Una vida (ii).


  


—Me muero —eso fue lo que me dijo cuando regresó.

 

Supongo que mi cara debió cambiar radicalmente. Imagino que no había mostrado mucha empatía aún. Tomar una cerveza con él no era lo que más me apetecía del mundo, eso ya lo he dicho, pero, aunque llevase mucho tiempo sin verle y aunque tampoco pudiera considerarle un gran amigo, cuando me espetó eso, me dejó frío y no pude ocultarlo. 

 

—Sí, me muero. Mi oncólogo me lo ha confirmado. No es que me haya dicho: te mueres; pero, bueno, supongo que con frases más o menos claras disfrazadas de términos médicos me ha venido a decir que me quedan pocos meses de vida.

 

—¿Cuántos? —pregunté nada más terminar su frase y al instante me di cuenta, aunque un poco tarde, de lo poco apropiada que era la pregunta.

 

Me miró entre curioso y asombrado:

 

—Cuatro meses, cinco como máximo. En realidad, esto me lo dijo hace casi un mes. Entonces me quedaban unos seis meses. Pero el tiempo pasa más rápido de lo que uno quiere cuando sabe que no lo tiene. Es curioso. Te diría que tengo la sensación de que fue ayer mismo cuando decidí buscarte para dar contigo y llamarte.

 

Le miré extrañado. Aunque desde que contactó conmigo me había hecho esa pregunta en numerosas ocasiones, su comentario me daba pie a lanzarle la pregunta:

 

—¿Y por qué me has llamado? —Se la solté así, fríamente sin vaselina.

 

—Buena pregunta... Podría contarte varias versiones. Todas ellas con cierto grado de verdad, algunas más ciertas que otras, pero la realidad es que eres el único al que he encontrado. Recuerdo a muchos compañeros de la época del instituto, de algunos no recordaba el apellido, de otros sí. Los busqué, pero no di con ellos. No es fácil. Ha pasado mucho tiempo, pero a ti te encontré enseguida. Bueno, cuando me puse a buscarte. 

 

—No fui el primero entonces, ¿no? —dejé caer con una carcajada socarrona.

 

—No, la verdad es que no. La realidad es que tampoco pensé en un orden, fui buscando según me iba acordando. Tenía alguna foto antigua donde estábamos todos. Era la orla, no recuerdo bien de qué curso y fui mirándola y buscando rostros conocidos. Debo confesarte que sí que encontré a algún compañero, pero me dijo que no podía quedar. Era evidente que no le apetecía. Poco importa quién fuese. La realidad es que tú has sido el primero que ha aceptado.

 

—¿Qué es lo que he aceptado? —lo pregunté con franqueza, casi con inocencia—. Solo hemos quedado para tomar una cerveza. 

 

—Sí, sí, así es, pero eres el que ha querido quedar. Y quiero compartir contigo algo.

 

—Bueno, no sé, tú dirás… Me tienes expectante —la realidad era que seguía impactado por la noticia que me había dado, tenía frente a mí a alguien que sabía cuándo iba a morir. 

 

—A ver, los médicos me han dicho que en breve tendré que iniciar cuidados paliativos. Me dicen que el dolor será muy fuerte y que podrán controlarlo, pero que dejaré de andar, que tendré que estar tumbado, que tendré que alimentarme por sondas… En fin, una auténtica maravilla —lo dijo sonriendo—. Parece que me espera un final de lo más interesante. El caso es que no quiero que sea así. Deseo morir antes de que eso ocurra.

 

Reaccioné frunciendo el ceño y abriendo la boca, esa confesión me dejó totalmente pasmado. Tuve que hacer el esfuerzo de ponerme en su lugar, tuve que imaginarme qué podría suponer estar en su situación para tener que tomar esa decisión.

 

—Bueno, qué esperabas. He estado informándome y la verdad es que lo que he visto no me ha gustado demasiado. La gente en mi estado o sufre lo indecible o sencillamente está permanentemente sedada y prácticamente no se entera de nada. No creo que esa vida sea la que ningún ser humano merece… —hizo una pausa—. Lo he estado pensando mucho. He reflexionado sobre mi vida. He intentado ser objetivo, lo más objetivo que me he permitido a mí mismo teniendo en cuenta que se trata de mi vida..., mi vida ha sido mediocre…

 

—No digas eso —le interrumpí.

 

—No, no, déjame seguir. Sabes y si no lo sabes lo imaginas que lo que digo es verdad. Mi vida ha sido anodina, insignificante. No he hecho nada… —se detuvo un instante—. Absolutamente nada. Desde luego no pasaré a la historia por ningún logro. He trabajado en cosas que no me interesaban, prácticamente no me he relacionado con nadie, problema mío que conste —dijo con una sonrisa triste—, apenas he disfrutado de mi familia, bueno de la poca familia que he tenido: mis padres murieron cuando estaba estudiando, tuvieron un accidente, supongo que no lo sabías…, tenía catorce años. Solo los profesores conocieron la noticia. Mi abuelo, que fue quien se quedó conmigo, hizo lo que pudo, pero tampoco podía pedirle más. A mi abuela no la conocí. Tenía más familia, pero, la verdad es que ni me buscaron nunca ni yo los busqué. En cierto modo, eres lo único que me queda. —Volvió a sonreír, pero la sonrisa terminó siendo una carcajada—. Como ves, no puede decirse que mi vida tenga gran valor. Sin embargo, pienso, quiero pensar, que no es así; que, a pesar de que no he hecho gran cosa, mi vida en sí, tiene valor, algo de valor, supongo que es el mero hecho de ser consciente de estar vivo lo que le da valor. Por eso, si llega un momento en que dejo de tener esa consciencia de mí mismo entiendo que entonces la vida no vale nada. Está claro que no habré conseguido resolver ningún enigma para la humanidad, ni habré escrito, pintado o compuesto obras de arte memorables que pasen a los anales de la historia, pero quiero pensar que mi vida ha servido para algo, aunque solo sea el hecho de poseerla… Y después de meditarlo mucho, creo que merece la pena disfrutar siquiera un rato de la vida mientras pueda hacerlo. Y ahí es donde entras tú… —me miró fijamente, como esperando una respuesta que no dejó que saliese de mi boca—: pero tranquilo, no te voy a pedir que hagas ninguna barbaridad ni nada que tú no quieras consentir. Pero te necesito.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 27 de octubre de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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