El cazador de moscas (xiii).


Anna Rose se levantó temprano. Hoy regresaría a la ciudad. Intentaría traer algunas botellas. Era consciente de que todo se estaba relajando más de lo que a ella le gustaba. Ya se había cruzado con mujeres en la calle que la miraban mal, demasiado mal. Más de lo que estaba acostumbrada. No le gustaba. Los hombres bebían y aunque intentaba controlar la cantidad de alcohol que ingerían, a veces le pesaban más sus necesidades económicas y su precariedad. Era madre, una madre un tanto singular, una madre que tenía que proporcionar sustento a su mujer y a su hijo. «Mi mujer y mi hijo», ese pensamiento se instalaba en su cerebro y no sabía muy bien cómo gestionarlo. No era fácil para ella. No era una situación habitual. En realidad, Mary y ella no lo habían hablado nunca. No era un asunto fácil de afrontar. Había muchos prejuicios que ahogaban las emociones de ambas. Mary sentía, pero no llegaba a comprender. Anna Rose sentía, pero no se atrevía a compartir. Era la primera vez que ambas estaban enamoradas, algo llenaba su corazón, pero no podían evitar la sensación de aflicción que pesaba sobre ellas. 


Anna Rose se vistió fuera de la habitación que compartían los tres. La otra habitación era la que correspondía a la barra de la cantina. Se asomó a la calle corriendo la cortina que tapaba la escueta ventana de madera. La imagen de la cortina roída que tenía antes de que Mary llegase a su casa la hizo sonreír. Ahora tenía una cortina nueva, «Coqueta», pensó. Lo que vio no le gustó. Cuatro o cinco mujeres se alejaban de la puerta de su casa, que era la puerta de la cantina, del café, del pequeño porche de madera que protegía un umbral que muchos hombres habían transitado y algunas mujeres. Todavía no había suficiente claridad y no pudo distinguir quiénes eran, pero por su mente pasaron algunos nombres con gran claridad aún sin saber qué había ocurrido. Abrió la puerta y apenas las pudo ver ya. Miró la puerta y apretó los dientes. No dejó que ninguna lágrima asomase. Entró en la casa. Tomó un trapo viejo, jabón y calentó algo de agua. La pintura estaba fresca y las letras salieron con facilidad. El trapo estaba negro. Lo tiró a la basura. Entró en el dormitorio. Acarició suavemente el hombro desnudo de Mary sobre el que una fina película de sudor reflejó levemente los tenues rayos de sol que penetraban tímidos por la otra ventana de la casa colándose astutos entre la urdimbre de la cortina blanca.


—Buenos días, mi amor —le susurró al oído acercándose a su rostro—. Y si nos vamos de este maldito pueblo…


Mary encogió el hombro como si una mosca estuviese molestándola, revoloteando a su alrededor y posándose inopinadamente sobre su piel. Quería seguir durmiendo. No oyó lo que Anna Rose le acababa de decir. 


Anna Rose sonrió y la dejó descansar. Miró a Jeremy, profundamente dormido, se acercó a él y lo besó en la frente. No se inmutó, pero Anna Rose pudo sentir su profunda respiración. Volvió al salón que era el bar, la cantina, el café y se sentó en uno de los bancos de la barra. Se levantó al instante. Se metió tras la barra y con el martillo que guardaba en un pequeño cajón de madera sacó los clavos que aseguraban las botellas de alcohol. Removió la paja que las cubría y las sacó. Sabía perfectamente cuántas tenía. También sacó algunos billetes de dólar que escondía junto con las botellas. Depositó nuevamente las botellas en la caja de madera, las protegió con la paja y colocó los tableros del suelo en su sitio. Cogió el martillo, las puntas y comenzó a recolocar las tablas. Con golpes secos fue asegurándolas una tras otra, hasta la última para cubrir perfectamente las botellas, pero un pequeño despiste, un ruido que provino de la puerta la distrajo y el último martillazo cayó sobre su dedo índice. Doy un grito, contenido, no quería despertar a su familia. Comenzó a salirle sangre del dedo, además del considerable incipiente hematoma, pues una astilla se le había clavado con el golpe. La sangre goteó pausadamente sujetándose a la piel, aferrándose al dedo, buscando no marcharse de la vena por la que circulaba a su destino que no fue finalmente el predestinado, sino que cayó sobre la madera que tapaba las botellas, se filtró arrastrando tras ella otras gotas también descarriadas entre las juntas de los tableros, empapó ligeramente la paja que protegía las botellas, resbaló por el cristal de una de las botellas bordeándola suavemente con parsimonia y alcanzó finalmente uno de los billetes escondidos en el escondite, empapándolo ligeramente al principio para teñirlo de rojo como consecuencia del pequeño torrente de sangre que cayó finalmente y que terminaría oxidándose. Anna Rose tardó en reaccionar cuando el intenso dolor superó la parálisis por la impresión que le propició el golpetazo; retiró el dedo Anna Rose sangrante moviendo la mano para intentar aliviarse. Anna Rose no volvería a ver ese billete. La sangre seguía cayendo escandalosamente. El dolor, lejos de remitir, se agudizaba. Anna Rose quería llorar. Era la segunda vez ese día y apenas estaba comenzando la mañana. Cogió otro tapo y se tapó el dedo mientras buscaba algo de agua. Con la otra mano y sujetando con el codo del dedo herido una tela limpia la rasgó y envolvió el dedo sangrante hasta hacerse una bola que se tiñó rápidamente de rojo. 


—Joder, ¡cómo duele! —no pudo evitar el improperio por más que lo soltó en voz baja. 


Se miró el vendaje, parecía que ya no sangraba, la sangre estaría coagulando. En cuanto vio cómo estaba el dedo supo que la uña se le terminaría cayendo. No era la primera vez, ni sería la última, pero lo de la astilla, «Joder, eso sí es mala suerte…», se repetía una y otra vez. Tuvo que deshacer la venda para comprobar que no la tenía clavada tras haber intentado sacársela cuando notó el pinchazo y el martillazo. Se examinó el dedo, aún sangraba «He debido abrir la herida de nuevo», pensó, y comprobó la zona de la uña estaba hinchándose sorprendentemente. Había un trocito de madera clavado en la yema del dedo. Se lo sacó con los dientes. El dolor era muy fuerte. Volvió a salir sangre. Derramó agua sobre el dedo para enjugarse. Por un momento pensó en quitar los tableros y sacar una botella de alcohol de su escondite para desinfectarse la herida, pero eso era demasiado. Se resignó y volvió a vendarse el dedo. La tela ya estaba completamente empapada. 


Salió a la calle. Necesitaba aire. El sol ya había roto la penumbra del alba. Sería un día muy caluroso. Tenía que ir a la ciudad. Cuanto antes saliera, antes regresaría. Sabía que el sol sería implacable con ella. Pensó dejarlo para la semana siguiente. Sabía que no podría antes. De algún modo, había un día para ella. No podía presentarse en cualquier momento para adquirir las botellas. Ya se lo habían advertido: «Solo te dejaremos entrar los jueves». Ella no lo entendía muy bien, pero tampoco tenía muchas opciones. No le gustaba la idea de ir días concretos. Si había algún chivatazo estaba perdida, podría ser una cabeza de turco muy sencilla de acusar, pero intentó resolver su pequeño contrabando en otros días y fue rechazada: «Solo los jueves», insistían. De algún modo sabía que aquello no podía terminar bien. Quiso aprender a destilar su propio alcohol. De hecho, en alguna de las visitas a la ciudad pasó por la biblioteca para buscar información. Muchos de los libros signados relacionados con la elaboración de alcohol habían sido retirados de las bibliotecas, pero alguna referencia consiguió. El problema era que tenía que hacer una inversión no menor para adquirir el material que le permitiera destilar alcohol. A pesar de todo, abnegada como era, buscó y rebuscó y lo único que pudo encontrar, también en el mercado negro, le resultó caro en exceso. Estaba fuera de su alcance. Asumió el riesgo de seguir con el trapicheo. Subió al carro y arreó la mula. Se dirigió a la ciudad. Le había dejado una nota a Mary, como cada vez que iba a la ciudad, solo que ahora Mary ya las podía leer. 


Imagen creada por el autor con IA.

En Bolonia a 12 de junio de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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