Siete y veintitrés.

 


Son las siete y veintitrés.

 

Llevo esperando veintitrés minutos. En realidad, algo más porque llegué unos minutos antes, pero no puedo tener en cuenta ese tiempo porque era anterior a la cita. Es casi de noche. Era de esperar porque estamos entrando en invierno. Cuando llegué aún había claridad, al menos claridad suficiente para poder contemplar a los viandantes acelerados en su paso con ganas de llegar a sus casas para descansar, salir a hacer algo de deporte, ducharse, preparar la cena, cenar, encontrarse con sus parejas y tener —si hay suerte— sexo, ducharse nuevamente —si hubo sexo— y dormir. Ahora apenas se ve. Ya ha anochecido y la luz amarilla de la farola bajo la que espero es mi única referencia visual. Me ven, pero yo no veo a nadie, solo siluetas oscuras con una suerte de halo anaranjado que se acentúa en la zona del rostro. Desisto de mirar más. Hace ya tiempo que sé que no va a venir. Sin embargo, espero. Aún son las siete y veintitrés. Me digo que debo dejar de mirar el reloj. Solo me produce más ansiedad. Sin embargo, inevitablemente estiro la mano izquierda para que se contraiga la manga de la camisa y deje a la vista mi reloj. Lo miro. Las siete y veintitrés. No puede ser, no puede ser que siga siendo la misma hora. Cuánto tiempo ha debido pasar desde la última vez que miré la hora. Podría decir que han transcurrido horas, con seguridad algunos minutos. Sin embargo, el reloj, testarudo, mantiene las siete y veintitrés. El segundero avanza, puedo verlo con cierta claridad gracias a la luz de la farola, pero no me fío y acerco la muñeca a la oreja. Tic, tac, tica, tac, el sonido es inconfundible. El reloj parece funcionar. Me lo quito. Le doy cuerda. Es un reloj antiguo. Fue de mi abuelo. Me lo dejó antes de morir. Hace demasiado tiempo de eso. Pienso en él. No recuerdo su cara. A mi mente llegar irremediablemente la imagen de mi abuela. De ella sí recuerdo su rostro, pero es el de una foto en blanco y negro que tenía colgada en el pasillo de su casa. Era hermosa, muy guapa. La casa era fría en invierno. Me estremezco recordando la humedad de los dormitorios. Mi abuela me arropaba con varias mantas cuando era pequeño. En verano también era fresca la casa. Recuerdo las siestas tumbado en el suelo oyendo los ronquidos de mi abuelo. Creo que jugaba. El estertor de su respiración mientras dormía resonaba en las bóvedas de la casa. Mi abuela aprovechaba el rato de la siesta para coser: remendaba mis pantalones agujereados en las rodillas y los bajos de los pantalones de mi abuelo desgastados de usarlos en el campo. De vez en cuando, entraba en la habitación y me miraba. Sonreía y se marchaba otra vez a coser. Merendaba antes de que se levantara mi abuelo. Siempre había bizcocho y leche. La leche estaba fría. El bizcocho esponjoso. Sabía a limón. Hay quien dice que no es posible recordar sabores, que solo es posible reconocerlos cuando se prueban de nuevo. Yo recuerdo perfectamente el sabor del bizcocho. Nunca he probado otro igual, ni creo que pueda probarlo en lo que me quede de vida. Vuelvo a mirar la hora de forma inconsciente: las siete y veintitrés.  Es imposible. Devuelvo el reloj a mi muñeca. Lo cubro con la camisa y con la chaqueta. La chaqueta es antigua, usada, desgastada, pero me gusta. Es negra. Siempre que puedo, porque el tiempo lo requiera, me la pongo. Suelo abrocharme la cremallera hasta arriba y subo el cuello de la chaqueta ajustándolo al mío. Me siento cómodo. Es extraño que una chaqueta te pueda hacer sentir bien. En mi caso, es así. Podría decirse que le tengo cierto cariño, si es que se le puede tener cariño a una prenda de vestir. Meto las manos en los bolsillos de la chaqueta. Son pequeños. Apenas caben mis manos que, dicho sea de paso, son grandes. Me estiro y doblo la espalda. Quisiera desperezarme, pero no me parece apropiado. No sé por qué, la verdad. Solo no me parece apropiado. Así que me contengo, pero empujo los bolsillos hacia abajo para estirar los brazos. Pienso que debo volver a mirar el reloj, pero esta vez me contengo. ¿Serán las siete y veintitrés? No podría ser, aunque vete tú a saber. Creo que debería marcharme ya. Me parece que he esperado suficiente. Seguramente más de lo que dictan las normas de urbanidad. Esa palabra vuelve a recordarme a mi abuela. Ella la usaba mucho. Lo hacía siempre que quería hacer referencia a la poca educación que mostraban los jóvenes de mi edad, cuando yo ya no era un niño. Mi abuela se quejaba de que no había urbanidad. Y la verdad es que no la había. Tampoco hoy la hay. No sé si algún día la habrá. Si la hubiese, a mi abuela le haría muy feliz. Miro de nuevo el reloj. No he podido evitarlo. La hora no ha cambiado. Sentencio que mi reloj está estropeado. No cabe otra explicación. O tal vez sí, pero desde luego yo no la tengo. No me serviría de mucho tenerla. Comienzo a andar. Dejo atrás la farola al cabo de un instante. Delante de mí, la sombra de mi cuerpo se va alargando conforme me alejo al tiempo que la oscuridad la va absorbiendo y desaparece. Miro el reloj: son las siete y veinticuatro.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 28 de septiembre de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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