El cazador de moscas (xiv).

 


Las notas que dejaba Anna Rose a Mary eran frases breves en las que le indicaba que se marchaba a la ciudad y que terminaban con un sencillo «Te quiero» que a Mary le encantaba. Al principio Anna Rose las dejaba asumiendo que Mary no sabía leerlas. Luego, cuando Mary aprendió a leer y a escribir, Anna Rose conservó la rutina. Mary se pasaba horas, mientras aprendía, observando el trazado preciso de cada letra de las notas que le dejaba Anna Rose y que ella guardaba como si de un gran tesoro se tratase. Eran sus cartas. Y ya podía leerlas. En esta ocasión, cuando Mary se levantó y descubrió la nota, comprobó que estaba escrita con letra temblorosa. A Mary le llamó la atención cuando la vio y se extrañó, pero Mary no sabía que Anna Rose se había machacado el dedo índice con el martillo, era un pequeño accidente sin mayor importancia que Anna Rose desconocía. Era el índice de la mano izquierda y Anna Rose era zurda para escribir, solo para escribir. Sin embargo, lo que preocupó a Mary fueron los restos de sangre que vio en el suelo, tras la barra, donde sabía que Anna Rose escondía el alcohol. A Mary no le gustaba la idea de que Anna Rose vendiera alcohol. El alcohol le traía terribles recuerdos de su infancia. Recordaba a la perfección el aliento de su padre antes de que la golpease con el envés de la mano. Recordaba a la perfección el sabor de la sangre saliendo de sus labios con su gusto metálico. Recordaba a la perfección las palizas de su marido cuando regresaba del bar de Anna Rose borracho para golpearla sin piedad. Recordaba a la perfección el sabor de la sangre derramándose por su nariz con su gusto metálico. Pero Mary sabía que necesitaban el dinero, lo sabía tan bien como Anna Rose. Mary no le decía nada a Anna Rose y Anna Rose intentaba justificarlo cada vez que se producía el terrible silencio con el que Mary contemplaba como Anna Rose sacaba otra botella de su escondite para servirla a escondidas por la noche a los hombres. Mary también vio el trapo rasgado con manchas de sangre. Ya no pudo más. Salió a la carrera olvidando por un instante a su hijo. Cuando Mary se asomó a la puerta, Anna Rose llevaba ya una buena distancia recorrida. No se vieron. Mary corrió por el camino en terrizo, descalza, sin saber muy bien a dónde dirigirse. Llevaba su camisón, era el único que tenía. Amarilleaba y ahora sus bajos estaban ensuciándose con el polvo de la calle. El sol, el esfuerzo y la angustia hicieron que Mary rompiese a sudar. Seguía corriendo y corriendo hacia la salida del pueblo y su camisón iba empapándose poco a poco. Al cabo de un instante se detuvo. Miró hacia atrás, las últimas casas de madera aún estaban cerca; ella estaba sofocada e intentó recuperar el resuello. Suponía que Anna Rose se habría marchado a la ciudad. Sabía para qué iba. Sabía que era algo que no le gustaba. Y sabía que no le quedaba más remedio que hacerlo. Eso era lo que sabía, pero lo que realmente le preocupaba era lo que no sabía: la sangre, ¿por qué había sangre?, ¿por qué el trapo rasgado? Todo era demasiado extraño para ella. Regresó sollozando. No sabía qué hacer. Por su mente atravesaron varias ideas: ninguna le gustaba. El pánico se apoderó de ella. Pensó, desesperada, que lo mejor era ir a rezar. Regresó a casa. Se vistió, vistió a Jeremy y se dirigieron a la iglesia. El niño lloriqueó de hambre, pero no protestó mucho más. Mary abrió la puerta de madera de la iglesia y penetró en ella. Sintió un frescor que la hizo tiritar. Le costó hacerse a la tenue luz. Las luces estaban apagadas y apenas entraba luz por las escasas ventanas. Era temprano. Cuando se acostumbró a la penumbra, se dirigió a los bancos traseros de la nave. Dejó a Jeremy en su cesto sobre uno de ellos y se arrodilló para rezar. Pidió por Anna Rose. Apretó los ojos todo lo que pudo, cerró los puños clavándose las uñas. Rezó porque Anna Rose estuviese bien, porque regresase, se ofreció ella misma en sacrificio, haría todos las renuncias que fuesen necesarias, pero pidió que no le pasara nada. No dejó de llorar mientras estuvo arrodillada. El padre John oyó los sollozos desde la sacristía donde estaba deleitándose con una copa de vino que había consagrado antes. Se asomó y vio la silueta de Mary recortada en el fondo de luz que penetraba por la puerta que Mary había dejado entreabierta. Se acercó a ella con sigilo.

 

—Hija, ¿qué te pasa?

 

Mary se asustó pues no lo sintió llegar.

 

—Buenos días, padre —dijo con dificultad sorbiéndose los mocos. La duda y el miedo le asaltaron—. No es nada, no es nada. Ya me iba —dijo mientras se levantaba.

 

—La casa del Señor está abierta para todos. Y en la casa del Señor siempre encontrarás sitio —le dijo poniéndole la mano en el hombro.

 

Mary se incomodó e intentó zafarse con disimulo, pero la desconfianza le venció y no consiguió levantarse. Se mantuvo arrodillada. El padre se acercó más. Mary sintió el vuelo de la sotana sobre ella y un hálito recio y nauseabundo que la trasladó a tiempos pasados, mientras el miedo terminaba de dominarla.

 

—Cuéntame hija, estoy aquí para ayudarte. No tengas miedo. Pecar es de humanos y Dios me ha dado el poder de perdonarte —el padre John se relamió la comisura de los labios, tenía algo de saliva.

 

Mary hizo nuevamente el esfuerzo de levantarse, pero la presión de la mano del sacerdote fue mayor. El padre John movió la mano hacia la nuca de Mary. La mano estaba sudorosa. Un escalofrío recorrió el cuerpo de la mujer. El padre John lo notó y se estremeció. Apretó la mano en torno al cuello de Mary, desde atrás.

 

—Cuéntame —le dijo— y te liberaré de tu carga.

 

—No, déjeme en paz.

 

Mary se levantó. Cogió la cesta con Jeremy y se la puso bajo el brazo.

 

—¿Cómo te atreves a entrar en la casa del señor con un vástago robado, puta? Eres una pecadora y si no limpias tus pecados, arderás en el infierno —le gritó.

 

Mary dio un paso atrás y tropezó con un banco. Perdió el equilibrio. Dejó como pudo la cesta en el suelo y cayó de espaldas. El padre John se acercó. Un rayo de luz le iluminó la cara. Mary vio el rostro de un sacerdote más joven, vio el que era su rostro hacía años y un recuerdo horrible la asaltó. Ahora no volvería a ocurrir. El sacerdote dio un paso hacia ella y entró de nuevo en la penumbra. Mary vio a un hombre decrépito, anciano y débil. Se levantó y le empujó. El padre John cayó de espaldas y se golpeó la nuca contra uno de los bancos. Un ruido terrible retumbó en el silencio de la iglesia. Mary cogió a Jeremy y salió corriendo sin mirar atrás. Regresó apresurada a su casa. Entró y cerró la puerta. Dejó al niño en la cama. Calentó agua. Se desnudó y comenzó a lavarse. La sangre del padre John se extendía por el suelo de la iglesia.

 

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Bolonia a 12 de junio de 2024 y en Mérida a 7 de julio de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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