado. Tú, no. Estuve mirándote todo el tiempo. Te sentabas delante de mí. No sé qué estabas haciendo, me pareció que garabateabas algo, pero vete a saber. Me alegró que te quedaras. En cierto modo, me estabas haciendo compañía y no tenías por qué hacerlo, como ahora mismo. Tampoco tenías por qué hacerlo y aquí estás. 

 

Le miré. Recordé aquel día en cuanto empezó a contármelo. Lo había olvidado. Me ofrecí a ayudarle porque no quería salir a jugar con el resto de los niños. No sé muy bien por qué, pero aquella sensación de inseguridad que me impedía salir al patio por aquel entonces me invadió de nuevo. Ese sentimiento que me convertía en alguien vulnerable regresó a mí algunas décadas después. Era horrible. Aquel recreo perdido me ayudó a superarlo. No lo hice por ayudarle a él. Lo hice por mí. Y ahora, años después, ahí estaba él. De nuevo pidiéndome ayuda. No sabía qué era lo que querría de mí, pero estaba seguro de que le diría que sí. 

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 27 de octubre de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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