Estaba muy pálido cuando bajó. Llevaba esperándole en el portal unos minutos después de llamarle por el portero automático. No me invitó a subir. «Ahora mismo bajo», me dijo con una voz hueca. Por un momento había deseado que no estuviese, que hubiese tomado mal la dirección o que no me hubiese comprometido a quedar con él y menos aún ir a su casa. Si hubiésemos quedado en algún sitio directamente podría no haber aparecido sin más. Hacía mucho tiempo que no lo veía: años. Recibí una llamada suya. Al principio no caí en la cuenta de quién era. Me dijo su nombre dando por hecho que le reconocería, pero no fue así. Se dio cuenta. Lo noté. Me dio alguna referencia de cuando éramos chiquillos e íbamos juntos al colegio. Entonces recordé. Hacía tanto tiempo de eso... Se rio. Me contó alguna anécdota de entonces y yo también me reí, aunque no la recordaba bien. Lo hice por empatizar. Era un chico raro, cohibido, aunque yo siempre pensé que era taimado, pero algo tímido. Casi no se relacionaba con nadie. Era bajito. Desde luego nunca fue un chaval afortunado, siempre le caía alguna reprimenda del profesor, de cualquier profesor. Era de esos niños que, sin buscarlo, terminaban metidos en líos en los que no habían participado. Tal vez por eso siempre intentaba quedarse al margen. Creo que estuvo en clase conmigo hasta que terminamos el instituto. Me resulta difícil precisarlo porque yo apenas tenía relación con él y hasta donde recuerdo no creo que nadie le hiciese mucho caso. En alguna ocasión, el bufón de la clase, el “payasete”, se mofaba de él, pero la verdad es que no daba mucho juego y terminaba pasando del muchacho. En fin, supongo que es cierto eso que dicen acerca de la crueldad de los niños. El caso es que me llamó. Ni sé cómo se hizo de mi número de teléfono, tampoco se lo pregunté, aunque tal vez debería haberlo hecho. Y, desde luego, cuando terminamos de hablar, no me quedó claro por qué accedí a tomar una cerveza con él. Supongo que sentí pena o tal vez curiosidad. No lo sé bien. Sencillamente acepté. Quedamos para el día siguiente. Un miércoles: ni sé el tiempo que hace que no salgo un miércoles. La verdad es que apenas salgo. Desde que los niños se hicieron mayores y se marcharon a estudiar y me quedé solo creo que no salgo más que a dar un paseo por las tardes. Es cierto que algún fin de semana nos reunimos los amigos, los de siempre, pero la verdad es que no lo hacemos con demasiada frecuencia. Siempre habíamos pensado que cuando nuestros hijos se marchasen, volveríamos a la normalidad, a nuestra normalidad, a esa en la que quedábamos y salíamos a tomar algo para recordar lo bien que lo pasábamos cuando éramos jóvenes, pero eso nunca llegó a ocurrir.
Apareció en el portal. Estaba detrás de la puerta acristalada. Me miró sonriente. Yo apenas le reconocí. Creo que se dio cuenta. Me llamó por mi nombre nada más abrir y me dio un efusivo abrazo. Me dejó un tanto asombrado. Se echó hacia atrás como para contemplarme mejor. Le miré. Seguía siendo bajito. No sé por qué pensé eso. Estaba claro que seguiría siendo bajito. Tenía muchas canas en el pelo que le quedaba, una incipiente calvicie le dejaba a la intemperie toda la coronilla. La luz de la farola que estaba al lado del portal le provocaba un extraño brillo en la frente. Sí, efectivamente estaba muy pálido. Quise recordar si su piel siempre había sido así. Mi cerebro no me ofreció esa información. Había buscado entre las carpetas antiguas de mi casa alguna foto de la época del colegio para ver si lo encontraba, pero la foto no apareció. Incluso pensé en llamar a alguno del grupo de amigos para ver si ellos conservaban alguna, pero no me pareció buena idea: me preguntarían y no me apetecía dar explicaciones. Cuando reaccioné y le saludé, le tendí la mano como si el abrazo no hubiese servido como saludo. Él me tendió la suya. No había parado de sonreír desde que apareció. Respiré profundamente, le pregunté por su vida: me la contó. Creo que no dejó de hablar ni un segundo durante todo el camino hasta el bar al que había decidido que fuésemos. No puedo decir que me resultase pesado, la verdad es que no, sencillamente no tuve oportunidad de interrumpirle o tal vez no quise. Me parece que no me apetecía demasiado hablar. Tampoco es que me entusiasmase la idea de escuchar, pero esto siempre me había resultado más fácil. Es así, así soy. Cuando llegamos al bar se apartó un poco y le dijo algo al camarero. Fruncí el ceño cuando se volvió hacia mí. Me dijo que había reservado mesa, que sentía no habérmelo dicho, pero que pensó que no le importaría que cenásemos juntos después de tanto tiempo, «Treinta y seis años» dijo, treinta y seis años hacía que no nos veíamos. Joder, sí que hacía tiempo. La verdad es que no lo sabía, no lo había intentado recordar y me sorprendió. «Qué barbaridad, mis hijos tienen solo veinte años», pensé, y acto seguido asentí dándole a entender que no pasaba nada, que me quedaría a cenar. Nos dirigimos a una mesa algo separada del resto donde no sentamos. Era la que nos habían reservado. Las sillas no eran muy cómodas. Supe enseguida que mi espalda no lo llevaría bien. Me preguntó que qué iba a tomar. Lo dijo levantándose enseguida para dirigirse al camarero, aunque después de hablar con él se acercaría al baño. Le dije que una cerveza, «Una birra» dije en realidad, como cuando tenía veintipocos años. Según salió de mi boca, me pareció raro, casi inapropiado. «Ya no eres un muchacho», me dije. De repente él cambió el rictus. Y toda la sonrisa que había desprendido hasta que llegamos al bar desapareció.
—Tengo que contarte algo —me dijo cuando ya estaba de pie.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 19 de octubre de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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