Un hombre.


Un hombre está recostado en una esquina. Su aspecto es cansado, barba rala y pantalones planchados hace ya algún tiempo, demasiado para conservar la forma. Su pie derecho descansa en la fachada de mampostería y tapial de un edificio casi tan antiguo como él. El pie izquierdo apoya firme en el acerado de losetas hidráulicas desconchadas. Varias colillas están a su alrededor, tal vez habría que decir que residen. Es imposible saber cuánto tiempo lleva allí, a saber si algún barrendero tuvo que esquivarle hace no muchos días y proseguir con su trabajo. Alguien con prisas, incapaz de prestar la atención que merecen las cosas, podría pensar que se trata de una escultura esculpida en la misma esquina de la calle o tal vez uno de esos dibujos con los que algún artista callejero “trampantoja” a los viandantes. Si uno presta atención, si uno tiene la paciencia suficiente y bastante agudeza visual, es capaz de ver ligeros movimientos en su mano —la derecha, pues la izquierda está metida en el bolsillo de su pantalón—, un ligero temblor tal vez consecuencia de los latidos producidos por un corazón escurridizo que apenas se deja ver. Si ese mismo observador mantiene la atención durante suficiente tiempo contemplará que el número de colillas se incrementa poco a poco. Tal vez le cueste comprobar si proceden de cigarrillos fumados por el hombre. Tal vez no sea capaz de verle expulsar humo por su boca o sostener los pitillos en su mano derecha —dejemos la izquierda en el bolsillo—, pero terminaría asumiendo que dicho señor es un fumador empedernido, no se atrevería a decir que es compulsivo pues esta es palabra que contradice la parsimonia y paciencia que parece atesorar nuestro hombre. Algún que otro niño, al pasar cerca de él, dado de la mano de su madre, la aprieta para detenerse provocando en la madre una mirada soslayada y esquiva al señor —no vaya a ser que se crucen sus ojos y se vea obligada a darle una limosna—y esa misma madre, apresurada para llegar a tiempo a casa y poder preparar la cena para su hijo y para ella, responde al pedigüeño apretón del hijo con un tirón que impide al pequeño detenerse para observar al hombre inamovible. Ese niño, sin duda alguna, frente al hombre recostado en la esquina del antiguo edificio, habría determinado que no se trataba de una escultura, sino de un ser humano, como él, mayor, viejo en su mente infantil. Habría sentido pena por él, habría sentido curiosidad por saber más de él, así son los niños. Así son las madres. El hombre ni siquiera los ha seguido con la mirada cuando han pasado delante de él. Así son los hombres. Algunas madres, algunos hombres, todos los niños. En este hombre la mirada está perdida, atenta a un infinito del que no proviene nada y en el que nada puede ver. Su mente ciega sus ojos que son incapaces de percibir lo que le rodea. Esa esquina es especial para él. Eso cree, pero no es cierto. Esa esquina no es muy diferente de cualquier otra que hubiera elegido hace unas horas o hace unos años. Sin embargo, él la considera importante, le tiene cierto cariño porque esa esquina —u otra como esa, u otra distinta a esa, tanto da— le trae buenos recuerdos y sus ojos quieren verlos, pero no se da cuenta de que el pasado no es visible a los ojos. Ese pasado que quiere vislumbrar se esconde en su mente y sus ojos, por más que desenfoquen su vida, no podrán permitirle ver el pretérito en el que querría encontrarse de nuevo. Y espera y ansía que la vida cambie sus reglas y el pasado se vuelva presente para él y encuentre de nuevo aquello que perdió. Ahora, piensa, podrá conservarlo. Ahora, piensa, sabe qué errores cometió. Ahora, piensa, todo lo hará bien. Pero la vida no es así. La vida no da segundas oportunidades para remendar tiempos pasados porque la vida es lineal, la vida está marcada por el tiempo y este solo avanza, impasible, inamovible, inmisericorde, sometiéndonos a su dictado instante tras instante sin poder retenerlo y degustarlo cuando así lo deseamos o empujarlo y adelantarlo si lo que nos trae nos hace sufrir. Pero ese hombre parece no querer aceptar la realidad, desea retarla y enfrentarse a ella, o tal vez, con humildad suplicarle para que le permita sujetar con sus manos fuertes y robustas aquello que se le escapó. No. Esa es la respuesta. No, no podrá hacerlo por más que él lo niegue, por más que el tiempo evidencie y le demuestre perseverante su error.

 

La noche se ha echado sobre él. Una farola titila porque quiere encenderse para arrojar su tenue luz amarillenta sobre la figura del hombre que esconde entre claros y oscuros su rostro ensombrecido por un rebelde mechón de pelos que ya lo fue en su infancia y nunca dejó de serlo en su madurez. Las sombras marcan sin remordimiento algunas arrugas que el sol, más bondadoso, disimula. Una polilla alejada de la luz, tal vez atenta a la figura del hombre, revolotea con su aletear desabrido alrededor de su cabeza. El hombre no la ve. Ella sigue batiendo sus alas polvorientas en torno a él hasta que se posa en su cabeza. El hombre parpadea. La polilla retoma el vuelo y abandona la cabeza.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 21 de septiembre de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/