Cosmos y Caos.

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Caos bajó al garaje. Había dejado los cubiertos y platos del desayuno sobre la mesa. La leche del vaso estaba a medio terminar. El brik, al que todavía le quedaba algo, estaba tumbado sobre el hule y algunas gotitas blancas, casi transparentes, querían escapar y desparramarse sobre la mesa. No había dormido, o tal vez sí, pero poco, muy poco. Se había lavado la cara, pero no se había peinado. El pelo deambulaba por su cabeza desordenado, embrollado. Bajó cada peldaño de las escaleras al sótano con un ritmo diferente, desacompasado, no había el más mínimo indicio de sincronía ni de ritmo. Abrió la puerta del coche y se sentó en el asiento. No se puso el cinturón, lo haría más adelante cuando ya estuviera en marcha. Miró a través de la ventanilla y vio varias estanterías con cajas abiertas y objetos esparcidos queriendo salir de ellas. Algunos estaban sobre las baldas de las estanterías, redoblándose y retorciéndose en geometrías inconcebibles para destornilladores, martillos, patinetes, ruedas de bicicletas, gorras, juegos de construcción, pelotas, vasos, libros, botellas, cojines, sábanas, televisores, máquinas de escribir… Los libros, sí, los libros. Los libros estaban abiertos, muchos de ellos con hojas arrancadas, leídos de arriba a abajo, de delante a atrás, de abajo a arriba, de atrás a delante, algunas hojas estaban subrayadas y anotadas, algunos libros tenían el lomo destrozado, pintorreado, escrito. Sin embargo, aquello no producía en Caos el más mínimo indicio de ansiedad o angustia. Caos no se sentía feliz entre aquel desorden, ni triste. Arrancó el motor del coche que se quejó amargamente. Hacía mucho tiempo que no lo ponía en marcha, pero al final cedió y comenzó a moverse. Caos pulsó el botón verde de su mando y la puerta del garaje se abrió con un estruendo provocado por las cajas que estaban apiladas contra ella que cayeron inexorablemente. Algunas contenían objetos de cristal por el ruido que produjeron. Caos no esperó a que la puerta se abriera del todo y apretó el acelerador golpeando ligeramente la puerta con la baca del coche. Caos no se inmutó. Al cabo de un instante el coche estaba en la carretera marchando a toda velocidad; la puerta del garaje quedó abierta.


Cosmos llevaba tiempo levantado. Ya había desayunado y fregado sus platos junto con los que la noche anterior Caos había dejado sobre la mesa tras su cena frugal. Limpió la mesa con una bayeta ligeramente humedecida. Cosmos estaba trabajando en su despacho. Componía una obra musical cuando oyó la sucesión de estrépitos provocados por Caos. A Cosmos aquello no le preocupó lo más mínimo. Estaba acostumbrado. Era el día a día. Sin embargo, se extrañó al oír el motor del coche y se asomó por la ventana mientras el vehículo se alejaba. El metrónomo marcaba un tiempo largo de cuarenta y dos pulsaciones por minuto. Cosmos se dirigió a él y lo colocó a veinte pulsaciones, “larghissimo”. Regresó al piano y siguió trabajando, pero algo comenzó a rondarle la cabeza. Cosmos aceptaba las distracciones de Caos con resignación, las toleraba, aunque no las compartía ni las comprendía. Sin embargo, formaban parte de su día a día. Estaban allí, inevitables. Cosmos consideraba que todo lo que hacía, Caos lo deshacía. Se quejaba amargamente de que todo su trabajo era tirado por tierra a manos de Caos, pero no lo hacía con odio hacia su compañero ni le guardaba rencor. En cierto modo, le ayudaba, le permitía revisar su obra, mejorarla, depurarla y al final, cuando la contemplaba antes de que Caos la destruyese de nuevo, se sentía orgulloso de su esfuerzo. A pesar de todo, Cosmos sentía una profunda frustración cada vez que hablaba con Caos e intentaba mostrarle su obra. A duras penas conseguía que Caos se sentase con él y mantuviese la concentración por más de un instante. Le explicaba qué era lo que tenía entre manos y le enseñaba bocetos, apuntes, borradores de todo su trabajo. Lo hacía con entusiasmo, emocionado por lo que estaba por venir. Caos asentía desinteresado, pensando en musarañas y dando por hecho que antes o después él lo destrozaría. No era algo que hiciese queriendo, no había malicia en sus actos, sencillamente ocurría. De hecho, Cosmos en ocasiones contemplaba asombrado y maravillado la obra de Caos, pues también su destrucción suponía cierto quehacer por más que Caos no lo estimase y lo hiciese displicente, casi apático. 


Pero ese día Cosmos se preocupo verdaderamente. No recordaba la última vez que Caos salió en coche, en realidad sí lo recordaba, pero prefería no hacerlo. Las consecuencias fueron trágicas y Cosmos tuvo que trabajar con ahínco durante mucho tiempo, demasiado tiempo, para arreglar lo que Caos había destruido. Caos no era temerario. De hecho, casi podría decirse que era prudente, aunque en su sino estaba imbricada la destrucción de forma indisoluble a su idiosincrasia. Él intentaba evitarlo, lo hacía, se esforzaba y Cosmos lo sabía, pero todo su esfuerzo era vano. Cosmos lo consolaba cuando Caos se venía abajo al comprobar el destrozo que había provocado su desidia. Ambos sabían que aquello no tenía solución y, a pesar de que Caos le tenía un gran respeto a Cosmos y le admiraba profundamente, Cosmos sabía que el verdadero poder estaba en manos de su hermano. Él creaba, Caos destruía. Y Cosmos sabía que el poder de la destrucción superaba con creces el de la creación. No había nada que hacer. Solo quedaba esperar, comprobar las consecuencias de los actos de Caos, llorar las pérdidas durante menos de un instante y ponerse a crear de nuevo. Cosmos sonrió delante de su piano resignado. Ya no alcanzaría a Caos, no le merecía la pena intentarlo siquiera. No tenía ni idea hacia dónde se había dirigido, pero pronto contemplaría las consecuencias de sus actos. Solo le quedaba el instante de la creación y el tiempo que Caos le daba, inconsciente, para la contemplación. Volvería a empezar de nuevo. Incluso, en cierto modo, se alegraba porque hacía tiempo que en su mente rondaban algunas nuevas ideas que venía comentando con Caos durante las comidas. Tal vez ese era el quid de la cuestión, cuando Caos sabía que Cosmos iba a crear, él destruía para que la creación tuviese sentido. Tal vez ese era el equilibrio que daba sentido a su existencia. Caos, como siempre, le decía sin prestar verdadera atención que le parecían unas ideas maravillosas. Cosmos pensó que si las creaba tal y como lo había pergeñado a Caos no le costaría casi nada destruirlo. Eso era un hecho, no había esperanza, tan solo le quedaba el regocijo durante el tiempo que durasen hasta su destrucción. Así era siempre, así sería siempre.



Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 14 de julio de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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