—Ven, acércate.
La mujer se aproxima a donde está sentado el
anciano.
—Quiero recordarte. No sé quién eres, pero te
recuerdo. Estoy seguro de que te recuerdo, pero al mismo tiempo no sé si puedo
recordarte. Siento que tu presencia me ofrece regalos del pasado que mi mente
no es capaz de encontrar por sí misma. Tu cara es la cara de una niña, de una
mujer que está en mi memoria, en lo más profundo, pero que hace tiempo ya no
aparece en mi mente. No sé si se ha ido o si realmente existió. Hay nubes
cerradas en mi cabeza que me impiden encontrar lo que busco, aunque las
emociones que ciertas cosas me producen están por encima de esos recuerdos que
ya no regresan.
La mujer sonrió.
—Nunca pensé que pudieras ser tan mayor.
Nunca pensé que fueras tan bonita. No sé si te llamaré por tu nombre o si diré
quién realmente eres, pero tu presencia me evoca con nostalgia tiempos pasados que
quieren estar llenos de felicidad. Creo que te tuve entre mis brazos. Creo que
te abracé. Creo que besé. Creo que te amé. Creo que te ayudé. Estoy seguro de
que me ayudaste. No lo recuerdo, pero lo sé. Siento no poder aclararte más.
Pero sé que tú sí sabes. No sé si quiero que me digas, porque no sé si luego
recordaré. Es duro saber que mi temporal lucidez está llena de lagunas. Lagunas
en las que el agua quiere esclarecer los recuerdos y sacarlos a la superficie,
pero una densa neblina los enturbia y oscurece de nuevo para mí. Solo para mí.
Pero estoy seguro de que te me recuerdas perfectamente y en tus recuerdos está
mi vida. Recuérdame, amor mío. No me dejes olvidar. Consiénteme permanecer en
tus recuerdos para que pueda vivir un poco más, para que pueda disfrutar de esas
vaguedades que llenan mi mente y que solo aparecen cuando evoco emociones y no
recuerdos, porque estos han desaparecido de mi cabeza. Permíteme conservar
siquiera durante unos instantes aquello que me hizo feliz, lo que me hizo
sufrir, eso que me provocó tantos disgustos, aquello que impidió que cometiera
errores, esas cosas que te enseñé y las que tú me mostraste. Permíteme, pues,
vivir, porque los recuerdos son vida y yo ya no los tengo. Recuérdame quién
eras sin decírmelo para que no vuelva a olvidarte.
La mujer se sienta en el brazo del sillón en
el que reposa el anciano y le toma la mano.
—Sé que me quieres, lo veo en tus ojos. Y
mirándolos sé que te quiero. Que te he querido. Y que te querré, siempre. No me
hace falta recordar quién eres para saber cuánto amor siento por ti. Es algo
que está más allá de mi memoria. El amor trasciende a nuestros recuerdos.
Sencillamente lo siento así. Aquí, aquí dentro, en mi corazón. Y sé que mientras
siga latiendo seguiré queriéndote. Es inevitable. No hay pensamiento que pueda oponerse
a ello. Ni necesito recordar lo que me hizo amarte, lo que me hizo quererte. Todo
encajó perfectamente en un instante que se prolongó durante toda mi vida. Y
durante toda tu vida. Y que no acabará cuando mi vida acabe. Ese amor perdurará
en ti, incluso cuando no me recuerdes.
La mano del anciano está llena de
manchas. Es suave y débil. La mujer la acaricia. Unas lágrimas quieren escaparse
de sus ojos, pero las contiene porque sabe que el anciano la está mirando y no
quiere que sienta pena.
—Recuérdame qué hicimos,
recuérdame quién eres. Recuérdame cuándo te conocí, recuérdame qué vivimos
aquel día. Recuérdame ese viaje, esa película, ese libro, esa comida.
Recuérdame ese helado. Recuérdame ese vestido con el que estabas maravillosa. Recuérdame
esa flor, esa montaña, ese camino, ese mar. Recuérdame ese día, recuérdame esa
noche. Recuérdame esa sonrisa, esas lágrimas. Recuérdame esa felicidad, ese
dolor. Recuérdamelo todo, pero no dejes que vuelva a olvidarlo. Recuérdamelo,
pero sostenlo para mí, consérvalo para que pueda revivirlo a cada instante,
para que pueda recuperarlo cuando el cansancio quiera vencerme y el trémulo olvido
pretenda caer sobre mí nuevamente como una losa que aplasta mi vida. Sin mis
recuerdos, la vida no tiene sentido. Sin tus recuerdos no quiero vivir.
El anciano retira la mano, la
deja caer sobre su regazo. Está ligeramente encorvado, apoya la espalda en un cojín
gris que le sostiene. Sus ojos descansan sobre arrugas. Su pelo nevado entrelaza
rizos y ondulaciones que fueron vigorosas y rebeldes, pero que hoy apenas se
sostienen.
—Perdóname por no reconocerte. Podría
contarte aquellas cosas que mi memoria aún retiene, pero tengo miedo de que no
sean las tuyas. Tengo miedo de que mi mente las haya inventado. Tengo miedo de
que cuando las oigas te produzcan dolor y sientas pena por mí. Sé que si estás
aquí es porque fuiste algo en mi vida. Porque eres algo en mi vida. No me
sujetarías la mano si no fuera así, ni me mirarías con ternura si no
significase nada para ti. Pero mi memoria me traiciona y no quiera alumbrarme
siquiera con un recuerdo que me traiga tu nombre. Lo siento, mi amor. Lo siento.
El anciano mira al techo, pero ve
el cielo. Un cielo azul en un día soleado, de primavera. No hace demasiado calor.
Baja la vista y ve flores de muchos colores, y árboles. Son encinas, sí, son encinas,
aunque él no las reconoce. A su alrededor una niña corretea, tropieza y se cae.
Él se acerca y la levanta. La niña llora. La sostiene entre sus brazos. La besa
y la consuela. Con sus dedos enjuga sus lágrimas. La besa de nuevo. Le sonríe. «Todo está bien», le dice, todo está
bien.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 8 de septiembre de 2024.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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