El juego.



En breve lo sabré. Muchos me lo han contado. Cuesta creerlo, pero tal vez sea verdad. Pensándolo con frialdad resulta incluso sugerente y puede que práctico: jugarse la eternidad a las cartas. No creo que nadie haya sido bueno, puerilmente bueno, durante toda su vida, como tampoco creo que nadie haya sido malo, en los mismos términos, me refiero. Por tanto, si existe un dios capaz de condenarte o premiarte para toda la eternidad —sea lo que quiera que sea esto— en función de lo que hayas hecho en tu vida, tal vez necesite demasiada información, tal vez tenga otras cosas que hacer, tal vez haya otros mundos que necesite atender, tal vez le des igual o tal vez le importes demasiado como para tomar la decisión para cada ser vivo con consciencia cada vez que muere. No lo sé. Puede tener sentido para nosotros, unos seres miserables que somos poco más que nada, el hecho de que sea un juego lo que determine nuestra estancia en este universo una vez que dejemos de estar vivos. También puede ser que no exista un dios, ningún dios, pero que las leyes del universo, allá donde no alcanzamos a entenderlas, determinen el estado de nuestra consciencia una vez la vida se nos escape, mediante un juego de azar. Hay mucho en nuestra vida de azaroso, de improbable, de prácticamente imposible. La poca física que pude aprender durante mis años de escuela decía con claridad que los sistemas tienden con una probabilidad muy elevada a minimizar la energía que necesitan y nosotros somos todo lo contrario, complejos sistemas ordenados de una forma sumamente meticulosa que estamos permanentemente acopiando energía para mantenernos vivos: no tenemos sentido natural en este mundo en el que existimos. Somos una extraña anomalía que contradice los principios básicos del universo, somos algo que no puede ser, de modo que cuando dejamos de ser, sencillamente ocurre eso: dejamos de ser. Pero tal vez, ese mismo extraño azar, esa probabilidad ínfima de contradecir las leyes fundamentales del universo puede darnos una oportunidad, una curiosa oportunidad de conservar nuestra consciencia, no nuestra vida, eso está claro. La vida desaparecerá, pero nuestra idiosincrasia, nuestra razón de ser, nuestra capacidad de interpretar lo que nos rodea, tal vez pueda conservarse de algún modo. Y por qué no puede ser un juego de azar lo que lo determine. Parece extraño, más imposible que si existe un dios omnipotente capaz de condenarnos o absolvernos, que sea una jugada a las cartas lo que nos permita disfrutar de nuestra desaparición por siempre jamás o permanecer en un estado de consciencia sin naturaleza física para siempre. Me ha parecido sensato decir que es malo permanecer en consciencia como estado inerte, pero existente durante la eternidad —sea lo que esto sea y dure lo que esto dure, si es que tiene sentido la duración de algo cuando la vida desaparece—, y que es bueno desaparecer para siempre. Y me ha parecido sensato decirlo así porque si los datos científicos son ciertos, desde que a un sacerdote belga, George Lemaître, se le ocurrió hablar del Big Bang con el que desde un ente primigenio surgió el tiempo lineal que nosotros percibimos, han pasado, tal vez, quince mil millones de años; la verdad es que no le veo grandes ventajas a morir ahora y seguir conscientes durante otro tanto…, pero quién sabe, tal vez desprendernos de nuestra vida suponga una liberación y solo con nuestra consciencia podamos disfrutar de las maravillas de un universo que se me antoja infinito. En cualquier caso, no negaré que resulta sorprendente la ocurrencia de un juego de cartas para determinar nuestro futuro en presencia de dios, pero es difícil de creer si no existe dios. La naturaleza no tiene carácter antrópico. Dios sí, puede que porque lo hemos creado nosotros y es inevitable otorgarle atribuciones humanas.  


Así que, por qué no jugarnos nuestra existencia en un juego de cartas una vez que desaparece nuestra anomalía, nuestra vida. Al parecer este juego es muy sencillo. Se reparten cinco cartas para cada jugador. Son solo dos jugadores: nosotros somos uno, el otro debe ser el destino, dios, el universo, yo qué sé... Las cinco cartas que recibimos son iguales excepto una. Las colocamos en nuestra mano, abiertas ante nosotros, ocultas al contrario, y ponemos la carta diferente entre ellas en una posición concreta, la que queramos. Debemos adivinar dónde está la carta distinta —anómala como nuestra vida— del oponente antes de que él lo haga con la nuestra. Para lograrlo, antes de intentar adivinar cuál es la posición de la carta diferente podemos hacer cualquier pregunta que nuestro oponente debe contestar. No cabe aquí la verdad o la mentira. Quiero decir, la respuesta debe ser la que debe ser y no hay ocultación posible, tampoco cabe la trampa. Sería licito pensar, si nuestro contrincante es dios, que puede averiguar la ubicación sin gran esfuerzo, pero las normas no lo permiten. Si uno pregunta: ¿es la carta diferente la última de tu derecha? Y la respuesta es sí, el interpelado dirá sí. Si es no, el interpelado dirá no. Después tú debes decir cuál es la carta. Si la respuesta es no, puedes intentar averiguar dónde está la carta diciendo una ubicación. Evidentemente si la respuesta fue sí, ya sabes dónde está la carta. La cuestión es si revelarás su ubicación para poder disfrutar de la eternidad. Si la respuesta fue no, tal vez tu indicación sea precisamente la de la ubicación errada si no quieres disfrutar de esa eternidad.



Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 13 de octubre de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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