El cazador de moscas (vi).



La mañana golpeó el cerebro de Robert con fuerza. Los martillazos en la sien de ese inmenso leviatán eran constantes, sincopados, terribles. Robert se tocó la cabeza. Se la apretó como si con ese gesto pudiera detener los estacazos que sentía. Se intentó recomponer el pelo alborotado sin pensar realmente en ello y procuró levantarse. Por un momento no reconoció dónde se encontraba, por un momento su cerebro le confundió enviando a su cuerpo mensajes contradictorios. Estaba totalmente empapado. No sabía si de sudor, de vómito o de meado. El olor era insoportable, pero esa no era la mayor preocupación de Robert. Quería saber dónde cojones estaba. De repente sus ojos entreabiertos enfocaron la barra del bar. Una luz insoportable penetraba por la ventana cuya contraventana no estaba echada. Apenas pudo reconocer el lugar, pero en su mente se encendió una pequeña luz de consciencia que le devolvió parte de la memoria que creía perdida. Se incorporó como pudo sujetándose en un banco que no fue capaz soportar su inconmensurable peso y cayó con un atroz estruendo que a Robert le pareció que había reventado sus tímpanos. Los ecos de la caída persistían en el cerebro de Robert que tuvo que sujetarse nuevamente la cabeza para evitar la sensación de que se le escapase de los hombros. Se puso de rodillas y alzó las manos para sujetarse en el tablero de la barra. Rebuscando entre sus músculos consiguió encontrar algo de fuerza y alzarse como buenamente pudo. Se incorporó. Tuvo que apoyarse con los antebrazos en la barra para sujetar su peso y entonces abrió más los ojos y vio algo parecido a una figura humana frente a él.


—¿Buenos días? —preguntó Anna Rose con tono mordaz. 


Robert no respondió. Anna Rose ni siquiera estaba segura de que lo hubiese oído. Tampoco de que la hubiese visto.


—Buenos días —repitió sin preguntar.


Robert pareció reaccionar pues dirigió su mirada intentando enfocar la vista hacia el lugar desde donde procedía el sonido, pero se desentendió de él girando el cuello hacia la ventana que daba a la calle y la señaló para taparse los ojos inmediatamente después. 


—¿Te molesta la luz? Es que es de día. Has estado durmiendo en el suelo del bar desde anoche. Creo que ya es hora de que vayas a tu casa y te laves un poco. El bar apesta. Eres tú el que huele mal. 


Robert la miró con rabia contenida. «Si fueses mi mujer, no te atreverías a hablarme así», pensó torciendo el rostro y haciendo un gran esfuerzo con su mente incapaz de elucubrar pensamientos sin sentir un profundo dolor. No abrió la boca. Se irguió como pudo y apoyándose en todo lo que veía cerca se dirigió hacia la puerta. La abrió y salió. Una bocanada de aire frío penetró en el local. Robert tiritó. Dudó si salir a la calle. No miró atrás. Avanzó y dio un traspiés en el umbral de madera ennegrecida de la puerta. Anna Rose se mantuvo impasible. En su mirada había odio. Robert conservó el equilibrio como pudo, pero el movimiento aleatorio revolvió su estómago y unas arcadas fortísimas le hicieron doblarse y echar lo poco que le quedaba dentro. En un acto reflejo e inconsciente lo hizo hacia un lateral manchando parte del entablonado de la fachada del bar, también ennegrecido. No era la primera vez que lo hacía ni era el primero que lo hacía. Sin embargo, para él sería la última vez. 


Mary llevaba bastante tiempo despierta cuidando a Jeremy como solo una amorosa madre primeriza puede hacer. Volcándose en él y dedicándole toda suerte de atenciones. Esperando pacientemente cualquier gesto que la ayudase a detectar cualquier necesidad que tuviese el niño. Estaba cansada, pero feliz. No había dormido del tirón. Durante la noche la angustia le consumía pensando que antes o después Robert aparecería, pero tampoco Jeremy la dejó descansar porque cada par de horas el niño se despertaba llorando. Su nueva madre ya intuía que era el hambre lo que provocaba su llanto y se levantaba para darle algo de las sobras de la noche anterior. El día amaneció con madre e hijo durmiendo, descansando. La madre se levantó. Se desperezó. Hacía siglos que no realizaba ese gesto. Miró a su hijo. Arremolinó contra él las mantas. Se aseguró de que estaba bien arropado y se quitó el camisón. Tomó un poco de agua, casi helada, y con un paño se frotó ligeramente las axilas. Un fuerte olor a cebolla penetró por sus fosas nasales cuando levantó el brazo para asearse. Estaba acostumbrada. Era su olor. Se vistió. Se dirigió a la chimenea y encendió el fuego que tanto se le había resistido la noche anterior. En su mente no surgió ni una sola reflexión, ni un solo pensamiento. Todos sus gestos fueron fruto de la intuición, de la costumbre, de la rutina. Esperó un rato a que las maderas prendieran y con un atizador de hierro sacó unas brasas que recogió con una pala para llevarlas al hornillo de la cocina. Calentó agua en el hornillo. Bañó al niño templando el agua como buenamente pudo sin saber si estaría demasiado fría o demasiado caliente. Metió al niño en el cubo con agua y supuso que la temperatura era adecuada porque el niño no protestó. Lo secó con el mismo paño que ella había utilizado antes. Lo envolvió en una manta que sacó del único armario de la casa y retiró la otra, la que el niño traía cuando lo encontró en el umbral, para lavarla. Se sentó en la única silla de la casa y le dio de comer. El niño se durmió nada más terminar. Ella lo sostuvo entre sus brazos. Los ojos de Mary se cerraban, pero apretó la mandíbula y se mantuvo despierta. Se levantó con el niño en brazos y lo llevó a la cama. Lo dejó allí asegurándolo con las mantas. Fue a la cocina para coger un poco de pan y tocino. Los calentó y desayunó. A esa hora Robert aún dormitaba en el suelo del bar de Anna Rose. 



Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 14 de enero de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/


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