Diario de un viaje no emprendido (v).




Aún recuerdo, no sé si con tristeza o con alegría, el primer que entré en la universidad. Acceder a aquel lugar me hizo sentirme alguien importante, aunque apenas mantuviese esa sensación por un instante. Fue el tiempo que necesité para corroborar que aquel no era el sitio que yo quería. La verdad es que era algo que venía sospechando porque, a pesar de que mi entusiasmo estaba intacto, no se puede decir que fuese estúpido y ya me había percatado de que en la universidad pública no encontraría la opulencia de la que me quería rodear. Fui rondando los distintos centros con la esperanza de que en alguno de ellos pudiese hallar algo parecido a lo que en lo más profundo de mi ser deseaba, pero era difícil. A pesar de todo, encontré una facultad donde sí que existían algunos alumnos de los que yo deseaba que fuesen congéneres míos. Al menos esa era mi impresión. Y allí decidí matricularme. Poco importa saber la carrera que allí se impartía. Es, lo aseguro, irrelevante. En mi mente solo estaba el deseo de rodearme de gente adinerada y sentir algo parecido a lo que ellos podían sentir. La primera matrícula la pagué con una mierda de trabajo que tuve el verano anterior a comenzar las clases. Trabajé en un restaurante de mozo de carga. Era un buen restaurante ubicado en el centro de la ciudad. Cada día debía coger un autobús desde el barrio donde seguía viviendo con mis padres y llegar antes de las cinco de la mañana para poder descargar los alimentos. El jefe de cocina estaba siempre allí, puntual como un puto reloj suizo. Me resultaba sorprendente verle moverse con agilidad con toda la masa corporal que alojaba. La verdad es que alucinaba, pero nunca le vi ni una gota de sudor caerle por la frente, mientras que yo chorreaba con la primera caja que tenía que transportar. Reconozco que me trataban bien, pero aquello no era lo mío y en cuanto comenzaron las clases lo dejé. Me atrevería a decir que en los tres meses que estuve allí me cogieron cierto aprecio, pero a mediados de septiembre, justo antes del inicio de las clases, les pedí que me liquidaran y me marché. 


En alguna ocasión me acerqué también a los entornos de los centros universitarios privados. Normalmente estaban perfectamente delimitados y cerrados para evitar que accediesen indeseables como yo. Sin embargo, conseguí colarme alguna que otra vez, cuando iba, como yo mismo decía, «vestido fastuoso» y se celebraba una jornada de puertas abiertas. Sé que lo más evidente hubiera sido pensar que iba «vestido de rico», pero me parecía una expresión chabacana y excesivamente prejuiciosa que solo denostaba a aquellos a los que quería parecerme, así que el término fastuoso me encajaba como más apropiado. La verdad es que me resultó asombroso verme rodeado de tanto lujo. Los coches que veía entrar y salir eran espectaculares. No eran coches que derrochasen una suerte de colores llamativos y accesorios horteras, qué va. Eran vehículos claramente caros, pero sobrios, sin estridencias, el término que me vino a la cabeza era «señorial». Sí, eran coches señoriales. Los chavales no salían hasta que el chófer les abría la puerta. Entonces unos zapatos impolutos que jamás habían pisado charco alguno aparecían tras la puerta y el chico o chica bajaba con una elegancia que no dejaba de sorprenderme. Era como si un millón de cámaras estuviesen grabándolos y ellos actuasen en correspondencia con una majestuosidad que me llenaba de envidia. En algunas ocasiones vi como algún representante del centro, tal vez su director, se acercaba a dar la bienvenida a un posible futuro estudiante. En esos centros, por supuesto, no existían panfletos que indicasen los precios de las matrículas o las actividades de las que podrían disfrutar los alumnos. Allí todas las instalaciones eran magníficas y todos tenían de todo. El dinero era una cuestión banal en aquel entorno y referirlo por escrito habría sido de mal gusto a todas luces. Me enteré, sin embargo, que algunos de esos centros tenían becas «reservadas» para gente menos pudiente. Supongo que era el precio que tenían que pagar para entrar en el mundo académico de las acreditaciones y homologaciones de los títulos. Yo entendía que a quienes terminasen allí sus estudios aquello debería importarles un comino, pero tal vez un desprecio así habría sido excesivo, por tanto, cabía la posibilidad de acceder a alguno de aquellos centros si lograba unas extraordinarias notas y optaba a alguna de las becas que ofrecían. Ese fue mi planteamiento inicial, aunque enseguida me surgió la duda de cómo afectaría a mi relación con el resto de estudiantes —todos ellos más que pudientes— el hecho de que supieran, porque no me cabía ninguna duda de que terminarían sabiéndolo, que yo estaba allí gracias a una beca. Esa posibilidad me torturaba. No quería que conociesen mi realidad. Ni siquiera se me pasó por la cabeza que para lograr aquella beca tendría que trabajar duro y obtener unos resultados académicos inmejorables, además de pasar ciertas «pruebas» que contribuyesen a facilitar mi acceso a aquel paraíso. 


Finalmente me decidí. Me matricularía en cualquier universidad pública de mierda, ya había decidido cuál sería que, como es lógico, tenía una titulación reconocida por el centro privado —decirlo al revés sería en el fondo una falacia— y estudiaría para obtener las notas necesarias que me permitiesen entrar becado en alguno de esos centros. Así lo hice. No fue fácil. Al instante me di cuenta de que alcanzar la excelencia requería un esfuerzo mayor del que estaba acostumbrado a hacer. No es que fuera mal estudiante. De hecho, no lo era, ya he dicho que a poco que me hubiese esforzado en el bachillerato podría haber despuntado, solo que no quería hacerlo. El caso es que en la universidad la situación era diferente. Tenía la sensación de que los profesores no se preocupaban lo más mínimo por los alumnos, cosa que, a pesar de todo, en el instituto no ocurría. Allí los profesores, más o menos y no todos, pero sí muchos, estaban encima de ti y te seguían y te machacaban y te repetían y, en definitiva, se molestaban por ti. En la universidad no. Tú eras el único responsable de todo y ellos se limitaban a lanzarte una perorata cada día y tú debías apañártelas. En el fondo eso me gustaba, pero me resultó duro porque tengo clarísimo que en mi instituto el nivel era muy bajo comparado con el que se necesitaba en la universidad y comprobé que otros alumnos, digamos, mediocres, que procedían de institutos con mejor reputación que el mío estaban mucho mejor preparados. Tuve que esforzarme mucho, muchísimo. Tenía claro mi objetivo y no dudé ni un instante en utilizar todos los medios para alcanzarlo. Asistía a clases, iba a las tutorías, preguntaba, estudiaba, entregaba todos los trabajos. Era, en definitiva, un alumno ejemplar. Quería caerles bien a los profesores porque me di cuenta enseguida de que aquello era necesario si quería alcanzar el objetivo. No me gustaba lamerles el culo, esa era la verdad, pero asumía que no me quedaba más remedio. Llegué a meterme como «becario» en un departamento con una asignatura de fama dura para hacerle las fotocopias al catedrático titular, poco más, pero finalmente todo aquello me sirvió. En mi casa estaban alucinados. Mi madre no podía ocultar su cara de orgullo cuando, tras el primer cuatrimestre, les mostré —no sin cierta vanidad, debo reconocerlo— cuáles habían sido mis notas. Incluso mi padre se mostró satisfecho, no mucho más, con los resultados que les enseñé. En realidad, no sé bien por qué lo hice, pues en el fondo aquello me importaba un carajo, supongo que, en cierto modo, era la forma de aparentar que era algo más de lo que creían que era o, tal vez, era una forma de agradecerles lo mucho, o poco, que habían hecho por mí. 


Imagen creada por el autor con IA. 

En Mérida a 21 de enero de 2024.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/


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